En estos días, cuando se discutía el feriado en homenaje al general Guemes, un descendiente de Guemes me contaba que charlando con un Pueyrredón, que bregaba por un homenaje para su héroe familiar, él, el Guemes, le dijo -despreciativo- "cuando tengas tu feriado hablamos".
Creo que nuestra Independencia le debe mucho, muchísimo, al general Juan Martín de Pueyrredón.
Para todos los Pueyrredón, aquí va mi homenaje. Escribí este texto para un libro (Ocasos) que nunca terminé:
El carrito colorado, medio destartalado,
viene a los saltos por el camino de Palermo, con su cochero agachado
apurando a los caballos a puro látigo. Atrás se distingue la silueta solitaria
de un jinete, semioculto por la polvareda.
Algún labrador se saca el sombrero y saluda con la cabeza, por
costumbre. Alguna doña se hace la señal de la cruz.
A la altura de la Recoleta, el carro fúnebre sube, penoso, la cuesta, y
detiene su marcha en el portón del Cementerio.
Allí lo esperan dos o tres señores, que ayudan al único integrante del cortejo
fúnebre a bajar el cajón.
–¿Qué corta memoria tienen estas provincias, che!– exclama un anciano de
larga barba, interrumpiendo su paseo para observar la escena.
–¿Quién es el finado?- pregunta el mozo que lo acompaña.
–Ha de ser el general don Juan Martín de Pueyrredon, que ha muerto ayer.
¡Descúbrase la cabeza, m’hijo!
El hijo obedece y pregunta, medio avergonzado, quién era el tal
Pueyrredon.
–Sin él, posiblemente Liniers no habría logrado reconquistar de Buenos
Aires de los ingleses. Sin él, quién sabe si San Martín cruza los Andes para
liberar a Chile y Perú.
–¿Y cómo es que va en ese carro municipal?
–Dicen que don Juan Manuel le ha negado el permiso para traerlo en
carruaje. Como se ve, ni siquiera le ha dispensado el honor de una mísera salva
de artillería.
Hacia la Reconquista de
Buenos Aires
Juan Martín de Pueyrredon nació en Buenos Aires
–en la calle Méjico, entre Defensa y Bolivar– el 18 de diciembre de 1776. Era
el sexto hijo –de un total de once– de Juan Martín de Pueyrredón y de la
Boucherie, de noble familia vasco-francesa, y María Rita Dogan, descendiente de
irlandeses y criollos.
Tenía apenas 15 años cuando perdió a su padre, por
lo que debió abandonar sus estudios en el Real Colegio de San Carlos para ocuparse,
junto a sus hermanos, de los negocios familiares.
A los 18 ya estaba en España, aprendiendo y
trabajando con un tío suyo, conocido comerciante de Cádiz. Regresó en 1802, con
capital suficiente para comenzar su propio negocio, pero antes de establecerse
volvió a España para casarse con una prima hermana, Dolores Pueyrredon, que
moriría dos años más tarde en Buenos Aires.
Estaba en su ciudad natal cuando los ingleses
invadieron Buenos Aires, y dicen que en un primer momento, abrigando anhelos de
independencia, fue uno de los que se entrevistó con los jefes británicos para
que éstos apoyaran la emancipación. No pudo ser y entonces se metió de lleno en
la resistencia. Junto a sus hermanos concentró a paisanos y amigos –bautizados los
Húsares de Pueyrredón– en la chacra familiar de Perdriel, donde además de ser
derrotado casi perdió la vida.
Lejos de desmoralizarse, el mismo día de la
derrota (1 de agosto) se fue a Las Conchas a coordinar con Liniers la travesía y
ataque del ejército que venia de Montevideo. Su ayuda fue fundamental en el desembarque de las tropas, y fue
fundamental su labor –como jefe de la caballería, a la cabeza de sus Húsares–
el 12 de agosto de 1806, día de la Reconquista.
Su acción en aquella jornada le valió ser aclamado
como héroe, a la par de Liniers.
Fervor
independentista
En octubre de 1806 fue enviado a España como
diputado del Cabildo de Buenos Aires para informar los sucesos al Rey y pedirle
gracias y auxilios.
Llegó a la Corte eufórico y orgulloso de su patria
chica, pero pronto la euforia se transformó en indignación y de su orgullo
herido creció el fervor independentista. Su misión fue un rotundo fracaso, no
recibió ni las gracias ni los auxilios, y sus entrevistas con el ministro Godoy
le mostraron claramente que a España no le interesaba el adelantamiento de sus
colonias. Después de tres años de trajinar por las oficinas públicas, pudo
convencerse que la burocracia española estaba tan corrupta que era
imprescindible cambiar de sistema. Conoció a Carlos IV, a Fernando VII y al
invasor Murat; fue testigo directo de la caída de España en manos de Napoleón,
de las rebeliones y de la anarquía de las juntas provinciales que se disputaban
la herencia de América. Su indignación llegó a tal punto que desde Cádiz envió
a Londres a sus compatriotas José Moldes y Manuel Pinto con el propósito de pedir armas y dinero para
lograr la emancipación. Nada logró porque Inglaterra priorizó sus relaciones
con los rebeldes españoles, pero sus informes lapidarios al Cabildo de Buenos
Aires convencieron a Martín de Álzaga y los suyos de que este “revolucionario”
era demasiado peligroso para sus intereses.
Por eso, en cuanto llegó a Montevideo en enero de
1809 fue engrillado por el gobernador Javier de Elío, que lo reembarcó a España
con recomendación de pena de muerte.
Logró escapar en las costas del Brasil y vuelto a Buenos Aires fue
apresado una y otra vez. Regresó entonces al Brasil donde la Corte de la
Infanta Carlota le propuso marchar sobre el Plata con 10.000 soldados
portugueses, a lo que se negó porque “ni
siquiera en nombre de la libertad” aceptaría presentarse a su patria al
frente de tropas extranjeras. Volvió finalmente a Buenos Aires en el primer mes
de la revolución.
Al
servicio de la Revolución
El 3 de agosto de 1810, la Primera
Junta le dio el grado de coronel y lo envió a Córdoba para hacerse cargo de la
gobernación en reemplazo del realista Juan Gutiérrez de la Concha, capturado
junto con Liniers.
Llegó a Córdoba el 15 de agosto,
en un momento extremadamente delicado pues Ortiz de Ocampo, jefe del Ejército
Auxiliar, influido por los ruegos desesperados de la dirigencia política y
social de Córdoba, había suspendido la orden de la Junta de ejecutar a Liniers
y sus compañeros, y se aprestaba a enviar a los prisioneros a Buenos Aires. Tal
vez por eso, al día siguiente de su llegada, Pueyrredon lanzó una proclama
invitando a la unión de peninsulares y criollos para evitar todo espíritu de
revancha. No sería fácil conseguir la calma pues Liniers y demás líderes
contrarrevolucionarios fueron fusilados diez días más tarde. Pero lo logró, y desde
Córdoba realizó una intensa actividad a favor de la causa patria.
En diciembre del 10 dejó a su
hermano Diego en la gobernación para trasladarse a Charcas como gobernador
intendente. Luego fue inspector general del Ejército y testigo de la enorme
derrota de Huaqui (20 de junio de 1811), de la que emergió como único héroe
cuando todos huían, arrastrando él solo desde Potosí a Salta el oro de la Casa
de la Moneda, que en la noche realista logró robarse para pagar la revolución.
Su prestigio ya era grande, y aun cuando no era realmente
militar -y estaba tan enfermo que hasta le costaba andar a caballo- debió
aceptar la jefatura del Ejército del Norte.
En 1812 le entregó la posta a Manuel Belgrano y volvió a Buenos Aires,
siendo elegido vocal del Primer Triunvirato en reemplazo de Juan José Paso.
Desde abril a octubre de 1812 integró aquel Triunvirato,
junto con Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea, aunque el hombre fuerte era el
secretario de Guerra: Bernardino Rivadavia. A instancias de este último, en ese
periodo le tocó firmar las sentencias de muerte de Martín Álzaga y sus presuntos
conspiradores, incluyendo la de don Francisco de Tellechea que, por razones muy
íntimas, le pesaría toda la vida.
Eran tiempos sumamente difíciles y el Primer Triunvirato
terminó en derrota. Pueyrredón fue derrocado, apedreada su casa, confinado en
Maistintos lugares de la provincia de Buenos Aires, y finalmente desterrado a
San Luis, donde por fin descansó de siete años de lucha febril.
Llegó
a San Luis en enero de 1813 con uno de sus hermanos menores, José Cipriano,
quien desempeñó allí algunos cargos militares y dedicó parte de su tiempo en
defender el honor de su hermano.
Pronto,
Juan Martín compró una pulpería, y luego una hacienda –La Aguadita–, próxima al poblado, donde se dedicó a tareas rurales.
En la pulpería o en La Aguadita convivió
con Juana Sánchez, de cuya unión nació una hija natural, que luego educó la
familia Pueyrredón en Buenos Aires.
Y
aquí una conjetura. Cuentan que Juan Martín, aficionado a la pintura, solía
pintar miniaturas. Se
sabe que su hermano José Cipriano, aficionado a las letras, escribía versos.
¿Por qué no conjeturar que juntos se iniciaron en sus distintas aficiones en las
soledades del destierro de San Luis? Juan
Martín sería el padre de nuestro primer gran pintor: Prilidiano Pueyrredon;
José Cipriano sería el abuelo de nuestro mayor juglar: José Hernández
Pueyrredón.
El
hermano de San Martín
Su vida de desterrado comenzó a cambiar en marzo
de 1814 cuando Vicente Dupuy, un amigo suyo, fue designado gobernador de San
Luis. Y cambió mucho más en agosto de ese año, cuando José de San Martín pasó
por San Luis rumbo a Mendoza para hacerse cargo de la Gobernación de Cuyo. San
Martín visitó al proscripto y de las largas conversaciones que mantuvieron
nació una de las hermandades –masónicas– más trascendentes de nuestra historia.
Pocos meses después, Pueyrredon pudo viajar a Mendoza a retribuir la visita y
fue recibido con los honores correspondientes a su jerarquía militar.
Había concluido su proscripción, por obra y gracia
de San Martín y, probablemente, de la Logia Lautaro.
Retornó a Buenos Aires en enero de 1815, y en
febrero el nuevo Director Supremo, Carlos María de Alvear, lo ascendió a
coronel mayor de caballería.
Ahí nomás, según le contaría en junio a su amigo
Dupuy: “Vi una niña, me agradó, nos comprometimos y hoy hacen ocho días que
me casé con Doña Mariquita Tellechea y Caviedes, joven que aun no cuenta
catorce años, educada en los mismos principios de nuestras familias y
acostumbrada al recogimiento y a la virtud”.
En efecto, el 27 de mayo se casó en la Merced con María Calixta Tellechea, que
sin duda era una niña “acostumbrada al
recogimiento”: su madre murió cuando ella apenas nacía; su padre, a quien
tampoco conoció demasiado, quedó colgado en la horca infamante cuando ella
cumplía 10 años, y tres años después se casaba con el “verdugo”. Todavía le tocaría sufrir los ataques y calumnias a su
marido, lo que con el correr de los años la sumiría en una profunda depresión.
A fines de 1815 Juan Martín partía con su Mariquita
al Congreso de Tucumán, con título de diputado por San Luis bajo el auspicio de
su amigo San Martín. Allí fue ungido Director Supremo –un mes antes de la Declaración
de la Independencia– en medio de la anarquía y con un ejército desintegrado por
las rencillas internas.
Así, fue el primer jefe de la nación designado por
el Congreso de Tucumán que, en representación de la voluntad popular, declaró
la Independencia.
Yo no quiero vida sin la vida de mi patria
Antes de instalarse en Buenos Aires repuso a
Belgrano en el mando del Ejército del Norte y se reunió en Córdoba con San
Martín para gestar la campaña a través de los Andes, comprometiéndose con cuerpo
y alma.
Y realmente dejó cuerpo y alma en los tres años de
su gobierno. Los portugueses avanzaban sobre la Banda Oriental y la oposición
le exigía atacarlos; los caudillos sólo comprendían sus intereses provinciales;
los opositores lo criticaban e injuriaban;
los españoles acechaban por el norte y Belgrano le rogaba auxilios;
desde España el resucitado Fernando VII preparaba una gran expedición para
aplastar la revolución, e Inglaterra, comprometida con la Santa Alianza, le
daba la espalda. Pueyrredón –ascendido a brigadier general del ejército– luchó
contra todo y contra todos, con la mira puesta en su único objetivo: que el
general y su ejército cruzaran los Andes para libertar a América de los
españoles.
Había que conseguir soldados y vestirlos, producir
dinero, caballos, monturas, alimentos y armas, y él esquilmaba a los porteños
con empréstitos forzosos mientras San Martín hacía lo propio en Mendoza, donde
pueblo y gobierno –al contrario de Buenos Aires- eran uno solo tras la gran
empresa.
El Director, ciego, sordo y mudo, apoyado por muy
pocos, iba dejando la vida –y echando su honra a los perros- para cumplir su
pacto con el General, que cada día le reclamaba algo.
Veamos cómo a pesar de todo conserva el sentido
del humor en esta carta a San Martín de noviembre de 1816: “...Como ayer fue
día de Todos los Santos, no se ha podido buscar entre los comerciantes
libranzas para los treinta mil pesos, pero haré diligencia con empeño, y si no
se consigue remitiré la plata a todo riesgo, aunque sea en oro, por la posta,
para el tiempo que usted me la pide. A más de las cuatrocientas frazadas
remitidas de Córdoba, van ahora quinientos ponchos, únicos que se han podido
encontrar... Está dada la orden para que se remita a usted mil arrobas de
charqui, que me pide para mediados de diciembre: se hará. Van oficios de
reconocimiento a los cabildos de esa y demás ciudades de Cuyo. Van los
despachos de los oficiales. Van todos los vestuarios pedidos y muchas más
camisas... Van cuatrocientos recados. Van hoy por el correo en un cajoncito los
dos únicos clarines que se han encontrado... Van los doscientos sables de
repuesto que me pidió. Van doscientas tiendas de campaña o pabellones, y no hay
más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé yo cómo me irá con las
trampas en que quedo para pagarlo todo, a bien en que quebrando, chancelo
cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que
le mando y no me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he
amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza...”.
Así se hizo la campaña a Chile. La debemos al
genio de San Martín y a la voluntad indomable de su hermano porteño, que antes
de iniciar la escalada le escribió: “Adiós mi hermano: sea usted feliz para
que también lo sea su invariable hermano: Juan Martín”.
Después del respiro que le dieron las victorias de
Chacabuco y Maipú, y la visita de San Martín a Buenos Aires para organizar la
expedición al Perú, sus opositores volvieron a la carga: injurias, calumnias y
ataques, hasta que el Congreso le aceptó la renuncia el 9 de julio de 1919,
meses antes de que estallara la anarquía del año 20, que había comenzado en el
15 pero que nuestro hombre pudo aplazar varios años para que se cumpliera la
epopeya de San Martín.
Sin fuerzas ni amigos, Pueyrredón se exilió para
volver en 1821. Ya casi no actuaría en política, pero cabe agregar que en todos
los puestos que le tocó servir demostró ser un notable estadista y un
administrador progresista, especialmente en las áreas de economía y educación.
Muchas de las iniciativas de su gobierno fueron luego concretadas por el
gobierno de Rivadavia. Y si bien fracasó en su política interna para dominar a
los gobernadores y fue criticado por su actuación en la cuestión de la Banda
Oriental, ello se debió a que priorizó siempre la lucha por la independencia.
Por eso tuvo tantos enemigos, por eso moriría en el ostracismo, por eso fue
durante mucho tiempo uno de grandes olvidados de nuestra historia.
Como militar, volvió para colaborar en tiempos de
crisis: durante la guerra con el Brasil formó parte del Consejo Militar, y
durante la revolución de Lavalle de 1829, fue miembro de la Plana Mayor del
Ejército.
En ese último año se retiró definitivamente de la
actividad pública, estableciéndose en Santa
Calixta, una quinta en pleno Retiro, de unas dos cuadras largas de cresta y
barranca, entre Libertad y Cerrito. La casa se ubicaba donde hoy se levanta el
Jockey Club.
Camino
al olvido
A pesar de haber sido buen amigo de la familia
Rosas, allá por 1835, cuando se iniciaba el segundo gobierno de don Juan Manuel,
se alejó del país temiendo una persecución. Viajó a Francia con su mujer y su
hijo Prilidiano, nacido en 1823, y residió allí algunos años. Luego, volviendo
a América, vivió un tiempo en Río de Janeiro, ciudad a la que nunca pudo
adaptarse. Regresó a Francia en 1844 para que Prilidiano siguiera estudios de
arte e iniciara la carrera de arquitectura.
Dicen que durante cinco años vivió en la misma
calle que San Martín, pero que raramente se veían. ¡Cosas de las hermandades!
Finalmente, ya enfermo, volvió a Buenos Aires a
fines de 1849, para retirarse a la vieja quinta familiar de San Isidro, bien
alejado del centro.
Murió en silencio el 13 de marzo de 1850, cinco
meses antes que San Martín.
Su biografía está jalonada de hechos heroicos, de
derrotas, de renunciamientos y de sacrificios por la patria. Alguna vez dijo: “Yo no quiero vida sin la vida de mi patria,
y viviré con ella o moriré por darle vida”.
y así vivió, dejando todo de lado para servirla.
Alto, de facciones armoniosas y carácter jovial,
Groussac supo definirlo como “hermoso
ejemplar de la burguesía porteña, valiente, ponderado, tan elegante en lo moral
como en lo físico, caballero por todos cuatro costados”.
Hanon, Maxine, Ocasos (inédito). He omitido las citas y bibliografía que pueden encontrarse en Hanon, Maxine, Buenos
Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta, Buenos Aires 2000; Raffo de la
Reta, J. C.,
Historia de Juan Martín de Pueyrredón, Espasa Calpe, 1948; Cutolo, Vicente, Nuevo Diccionario
Biográfico Argentino, Editorial Elche, Buenos Aires.
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