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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


CASARES
ALBERTO CASARES
Suipacha 521 - (1008) - Buenos Aires
Sr. Alberto Casares
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FERNÁNDEZ BLANCO
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1018.

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domingo, 22 de septiembre de 2013

Presentación de “Eduardo Wilde. Una historia argentina” por el Dr. Carlos Páez de la Torre




Me atrevo a decir que la personalidad de historiadora de la doctora Maxine Hanon es bastante poco común. Es una abogada que ha ejercido su profesión con éxito y con entusiasmo, desde que se graduó en Buenos Aires. Ha sido asociada de uno de los estudios prestigiosos de nuestro foro, y fue también asesora jurídica de una de las importantes empresas argentinas de seguros.
Pero al mismo tiempo que la abogacía la obligaba a consumir códigos, a buscar jurisprudencias y a batallar en  los tribunales, fue despuntando en la doctora Hanon -como producto decantado de esas buenas lecturas a las que era devota desde la niñez- una nítida vocación de investigadora de la historia argentina.
Procedió a darle salida. Se abrió paso en la disciplina sola y sin más recursos intelectuales que su despierta inteligencia, su amplia cultura y su impar olfato de investigadora: lo que no es poco.
Su primer libro, “El pequeño cementerio protestante de la calle del Socorro”, ya revelaba la solidez de su trabajo de historiadora. Vinieron luego los dos que no vacilo en calificar de fundamentales en la temática que abarcan. El “Diccionario de británicos en Buenos Aires”, es un monumental tomo de casi novecientas páginas, con más de cuatro mil reseñas biográficas (rigurosamente investigadas en las fuentes) de ingleses que llegaron al Plata antes de 1852, más un centenar de noticias sobre buques, instituciones y festividades británicas porteñas. Nadie que estudie tales asuntos puede dejar de consultar con enorme provecho este tomo.
El otro libro, “Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)” es, según Arnaldo Cunietti Ferrando “un verdadero fresco de la vida cotidiana porteña desde el siglo XVI hasta finales del XIX”. Un verdadero “clásico del relato histórico de la ciudad de Buenos Aires, “por sus agudas observaciones y conclusiones, la amenidad en el tratamiento de los diversos temas y, sobre todo, por la documentación que lo acompaña, fruto de una infatigable y apasionante investigación histórica”.
Además, entregó al público los amenos y originales trabajos editados en “Todo es Historia” en “Historias de la Ciudad” y en “Cuadernos de Numismática y Ciencias Históricas”, que le dieron justificado prestigio.
Los solos títulos ya despiertan ganas de leerlos, y por eso los enumero: “Doña Clara, inglesa brava”, “Las lavanderas, morenas y federales”, “John Whitaker, un inglés socialista en tiempos de Rosas”, “De relojes, gafas y daguerrotipos: la familia Helsby en Buenos Aires”, “De Londres a Buenos Aires: la vida ejemplar de Santiago Wilde”, “El hotel de Faunch: un cinco estrellas de 1825”, “Los Basurco y Herrera, primitivos dueños de la Recoleta, San Telmo y otras tierras de extramuros”.
Hay más: “Woodbine Parish y el tratado angloargentino de 1825”, “El combate de Retiro en las invasiones inglesas”, “Un francotirador en el convento de la Recoleta: el temible padre Castañeda”, “La escuela inglesa de la señora Hyne”, “La quinta de Altolaguirre, orígenes de la avenida Alvear” y “Había una vez una plaza Fernando VII”.
Y ahora, redobla victoriosamente su apuesta de historiadora, con el formidable libro en dos tomos cuya aparición nos congrega esta tarde: “Eduardo Wilde. Una historia argentina”.
Es simbólico que la obra se presente en este recinto tan cargado de historia. Este fue el escenario de las grandes batallas de Wilde como diputado nacional y como ministro de la República en dos oportunidades.
Es una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.
Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hiló las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.
Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que para Mario Vargas Llosa se forma con “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.
Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.
Los títulos son escuetos y marcan la cronología: “Don Diego”, “Faustino”, “Eduardo”, “El justiciero”, “El campeón liberal”, “Wilde”, “El viajero”, “El viejo Wilde” y finalmente un “Epílogo”.
No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.
Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844) y con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.
Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, cuenta al pie de sus páginas con una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas.
Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los fondos del Archivo General de la Nación, en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.
El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de perspicaz e independiente investigadora que caracteriza a quien lo firma.
El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle a ese lector el gran favor de transcribir el texto citado, en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que él se entere allí mismo de lo que hablamos.
Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un  grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.
Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por su país, latían en el corazón de este gran argentino.
Maxine Hanon es abogada, dije, y los años en la profesión le sirven también para estructurar ordenadamente la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, sus pequeñeces, sus tristezas y sus oscuridades.
Se abre paso así en cuestiones espinosas como los dos matrimonios de Wilde, ámbito acerca del cual el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.
En su famoso prólogo a “Mendoza y Garay”, Paul Groussac afirmó que en la disciplina histórica, “junto a la cultura general y al acopio erudito, existe un arte de historiar”. Es el que cada historiador usa para aplicar, “ora al desarrollo del asunto, ora a cada problema particular, sus dotes de inteligencia, discernimiento crítico y sagacidad. Fuera del talento supremo de expresión, que a tan pocos concede la avara naturaleza”.
Así, la verdad, buscada y acaso encontrada en los documentos, tras un laborioso deducir e inferir, “se integra en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle solo línea y color, cuando en realidad le infunde vida e potencia y en acto”.
Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su “Eduardo Wilde”, y con verdadera maestría, eso que el maestro denominó “arte de historiar”.
Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que demanda cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que edifica la base de cada argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o solemne.
Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.
Su libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para el lector: prosa rica y cautivadora, que solo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.
Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos tan profundamente cimentados en la pesquisa documental, Maxine Hanon se permite, de pronto, insertar líneas de ficción, perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad.
El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra, y considero todo un honor que su autora me haya encargado presentarla ante ustedes. Recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite continuado para quienes quieran internarse -luces y sombras inclusas- en la época en que se formó la Argentina moderna.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Presentación Wilde, una historia argentina... en el recinto del antiguo Congreso de la Nación.


Buenas tardes a todos y gracias por venir.
En primer lugar, agradezco a la Academia Nacional de la Historia, a su presidente, Miguel Ángel De Marco, a Carlos Páez de la Torre y a todos sus miembros, por haberme permitido presentar este libro en este lugar. Este recinto tiene un valor muy especial para mí: aquí sucedió buena parte de lo que cuento en el libro.

Muchos me han preguntado si Wilde “da” para un libro de 1000 y pico de páginas.
Para responder a la pregunta, si me permiten, voy a empezar por contar  una historia personal.
La primera vez que leí algo de Wilde, fue a los 17 años. Era Tini, la historia de la agonía de aquel chiquito que murió de crup. Tanto me debe haber impresionado que recuerdo que copié el párrafo final del cuento y lo pegué sobre mi mesa de luz. Poco después, mientras estudiaba la vida de Roca en la Biblioteca del Maestro, supe que ese escritor delicado había sido ministro de Roca, y cayó en mis manos un tomo de sus obras completas: Cartas de Presidentes. Siempre me ha gustado la letra chica de la Historia, y ese libro era una fiesta de letra chica. Luego leí Aguas Abajo, sus memorias de infancia. El libro es tan íntimo que me hice amiga de Wilde. Leía y conversaba con el autor. Ahí está todo su humor, ternura e inteligencia, sus tres características esenciales.
Empecé a buscar sus obras completas, tarea dificilísima que me llevó años. Agradezco el sótano de la librería de Fernández Blanco porque allí encontré buena parte de los 19 tomos. En esos tomos, y luego en otros libros y prólogos que hablaban de Wilde, fui descubriendo a un estadista y a la vez un hombre profundamente amargado. ¿Qué pasó, me preguntaba, para que este personaje que a mí me parecía tan agradable llegara a ser tan odiado? ¿Por qué todo ese rechazo que cuenta Florencio Escardó en uno de los pocos libros dedicados a Wilde?
“Dicen que no faltaron indignidades en su vivir; bástenos que no haya ninguna en sus libros., escribe Borges en su precioso epílogo de Páginas Muertas, una selección de cuentos de Wilde.
Me propuse descubrir esas indignidades u originalidades, según las calificaban otros, y escribir una biografía que continuara su autobiográfica Aguas Abajo.
En Cartas de Presidentes, leí en la introducción que su viuda había donado todas sus cartas de distintos presidentes –desde Mitre a Roque Sáenz Peña- a la Biblioteca Nacional, pero seleccionando las que podían publicarse. Pensé que en las cartas no publicadas encontraría los secretos que buscaba.
No encontré las “Cartas de Presidentes” en la vieja Biblioteca de la calle México ni en la nueva, pero, después de mucho averiguar, me dijeron que ese tipo de documentación había pasado hacía muchos años al Archivo General de la Nación. Así llegué por primera vez al Archivo. No encontré lo que buscaba, pero buscando en el fichero de sucesiones la W de Wilde me encontré con la W de un tatarabuelo mío del que poco sabía, salvo que había vivido en una extensa quinta de la Recoleta. Dejé a Wilde de lado y me calcé los zapatos de mi tatarabuelo inglés para recorrer otros caminos del pasado porteño: cementerios, quintas y británicos. Pasaron los años, terminé mi Diccionario de Británicos y estaba ya escribiendo una biografía de otro inglés –el fundador del British Packet-, cuando Wilde volvió para reclamarme lo que le debía.

Wilde no creía en las biografías. Decía que Todas son falsas porque contienen no el retrato del biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo.
Además, le molestaban los panegíricos, con héroes de puro bronce. Cuando murió Mitre, por ejemplo, al comentar su apoteósico funeral, le decía a un amigo desde el exilio: "¿Por qué nadie ha hablado de los errores del general durante su tiempo de gobernante o de opositor?/ Los radicales, por ejemplo, habrían podido mencionar en sus discursos las revoluciones en que tomó parte Mitre, llamándolas reivindicaciones de los derechos del pueblo, etcétera, etcétera –los militares de los contrastes en el Paraguay, de La Verde y de campañas desgraciadas –y eso, que estaba seguramente en la memoria de todos los que asistían a la apoteosis, ha parecido intencionalmente apartado, dejando creer que los panegiristas pensaban que las faltas eran muy graves y no debían ser mencionadas, por no echar sombras sobre el escenario; cuando, al contrario, mencionarlas habría sido necesario para dar al ensalzado formas humanas…”.
Vale la pena leer su discurso en los funerales de Sarmiento, en 1888, para sentir esas formas humanas. Mientras los discursos de los demás mostraban a un Sarmiento inmaculado, Wilde combinó virtudes y defectos. Por allí dice:
"Su ambición fue el orden, su fantasma, la anarquía, y su intensa preocupación, librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad ni perdón".
Y más adelante:
"Como los hombres eminentes de la Prusia, comprendió que la educación del pueblo era la palabra poderosa de su engrandecimiento, y, único maestro que no fue jamás discípulo, hizo de la escuela el elemento primordial del orden público y la base inconmovible de la regeneración social.
No acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber: le consagró lo mejor de sus horas, y consiguió amalgamar la esencia de su ser con los procesos de la educación primaria.
No fue disciplinado ni metódico en su trabajo por el bien del Estado; pero sus actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables beneficios. (…) no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática que no tenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía.
Poseído de sí mismo, tuvo tan grande aprecio por sus (propias) dotes, que fuera atrevimiento ante sus ojos desconocerlo o moderarlo. Hombre de estado, con sedimento propio, no aprendía: enseñaba".
Y más adelante:
"En la ruda polémica, sus frases despiadadas, a manera de moles de granito movidas por titanes, caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e inocentes, en tanto que él como una esfinge recibía los proyectiles lanzados a su cabeza, sin que jamás le hirieran".
Cuando murió otro amigo, Aristóbulo del Valle, un diario le pidió un estudio de su personalidad. Wilde comenzó a esbozarlo, pero no lo terminó ni lo publicó, por temor a ser malinterpretado. En la introducción de aquel estudio, decía, justamente:
"Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestros juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación..."

A pesar de la opinión de Wilde, me propuse escribir una biografía, pero me fui encontrando con muchas dificultades. Su actuación en los más variados campos, todos interesantes y algunos inexplorados, me obligaban a extenderme más de la cuenta: los destinos de los emigrados de la época de Rosas, la historia del Colegio del Uruguay, los detalles del periodismo combativo de la segunda mitad del siglo XIX, la vida política y social de los estudiantes, las grandes epidemias que castigaron a Buenos Aires, las luchas religiosas y las conquistas liberales, la historia de la educación, la transformación de Buenos Aires, etcétera, etcétera.
Entonces decidí acompañar a Wilde por los caminos que él recorrió, convirtiendo mi biografía en una suerte de historia socio-política de parte del siglo XIX. Una historia por momentos amable y, por momentos, tremendamente densa, contradictoria y angustiante, como es en verdad la historia argentina.
Como el personaje fue un magnífico observador de la realidad y sus detalles, la tarea se me hizo apasionante y el libro salió demasiado largo…
Volviendo a las indignidades u originalidades, descubrí finalmente en el Archivo las famosas cartas entregadas a la  Biblioteca, pero no encontré nada jugoso.
La sicología de Wilde, que fue analizada por varios de sus contemporáneos, no era fácil. Era riquísima en matices y, en apariencia, tremendamente contradictoria. Él solía decir, de sí mismo, que su corazón era "tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos".
Cierta vez, siendo un muchacho de 20 años, en los bravos tiempos de la presidencia de Mitre, alguien le dijo que era un veleta porque variaba de idea política. Y contestó:
"… yo acepto la clasificación porque en efecto soy una veleta que gira sobre el punto fijo del bien, obedeciendo a una orden superior. Los vientos de la pasión me señalan direcciones opuestas, pero como la veleta de los edificios, si dejo de marcar uno, vuelvo al punto de partida cuando la fuerza de su voluntad me lo exige.
Si los vientos no existieran, la veleta no tendría razón de ser, como no la tendría el corazón sin pasiones".
Y más adelante:
"Ay! del hombre cuyas ideas estuvieran siempre fijas en un solo punto!
(…). Es tan fastidioso encontrar a un hombre preocupado de una sola cosa, como un pueblo refrescado por un solo viento. (…) ¡Salud a la variedad de la veleta, que es la vida del hombre!”.

La cuestión era entonces encontrar cuál era ese punto fijo del bien para Wilde. Después de leer las miles de páginas que escribió, de escucharlo en este recinto, y de desprenderme de mis propios prejuicios, fui encontrando el eje de su veleta, que nada tenía de indigno.
Fue, eso sí, la personalidad más controvertida y maltratada de su tiempo. Tal vez porque en su lucha contra los fanatismos uso y abusó de dos armas que unidas son letales: el humor y la inteligencia. O tal vez porque cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política.
Además, su personalidad –y su humor– eran muy difíciles de comprender para sus contemporáneos, algunos de los cuales lo consideraban un veleta en el sentido más peyorativo de la palabra. Para otros –los más conservadores– era simplemente el Diablo, ateo e incrédulo, que había venido a la política para destruir a la Iglesia. Y él, por supuesto, los alimentaba riéndose de todo lo convencional, desde el Himno Nacional hasta los diez mandamientos.
Así, por ejemplo, en un libro de viajes soltaba párrafos como éste:
“Yo soy envidioso, naturalmente; la envidia es la más racional de las altas cualidades que un hombre puede tener. Si en lugar de prohibirla en el Decálogo la hubieran puesto entre las virtudes teologales, esa elevada pasión no sería tan perjudicada en sus derechos: ‘No codiciar los bienes ajenos’, ‘no desear la mujer de su prójimo’. Esto es prohibir precisamente lo más natural y lo más racional. ¿Querrá acaso el Decálogo que uno codicie los males ajenos o que desee la mujer propia que, según nuestra santa madre Iglesia, debe estar siempre a la mano?”
En otro viaje contaba que al entrar a Irlanda le habían revisado las valijas y le exigían dejar el revólver que llevaba. Explicó, sin suerte, que era un regalo de un amigo querido, que lo había llevado por todo el mundo. Finalmente, ya harto, dijo algo así como –Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico! Ante ese argumento, el oficial le devolvió el revólver.
Este tipo de comentarios humorísticos, que corrían de boca en boca, frecuentemente adornados y debidamente aumentados, más los que directamente se inventaron, fueron creando una leyenda negra que ocultó los rasgos más importantes de su personalidad y de su obra: la política, la literaria y la científica.
Aníbal Ponce, comentando los tiempos de sus luchas por la ley de enseñanza laica, decía: “Una atmósfera diabólica lo rodeo desde entonces. Llegaron a contarse cosas horribles de aquel hombre hermoso y rubio como una pintura de Ticiano, y se llegó a ver la perversa sabiduría de la serpiente en sus límpidos ojos de largas pestañas”.
Murió en Europa, desterrado y amargado. La muerte, que suele calmar enconos, no lo salvó del olvido: no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, ni una plaza, ni una escuela ni un hospital. Negamos que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona. Los muros de su bóveda en Recoleta no tienen una sola placa de bronce que muestre algún homenaje, de esos que sus vecinos de tumba –con muchos menos méritos- lucen de a montones. La semana pasada se cumplió el centenario de su muerte. No hubo una sola mención periodística que lo recordara.
Varias personas, al enterarse que escribía este libro, han comentado: “¡Ah, Wilde, el marido de Guillermina, la amante de Roca!”. El summum del desprecio.

Buena parte de lo que cuento en estas mil páginas tiene por escenario este recinto. Por aquí pasó todo. Aquí, podríamos decir, se plantaron las bases de la Argentina republicana.
Cuando leía, en el Archivo General de la Nación, los diarios de sesiones de la Cámara de Diputados y del Senado, de las décadas del 70 y del 80 del siglo XIX, y las crónicas parlamentarias, olvidaba el tiempo y el espacio para escaparme mentalmente a este lugar. Oía desde esa barra el eco de las voces de los grandes oradores. Veía, en la media luz, la poderosa figura de Sarmiento levantando en alto sus manos llenas de ira y verdades. Me deleitaba con la discusión apasionada de ideas; me enojaba con la politiquería que entonces, como ahora, ensuciaba las grandes batallas.
He acompañado a Eduardo Wilde, para verlo actuar desde su banca de diputado, o desde la de ministro, porque los ministros como él pasaban mucho tiempo en el Congreso, defendiendo proyectos propios o ajenos.
Lo he seguido en aquellos interminables debates por la ley de enseñanza laica, las obras de salubridad o la ley de matrimonio civil. No fue un gran orador en el sentido clásico de la palabra, pero su voz finita, silabeante, era más eficaz que la de cualquiera de sus contendientes. No había poesía en sus discursos, sino prosa bien estudiada, bien elaborada y claramente expuesta. Cuando le tocaba debatir, lo hacía como el buen esgrimista que era. Un cronista que presenció uno de sus famosos debates (que no era otro que Pedro B. Palacio, el futuro Almafuerte) decía: Sereno y plácido, sin ir al terreno que no le convenía pisar, traía al enemigo al terreno donde él era fuerte, desde donde dominaba la situación, para anonadarlo allí con toda la lógica de su argumentación sólida y bien nutrida".

Para terminar, una anécdota sobre este recinto y la situación calamitosa de los edificios  de administración pública en estos años fundacionales.
En una sesión del Senado, en 1887, Aristóbulo del Valle criticaba el proyecto de construir un nuevo Congreso.
Wilde, al contestarle, le pregunta: "¿Qué diría el señor senador y toda la Cámara, si un extranjero viniera a la barra de este congreso en el día que hay gran concurrencia de diputados, (…), y viera que después de haberse asomado un señor diputado buscando por todos lados donde tomar asiento, se diese vuelta y se retirase a las antesalas por no encontrar sitio, y que recién cuando trae el sirviente una silla encontrara colocación para sentarse a legislar. ¿Qué diría ese extranjero de un país que no tiene un recinto donde quepan sus legisladores?"
Del Valle le responde: "Diría, (…) lo que dice el extranjero que entra a la sala de los comunes de Inglaterra, donde no caben la mitad de sus miembros: “En este recinto tan estrecho, en este recinto incómodo, se ha asegurado y se ha salvado la libertad de un pueblo”. No estaríamos en peores condiciones que los comunes de Inglaterra. (…)"
Wilde le replica: "Es muy bueno tener algún punto de contacto con los ingleses, pero en esto de no tener asiento, no es muy agradable parecerse. (…) Yo desearía por el contrario, que tuviéramos un gran palacio, tribunas elegantes, un edificio magnífico, para ir allí a oír la voz potente y siempre elocuente del señor senador Del Valle, porque es cierto que desde las alturas se difunden mejor los principios, allí producen más efectos las grandes teorías y los grandes preceptos, que hablando desde un asiento aplastado, y teniendo que hablar hacia arriba.
No tenemos, pues, una casa para el Congreso; las comisiones se hielan en cuartos redondos; es imposible asistir y permanecer en ellos tres o cuatro horas. No hay en todo el Congreso comodidad alguna para nadie. (…) Lo sabe todo el país, no hay casa para el congreso; no hay casa para el gobierno nacional; (…) el ministerio de instrucción pública está en una casa alquilada; el de relaciones exteriores está también en una casa alquilada; el ministerio de hacienda apenas tiene donde desenvolverse con sus numerosos empleados; la Corte Suprema ocupa una casa alquilada, encima de unos almacenes; el correo está en otra casa alquilada; las comisarías todas están en casas alquiladas; las escuelas recién acaban de salir de casas alquiladas (…). Los juzgados de paz están en casas alquiladas; las oficinas de rentas en casas alquiladas. ¡Milagro es que no alquilemos cementerios y aduanas! Este será un estado muy agradable para hacer poesía, pero no es un estado civilizado”.
Le tocó a Wilde, como ministro a cargo de obras públicas, iniciar los proyectos de construcción del Palacio del Congreso y del Palacio de Justicia.

En fin, si tuviera que definir este libro, diría que es la historia de un hombre brillante en un país bello y abundante, donde todo estaba por hacerse. El hombre fue derrotado por los fanatismos y el país sigue a los tropezones…

Finalmente, quiero agradecer a todos los que me ayudaron en la investigación. Y agradecer particularmente a algunas personas: A Tomás Vallee por darme el tono de una época; a Lucila González Urquiza y Roxie Hanon por acompañarme a Bolivia a buscar la infancia de Wilde; a Guillermo San Román y señora por prestarme un rincón en La Cumbre para escribir; a Nacho Allende y señora por su entusiasmo contagioso; a Carlos Páez de la Torre, por su invalorable apoyo, y a Néstor Barreiro por todo, pero, especialmente, por su paciencia.

Muchas gracias.

martes, 3 de septiembre de 2013

Centenario de Wilde


Hace 100 años, el 4 de septiembre de 1913 moría en Bruselas Eduardo Wilde. El centenario pasará sin pena ni gloria, como sin pena ni gloria anda pasando tanto aniversario en estos tiempos de olvido.
Quizá la Literatura Argentina lo recuerde como lo ha recordado siempre: uno de los buenos escritores fragmentarios de la Generación del 80. La Historia lo ubicará allá en el fondo, en tercera fila, como aquel ministro de Roca, al que le tocó firmar la ley 1420. Con suerte, porque alguno denunciará que también fue ministro de Juárez Celman, y entonces corrupto. El relato lo señalará como integrante de los gobiernos conservadores, oligarcas, dueños de las estancias y el fraude electoral. La Medicina lo mencionará como el autor de El Hipo.
La Leyenda, lo más importante, contará que fue aquel marido de Guillermina, la “amante” de Roca.
¡Qué injusta es nuestra Memoria!
Sin embargo, Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras intelectuales más importantes de la célebre década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica, la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, y de la higiene y salubridad de la ciudad de Buenos Aires.
¿Por qué no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, o una plaza, o una escuela o un hospital? ¿Por qué se niega que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona?
Tal vez porque, en sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor. Cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política. O tal vez porque nuestros próceres deben ser de bronce y Wilde solía decir, de sí mismo, que su corazón era tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos.
Lo cierto es que dejó huella en todos los campos en que actuó. Quien busque encontrará su impronta en aquella famosa ley 1420 de enseñanza laica, gratuita y obligatoria, en la Ley Universitaria, el Registro Civil y el Matrimonio Civil, en la organización de nuestro sistema de enseñanza secundaria, en la organización de los tribunales y la sistematización de nuestras leyes básicas, en la Biblioteca Nacional, en el Hospital de Clínicas, en el Hospital Rivadavia, en el sistema de obras sanitarias, en el Parque de Palermo, etc., etc.
En cuanto a su literatura, dos opiniones calificadas:
Sarmiento celebró la aparición de su primer libro –Tiempo Perdido– diciendo: “Wilde ha venido a salvar el país de la monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires, no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde, cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es ‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la tierra para los hombres...”.
Borges calificó a La Lluvia (1880), Alma Callejera (1882) y La Primera Noche en el Cementerio (1888) –incluidas en Prometeo & Cía.– como “generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.

La Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo científico”.

martes, 11 de octubre de 2011

¿Muere la Argentina?

El diario de hoy:
Los inmigrantes chinos mandan a sus hijos a formarse en China con sus abuelos; peor, los mandan a criarse en China, a hacer su Escuela Primaria en China.
¡Adiós sueños de la Generación del 80!

El candidato de izquierda Jorge Altamira dice: "Las instituciones políticas están pintadas" en Argentina.
¡Adiós sueños de Alberdi!

Si no hay instituciones republicanas ni inmigración que se eduque en Argentina, toda una idea de Nación se desmorona.
¿Qué vendrá?

sábado, 9 de julio de 2011

Día de la Patria

Celebro tu Día, querida Argentina perdida, estés donde estés.
Creo que tu espíritu todavía ronda por los pequeños pueblos laboriosos, por la inmensidad de las pampas, por las soledades del Sur, por las quebradas jujeñas, por mi Rama Caída, en fin, por esos lugares donde el silencio y el mate o el vino limpia y cura, donde no se oyen los gritos estridentes, vacíos, frívolos de las ciudades.
Vuelve Argentina, te extraño!

martes, 5 de julio de 2011

¡DESPIERTA ARGENTINA!

¡DESPIERTA ARGENTINA!
Mientras dormís tu territorio devastado se revuelca en la indecencia: monarquía absolutista, hipocresía, corrupción, embrutecimiento, modelo y relato.
¡SACÚDETE ARGENTINA!

domingo, 22 de mayo de 2011

¡Qué patético!

El sábado 21 de mayo, en el acto en el que se oficializó la fórmula Filmus-Tomada, que la presidenta eligió a dedo la noche anterior (¿no habrán tenido algo de vergüenza esos tres hombres grandes que fueron a Olivos a escuchar el veredicto?) como fórmula para el gobierno porteño, se produjo el siguiente incidente:
Una persona del público le gritó a la jefa de Estado "sos una reina". Ella inmediatamente replicó: "No hablemos de reina, porque mañana me sacan un titular que aspiro a una monarquía. No. Bien democrático, bien democrático", todo entre risas.

domingo, 1 de mayo de 2011

Adiós Sabato

Ha muerto Ernesto Sabato, el último de nuestros grandes escritores-pensadores. Tenía casi 100 años. El hecho de que no haya surgido ningún otro en por lo menos nueve generaciones, es una muestra cabal de nuestra tremenda decadencia.
¡Qué oscura está la Argentina!

jueves, 21 de abril de 2011

Grande, Vargas Llosa!

"Nazis, fascistas, comunistas, caudillos militares o civiles enceguecidos por los dueños de las verdades absolutas han tratado de domesticar el espíritu crítico que ha sido siempre el motor del cambio. Por fortuna siempre han fracasado, pero dejando en el camino miríadas de víctimas''

martes, 19 de abril de 2011

Democracia y populismo

"La democracia es una forma de gobierno con muchas promesas que uno puede afrontar con cierto escepticismo pero sabiendo que es el mejor sistema hasta aquí inventado… A veces la democracia es reemplazada por el populismo, que es una degradación destinada a los ignorantes, como esas marcas de café y té que falsifican el producto para hacerlo más barato. El populismo es la democracia rebajada de precio". Fernando Savater, en La Gaceta de Tucumán

miércoles, 30 de marzo de 2011

Desesperanza

Avellaneda decía que los pueblos que no conocen su pasado no tienen conciencia de su futuro. De un tiempo a esta parte nos han construido un relato político de nuestro pasado, de todo el pasado, que bloquea nuestra visión hacia el futuro.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Educación y democracia, por Onésimo Leguizamón, en el debate de la ley 1420, 1883.

Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!

martes, 15 de febrero de 2011

Feliz cumpleaños, Sarmiento!

En homenaje al genial sanjuanino, aquí va un estudio sicológico que hizo Wilde en 1900

Veo que le han hecho una fiesta espléndida a la estatua de Sarmiento. Desgraciadamente el original no sabrá nada de eso, habiéndose ido de este mundo cargado solamente con los denuestos, injurias y demás lindezas de sus detractores de treinta años. Todas las biografías son falsas porque contienen no el retrato del biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo. Generalmente son demasiado elogiosas y pasan por sobre los vicios y defectos sin mirarlos o atenuarlos, porque los autores no tienen por punto de mira el bien del sujeto en cuestión, sino su propia reputación literaria o de historiador (…). Así, todo cuanto dicen ahora de Sarmiento peca de inexacto en falla o en exceso; inclusive el siguiente juicio:
Sarmiento no era propiamente un hombre de Estado, aun cuando tenía muchas de las cualidades necesarias para serlo. Era irregular e inestable en muchas de sus doctrinas; sus conocimientos no estaban sujetos a método alguno y su instrucción parcial y a vetas, con estrecheces y expansiones no siempre explicables, adolecían de las deficiencias propias de la falta de disciplina universitaria. Sus pasiones bien acentuadas, como que se habían criado sueltas en las épocas de revolución, de odios y persecuciones, enfermaban a veces su juicio, y como éste correspondía a un cerebro poderoso que tenía dotaciones de genio, sus alejamientos de la verdad normal marcaban más bien saltos que pasos. Su alma se asemejaba a un bosque de zona tórrida en el que no faltaran, a pesar de las leyes de la vegetación que excluyen los exotismos, plantas cultivadas de otros climas; y todo esto era abundante, vigoroso, semiconfuso pero fecundo, potente y fertilizador.
Sarmiento no nació para ser entendido, sino sentido. Era un grito, no una palabra. Por eso pudo hacer lo que no fluía netamente de su estructura: enseñar métodos de educación siendo el ser más antimetódico que haya existido, precisamente por cuanto su talento tenía vetas de genio y los genios no obedecen a los reglamentos.
El enseñaba hasta lo que no sabía porque lo evocaba y hacía nacer en su auditorio con su gesto, con una interjección.
Propiamente las masas de ideas que poblaban la cabeza de Sarmiento no podían llamarse conocimientos, sabidurías; él no sabía nada, porque nada había aprendido; él había producido por sí mismo su dotación de nociones, casi en la totalidad de su extensión, y procedía como los astros luminosos que no saben nada de la luz, pero la generan, la gestan –dispense el verbo-, y la derraman a torrentes sobre los orbes.
Había en sus modos de discurrir algo del procedimiento de los preparadores de museos para con los huesos incompletos cuyos agujeros y fallas llenan con yeso, dando a la parte añadida contornos probables en el hueso natural, pero de pura suposición cuando faltan los modelos.
Así se manejaba Sarmiento ante las deficiencias de su información; su alta inteligencia llenaba los claros por intuición, por deducción, por analogía, por inducción, por ampliación, por invención, finalmente.
A veces le ocurría inventar el hueso entero para completar el esqueleto y el hueso resultaba ser de otro animal; o le solía salir largo, torcido, contrahecho, exagerado en un sentido o en otro, y la exageración, como se sabe, es uno de los casos de la mentira. Sarmiento, por esta razón, y una vez puesto en la corriente, mentía, pues, cuando venía a mano, en sus citas y en sus afirmaciones; y al recordar esto no ofendo al eminente amplificador, por haber dicho él mismo, en alguna parte, que los Sarmiento tenían fama de embusteros. Por lo demás, casi todos los oradores de su tiempo participaban de esta socorrida ventaja. (…)
La verdad es que al oír discurrir a Sarmiento, con aquella su abundancia de ideas, con el vivo colorido de sus frases, con la firmeza de sus periodos, con la proliferación y tropical frondosidad del mundo de sus doctrinas y principios, nadie sospechaba la deficiencia de sus datos y las fallas de sus estudios y lecturas.
Hablando, parecía maestro en todo: en ciencia, en arte; en todas las ciencias y en todas las artes, hasta en las novísimas manifestaciones de la política, la economía y la ciencia social.
No obstante, un diagnosticador de los procesos cerebrales en la formación de las ideas, juzgando fríamente, habría encontrado que parte del bagaje capitalizado era el producto de una singular y constitucional autogestación, y por eso también, en el conjunto, habría notado enormes vacíos, pues en los conocimientos del hombre, las lagunas no alcanzan a llenarse sino por concurso de pensadores por maduración de las ideas a través de generaciones.
Una fórmula puede ser entrevista por el genio que salta sobre los detalles y los antecedentes racionales, sin verlos ni sospecharlos
La educación, o más bien la instrucción primaria, le debe mucho, pero no se lo debe todo, como algunos pretenden. Le deberá tal vez lo principal y le debe, sobre todo, esto, para lo cual se necesitaba coraje y condiciones excepcionales: ¡el haberla puesto de moda! (…)
¿Por qué Avellaneda, habiendo sido un hombre de estado tan eficiente y tan notable, no tiene ahora, ya, también, su estatua a la par de este don Faustino, como él le llamaba, cuando se las había con alguna de las genialidades de su presidente?
Por causas naturales; porque la tierra necesita preparación y tiempo para dejar brotar ciertas plantas.
Porque se siente antes los efectos de una tormenta que los de una lluvia fina y continua.
Sarmiento llenaba la atmósfera de rayos, relámpagos y truenos. Avellaneda envolvía la tierra en que pisaba en una nube; la empapaba, la penetraba, la abrigaba y la fecundaba. Su trabajo era lento y por lo tanto menos perceptible. Pero ¿quién podía dejar de oír a Sarmiento? El sello más indeleble de su persona síquica era “la imposibilidad de pasar desapercibido”.
Donde él estaba había conflicto, gresca, pelea, batalla, terminando todo ello, en la mayoría de los casos, por un beneficio positivo para su país, por el establecimiento de una doctrina favorable, de una conquista en el camino de la civilización. Así, en todas partes, este hombre extraordinario resultaba “educando” por vías incalculadas y siendo él mismo ineducado e ineducable, o sea, para evitar malas interpretaciones, inmoderado e inmodelable.
Su estatura, su cuadratura –diré-; sus maneras, su voz, las acciones de sus manos, los movimientos resueltos de su cabeza, el temblor que esos sacudimientos imprimían a sus mejillas cuando la edad había aflojado la trama de sus carnes; sus facciones, su frente, su nariz chica, desproporcionada; su boca gruesa, expresiva; todo en él expresaba energía, resolución, firmeza. Su cara y la actitud de su cuerpo provocaban, desafiaban y transparentaban el deseo de ser agredido para agredir él a su vez, y era la efigie del atleta que se prepara a la lucha. Había en su mirada por momentos cierta ferocidad y en su aspecto, cuando iba a comenzar un discurso en el Senado, algo de animal antiguo y formidable; parecía que de las razas extinguidas se había levantado un representante antediluviano, y el que oía su oratoria no tenía tendencias a modificar su impresión, al medir las zonas, los espacios, y las épocas históricas que abarcaba, como si expusiera la gestión entera de la raza humana. (…)

martes, 25 de enero de 2011

Sobre la Historia

"Yo confieso que muchas veces he encontrado disculpa para no creer en la historia, y una de las razones que me ha convencido de que los hechos históricos no son verdaderos, es que veo escribir la historia contemporánea o describirla tan diferentemente de cómo yo la veo en sí misma, que dudo de si los hechos que se están refiriendo son relativos a actos propios, o se cuenta alguna historia de algún pueblo extraño y de personajes fantásticos o mitológicos". Eduardo Wilde, 1887




“Toda situación tiene una historia y una leyenda. La historia se encarga de repetir la verdad; la leyenda se encarga de desfigurar la verdad, haciendo aparecer muchas veces pedazos de la historia adornados con invenciones seductoras. Lo que el pueblo conserva es casi siempre la leyenda, porque su espíritu se aficiona más a la ficción que a la realidad” 
Eduardo Wilde, 1887

miércoles, 27 de octubre de 2010

Muerte de Néstor Kirchner

El patrón de esta página, Wilde, le escribió alguna vez a Roca: "Me admiro de que los hombres den importancia a sus actos y crean que mandan, que obedecen, que determinan…! Pobres ilusos, desde los conductores de tramways hasta los reyes."

lunes, 25 de octubre de 2010

El milagro de la amabilidad

Sucedió en una época extraña, como diría Borges.
Buenos Aires estaba cargada de odios, fanatismos ideológicos, intolerancias, egos desmesurados. Una oscura presidente, Cristina Kitchner, lideraba esa corriente de ira, escupiendo a algunos, azuzando a todos; un campechano Tinelli era el rey de una TV gritona e idiota. Era un tiempo de ignorancia, barbarie, decadencia.
Me estoy yendo por las ramas. Lo que quiero contar ocurrió en una mañana de principios de octubre, cuando se iniciaba la primavera porteña, en la avenida Santa Fé. Rush hour, ruidos, frenazos, atropellos, el subte repleto y los colectivos con gente colgada. Ni una pizca de humanidad. Hasta que llegó Él.
Venía con una sonrisa bailándole en la cara, en un 152 que por arte de magia tenía asientos libres.
-Buen día- dije, como suelo decir en mi primera semana, cada vez que vuelvo de Mendoza (después me olvido y paso a ser una más del rebaño enjuto que va y viene por la ciudad).
-Buen día, cómo le va?- respondió Él, descolocándome.
Y buen día, cómo le va?, qué lindo día, no?, dijo con sus variaciones a cada ciudadano que subió al colectivo. Mientras manejaba, cantaba un tanguito a media voz. Sin estridencias, sólo haciendo su trabajo con simple alegría.
Desde mi asiento, ví como cada persona que llegaba con la mirada ausente iba transformándose en instantes: aparecían las sonrisas, el brillo en los ojos, los comentarios, las cadencias, los gracias, desde el frente hasta el fondo del colectivo. Alguno preguntó de dónde había salido, y Él respondió que por aquí pasaba cada día, a la misma hora.
Con el correr de los minutos, ya no había asientos libres, pero tampoco pasajeros incómodos, porque además de saludar y cantar bajito, Él sabía manejar y frenar, y esperar que las personas bajaran o subieran para reiniciar la marcha.
Desde Scalabrini Ortiz hasta la 9 de Julio, tramo de mi viaje, nadie, pero nadie, se bajó sin agradecer al mágico colectivero.
Estoy segura que, al igual que yo, cada uno de los que viajaron en aquel colectivo, siguieron su camino diario con una energía renovada.
Yo me quedé pensando en el milagro de la sencilla amabilidad. Si esto puede generar un humilde colectivero de la línea 152, qué podríamos producir vos, yo, usted, ella, ellos… Uno más uno más uno podríamos desarmar todos los odios.

viernes, 8 de octubre de 2010

¡Qué alegría!

Grande Vargas Llosa, todavía me emociona recordar la emoción que sentí al leer La Tía Julia y el Escribidor, lo que me enseñó Conversación en la Catedral, el placer de los Cuadernos de Don Rigoberto, etc., etc.
Y gracias Vargas Llosa por este reconocimiento en momentos en que la gloria es toda propia: "Me da un poco de vergüenza recibir el premio Nobel que no recibió Borges".

jueves, 7 de octubre de 2010

¿Para reírse o para llorar?

Un diario alemán presenta a Cristina Kirchner como la mujer que maneja “la empresa familiar más grande del mundo: ¡Argentina!”.
¡Ay Patria mía!, diría Belgrano.
Dicen que el pabellón argentino en la feria de Frankfort está forrado de gigantografías con retratos de los Kirchner. Como personalidades destacadas de la cultura argentina se ha elegido al Che Guevara, Evita, Gardel, Maradona, junto con los pobres Cortazar y Borges. Sarmiento sólo figura en una caricatura.
La biblia y el calefón.
Será muy interesante y muy cierto el artículo del diario El País sobre Maradona como metáfora argentina. ¡Pero cómo duele todo esto!
Estaba por llorar hasta que me imaginé la cara de Borges en medio de ese cambalache. Él se lo hubiera tomado con humor y nos habría tirado una de sus magníficas frases. Después de todo, “no son ni buenos ni malos; son incorregibles

No importa, en la Argentina lo que “ha de suceder está escrito y nadie ni nada altera las altas sanciones de la naturaleza”, diría mi amigo Wilde.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Pequeñeces

En 1886 Roca sufrió un atentado en la entrada del Congreso, cuando iba a inaugurar las sesiones. Algunos opositores aprobaron el atentado con su silencio.  Mitre no visitó a Roca ni expresó públicamente su solidaridad, pero unas semanas más tarde le mandó una carta al ministro Eduardo Wilde explicándole las razones de su silencio.
Wilde, al opinar sobre la carta, escribió a Juárez Celman:
"...A mí también me agradó que diera Mitre ese paso. No me agrada ver que los hombres que ha llegado a cierta altura en su país, aunque sean enemigos políticos, caigan en ciertas pequeñeces que los rebajan –prefiero que sean malos a que sean soeces y mezquinos y que tengan una herida y no una mancha. Al fin y al cabo cuando se puede acusar de pequeñeces y miserias a los que han sido todo en un país, hasta populares, parece que se deprimiera el país mismo...".
Reflexión: Las pequeñeces de la presidenta Cristina Fernández y de su marido ex-presidente deprimen y rebajan a la República Argentina en su conjunto

Susto político

Encontré una frase de Miguel Cané que dice así: "Cuando Roca se asusta, no le tiene miedo a nada".
Pareciera que los Kichner se asimilan en algo a Roca.