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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


CASARES
ALBERTO CASARES
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Sr. Alberto Casares
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FERNÁNDEZ BLANCO
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JUNCAL
Talcahuano 1288. Tel.: 4812-6062.

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EL INCUNABLE
Montevideo 1519
Ciudad de Buenos Aires, Bs.As, Argentina
1018.

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miércoles, 4 de febrero de 2015

De vinos, enemigos y personalismos.







Dicen que el vino de YPF (bodega Catena Zapata) es muy rico, pero yo no lo pude disfrutar. Me quedé colgada con la etiqueta: la denominación “El Enemigo”; un error en una frase, y un concepto tan feo como rebuscado
La frase es en inglés –vaya a saber por qué- y dice: “Un single vineyard”.
El concepto, que supuestamente explica el nombre es el siguiente: “Al final del camino sólo recuerdas una batalla, la que libraste contigo mismo, el verdadero enemigo; la que te hizo único”. ¿Qué tal?
No sé qué quisieron transmitir, pero me suena a un acto fallido. Para Cristina Kirchner y sus secuaces todos los que no están con ellos son sus enemigos: el campo, la clase media, los Estados Unidos, Europa, los bonistas, los sindicalistas opositores, los periodistas, los que dejaron de ser sus aliados, yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos.
Lo que yo no sabía era que ellos mismos eran enemigos de ellos mismos. Pero si analizamos los hechos de los últimos días, no es tan absurdo: los dirigentes kirchneristas actúan como enemigos de sí mismos, ansiosos por autodestruirse.

Me acuerdo de una frase de Eduardo Wilde a propósito del gobierno personalista de Miguel Juárez Celman y la situación del país en 1890: “El Presidente, en tal estado del país, era tan poderoso, que sólo él mismo podía destruirse a sí propio. ¡El colmo del personalismo!”

jueves, 29 de enero de 2015

Aristóbulo del Valle, según Wilde.

Aristóbulo del Valle (1845-1896) era esencialmente un hombre noble, además de gran demócrata, destacado jurisconsulto y notable orador.
Hoy se cumple un año más de su muerte y es bueno recordar lo que escribió por aquellas horas su íntimo amigo Wilde, que fue, a la vez, su gran adversario político en tiempos del gobierno de Juárez Celman.
Hay una innumerable cantidad de anécdotas sobre aquella enemistad política, la más leal que he encontrado en la época.
Del Valle y Wilde se habían conocido de muy jóvenes, recién llegados a la ciudad de Buenos Aires, el uno de Dolores, el otro de Entre Ríos. Los unía la condición de muchachos rebeldes y pobres, que debían trabajar de cronistas para vestirse, comer, pagarse un techo y costearse el ingreso a la universidad. Por un tiempo vivieron juntos, en alguna casa conventillo del sur. Se recibieron más o menos al mismo tiempo, el uno de abogado, el otro de médico (ya ambos eran destacados periodistas), y juntos comenzaron a militar en el partido de Adolfo Alsina que luego –unido a los partidos provinciales- se convirtió en el Partido Autonomista Nacional y llevó a Nicolás Avellaneda a la presidencia de la Nación. En 1876 Del Valle fue elegido senador nacional y Wilde diputado nacional. Ambos se alejaron del oficialismo cuando Avellaneda firmó la Coalición con el partido de Mitre, y ambos volvieron para la reorganizar el partido con vistas al recambio presidencial de 1880.
Durante el primer gobierno de Roca, Del Valle apoyó desde el Senado la gestión de Wilde como ministro de Instrucción Pública. Sus caminos políticos se separaron allá por 1885, cuando comenzaron a discutirse las candidaturas para 1886. Del Valle apoyaba a Rocha; Wilde a Juárez Celman. Durante la presidencia de este último, Del Valle era senador, Wilde ministro del interior.
En 1887 se combatieron a capa y espada en el Senado por el proyecto de ley de licitación de las obras de salubridad, protagonizando uno de los debates más interesantes de la historia del parlamento argentino, pero en 1888 se unieron para luchar juntos por la ley de matrimonio civil.
Wilde ya no estaba ni en el gobierno ni en el país cuando Del Valle, junto a Leandro Alem, dirigió la revolución de 1890 que volteó al presidente Juárez Celman.
En julio de 1893 el presidente Luís Sáez Peña llamó a Del Valle –en calidad de ministro de Guerra– para que le formara gobierno. Del Valle, que a diferencia de Alem ya no era golpista, tomó la oportunidad de hacer la revolución desde adentro del gobierno.
Su plan era auspiciar insurrecciones provinciales que llevaran a la intervención de las provincias, y a la realización de elecciones libres. Lo puso en práctica inmediatamente. Mientras esas conspiraciones radicales estallaban, a fines de julio, en San Luis, Santa Fe y, especialmente, en la provincia de Buenos Aires de la mano de Hipólito Yrigoyen, Del Valle arengaba a las masas desde el balcón de la Casa Rosada.
De la oligarquía, pasábamos a la demagogia, diría más tarde el entonces joven Carlos Ibarguren: “Recuerdo el delirante entusiasmo con que los estudiantes aclamábamos al ministro tribuno cuando decía a la turbamulta, desde los balcones del Palacio de Gobierno: ‘Hemos ensayado la revolución y el intento no fue estéril porque estos son sus frutos’”. Lo de Del Valle fue estruendoso –y casi delirante– pero duró sólo un mes porque debió renunciar cuando la Cámara de Diputados se negó a aprobarle las intervenciones, o más bien los gobiernos surgidos de las revoluciones radicales.
Wilde observó aquella gestión con profunda pena. Años después, recordaría: “Los furiosos días de destrozo en que Del Valle, ya enfermo, arremetía contra todo (…) si hubiera durado un poco más habría incendiado la república desde Jujuy hasta Patagones”. Es que ya en esos días de julio-agosto del 93, Wilde encontraba a su amigo desmejorado física y moralmente. “Todo individuo que deja de parecerse a sí mismo”, sentenciaba, “está enfermo”, y este Aristóbulo público no tenía mucho que ver con el gran Senador, ni con el liberal convencido de otros tiempos, ni con el polemista bienhumorado con el que se había batido en el Congreso.

Aristóbulo del Valle murió a los 50 años, el 29 de enero de 1896. Al día siguiente, después de los funerales –en los que resonaron las voces de Alem, Guido y Cané–, Manuel Láinez le pidió a Wilde un estudio para El Diario. A la medianoche, sin poder  dormir, tomó papel y lápiz y escribió:
“Mi querido Láinez:
¡Si uno pudiera expresar sus sentimientos!... pero los conflictos internos sólo toman formas visibles a través del cerebro que los analiza y los enfría.
Mi gran tendencia por esta razón ante la tumba recién abierta, era callarme; ni hablar ni escribir. Tu tarjeta me aparta de esa idea pero no puedo por ahora llenar en debida forma tu indicación, prometiéndote para más tarde, para cuando se haya atenuado o desvanecido el estupor causado por la muerte de nuestro amigo, un estudio sobre su vigorosa personalidad. Hoy semejante trabajo sería inoportuno y además no me siento con ánimo para hacerlo. La muerte de Del Valle, aunque prevista, me ha causado una profunda impresión. Cuando lo vi tendido, frío, muerto, ese instinto que nos obliga a disimular nuestras angustias, ese pudor del sentimiento que no desea exhibirse, me obligó a buscar un refugio en un acto mecánico cualquiera y trasladando mi cuerpo a una ventana me puse a mirar la luna triste, serena, el cielo impasible, el río tranquilo en contraste con la reciente tragedia.
No he dormido estas noches; la cara quieta de un Del Valle extraño, estaba ahí, pasando y repasando, mezclada a los ensueños fantásticos, rápidos, indecisos de un adormecimiento que comienza y se suspende. Extraño, sí, porque no tenía esa sonrisa perpetua, cariñosa, con la que me saludaba siempre al encontrarnos.
¡Cuántos mueren después que uno es hombre! Mientras fui niño, nadie se murió o no formando yo parte de ninguna falange, no vi caer ningún compañero a mi lado en la batalla de la vida.
Ahora cuento por cientos las plazas vacías marcadas con un recuerdo afligente o regadas por una lágrima.
Más tarde, dentro de una hora en el rodar del mundo, no habrá sobre la tierra uno solo de los que ahora respiran, de los hombres, de los niños, de los que han nacido hoy mismo, y ese universo de pasiones que nos agita con su historia de heroísmos o de sufrimientos se habrá hundido en la nada.
¡Y tanto afán para morderle un pedazo más de tiempo a este minuto que dura la vida humana!
¿De qué le han servido a Del Valle su inmensa tarea en los tiempos duros y difíciles, cuando buscaba procurarse el sustento, su existencia azarosa, intranquila, trabajada más tarde, bregando en la prensa, en los atrios, en el parlamento y en el gobierno, si al tocar las fronteras de la tierra prometida, donde le era dado esperar la merecida recompensa, cae abatido por la suerte ciega?
Hace apenas veinte días, hablando con él y viendo en su semblante los signos manifiestos de la terrible enfermedad, cuyo desenlace era ya previsto, le decía: no escribas, no leas, no trabajes, ya has hecho lo bastante para realzar tu nombre; toma a pecho la tarea de vivir y no te ocupes sino de pasar tu tiempo en trato ameno con gente agradable y despreocupada. ‘No’, me contestó, ‘ahora voy a concluir unos apuntes para mis alumnos y después voy a tomarme un mes de reposo’. ¡No ha concluido sus apuntes y su reposo es eterno!
La otra noche, al salir de su casa, mirando la inmensa fila de coches y la procesión de gente que iba por las veredas, pensaba en la justicia humana tan estúpida unas veces y tan atinada otras; en la popularidad tan esquiva para sus perseguidores y tan espontánea para sus favoritos.
Uno de ellos era Del Valle.
El homenaje que le rinde el pueblo lo comprueba.
Por mi parte no puedo ofrecerle sino el de la expresión de mi cariño, recordándolo y haciéndolo recordar; conservando y acariciando las reminiscencias de su bondad serena, de su índole blanda y de sus delicados afectos.
Soy tu afectísimo,
E. Wilde
Enero 30 de 1896.
Días después, más tranquilo, comenzó a escribir un estudio sobre la personalidad de su amigo Del Valle. La introducción de aquel estudio, decía:
“Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestro juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación, cariñosa y optimista, unas veces apasionada e injusta otras…(…).
No pretendo decir yo sobre Del Valle la verdad absoluta, que nadie posee, sino la verdad relativa, haciendo la copia honrada de mis conceptos íntimos, y siendo que toda verdad es una sinceridad de juicio aunque el juicio sea errado, tal vez mi acuarela sobre mi pobre amigo no se acomode a la estampa de su figura moral tomada por la mayoría de sus compatriotas.
No tenía condiciones para hacerse caudillo, le faltaba para eso parecerse a la gran masa y tener sus defectos, pero sin serlo, era querido por el pueblo y tenía acción sobre los grupos formados de elementos heterogéneos y aun de gente escogida.
No era, en mi opinión, un hombre a quien todos entendieran, pero no tenía necesidad de ser entendido: le bastaba impresionar.
Sus medios eran estéticos: su acción su palabra y su conducta, inconsistentes muchas veces ante el escalpelo de la crítica fría, eran salpicados de pasión bien humorada y obraban en su circuito al modo que obra la belleza sobre los sentidos: sin discusión.
Hemos sido amigos desde que nos conocimos y jamás nuestra amistad se ha suspendido ni se ha enfriado, ni aun bajo la influencia de las disidencias políticas ni de las preferencias personales.
Cuando nos conocimos éramos dos muchachos sin ropa y sin ambiciones.
Él hablaba, declamaba, hacía un discurso con cualquier motivo y yo admiraba su fecundidad portentosa desde la inseguridad de mis vacilaciones provincianas”.
El trabajo quedó trunco, pero Wilde guardó esas dos o tres páginas escritas, que serían incluidas en un tomo de sus Obras Completas: Recuerdos, recuerdos…


(Fragmentos de Eduardo Wilde, una historia argentina.)

domingo, 4 de enero de 2015

¿Es realmente hoy el cumpleaños número 145 del diario La Nación?




La Nación del día de la fecha nos dice: “Hoy, LA NACION cumple 145 años de existencia. La fundó Bartolomé Mitre, quien dos años atrás había entregado la presidencia de la Nación a Domingo Faustino Sarmiento, a fin de continuar, sobre la proyección cultural de un nuevo medio periodístico, sus luchas políticas”.

Si fundar La Nación es sacarle una palabra (en desuso) a un diario y cambiarle el lema, entonces sí, el 4 de enero de 1870 se fundó La Nación.
La verdad es que el diario La Nación Argentina, fue fundado en 1862 por José María Gutiérrez, secretario privado de Mitre en Pavón, pero desde el mismo día de su nacimiento respondió al general Bartolomé Mitre y fue conocido, simplemente, como La Nación.
A partir del 4 de enero de 1870, La Nación Argentina pasó a la propiedad de una sociedad controlada por Bartolomé Mitre (Gutiérrez permaneció como socio minoritario hasta 1879) y cuatro meses después se mudó, junto con la imprenta, a casa del General (San Martín 144). Mitre suprimió la palabra Argentina de la denominación del periódico y, aunque pretendió diferenciarse cambiándole la numeración y diciendo que La Nación Argentina había sido “un puesto de combate”, mientras que La Nación sería “tribuna de doctrina”, mantuvo la misma línea editorial, las mismas luchas y al mismo belicoso José María Gutiérrez como redactor. Como bien diría Sarmiento en 1878, Gutiérrez “ha de ser siempre el perverso que el general Mitre tomó muchacho aún de secretario íntimo, de redactor de sus diarios, de compañero de negocios, de matón y bravo, para morder y lacerar a los otros…”.

En ese supuesto primer ejemplar de La Nación, dice en su editorial: “El nombre de este diario, en sustitución del que lo ha precedido, LA NACION, reemplazando a LA NACION ARGENTINA, basta para señalar una transición, para cerrar una época y para señalar nuevos horizontes del futuro./ LA NACION ARGENTINA era un puesto de combate./ LA NACION será una tribuna de doctrina”. Y más adelante: “LA NACION ARGENTINA fue una lucha. LA NACION será una propaganda”.
Vale destacar que cuando, en febrero de 1864, Héctor Varela volvió a hacerse cargo de la dirección de La Tribuna en lugar de su hermano Mariano, también planteo un cambio en ese periódico diciendo que combate era una palabra del pasado y debate la del presente.

Eduardo Wilde se hizo conocido en Buenos Aires, a los 18 años, como cronista del diario La Nación Argentina, hasta que lo echaron allá por 1865. Con los años sería uno de los críticos más acérrimos de Bartolomé Mitre y La Nación. A su vez Mitre combatió a Wilde como ninguno, a veces con malas artes, quizá porque nunca le perdonó artículos mordaces o sarcásticos o simplemente humorísticos sobre su famoso diario. Artículos como éste de 1874:

“Mitre ha sido todo por elección de sus compatriotas, hasta orador.
A él le han regalado una casa, una imprenta, un diario, muebles, libros; hasta reputación de literato le han regalado, ¿qué más ambiciona un hombre que ha sido todo y le regalan todo?
¿Qué le regalen también la presidencia otra vez?
Nosotros nos oponemos formalmente a eso.
Que le regalen una capilla con un altar, donde coloquen su imagen, santo y bueno.(…)
Pero el general Mitre es una gloria nacional, dicen sus partidarios.
Será lo que quieran, las banderas de la catedral son también glorias nacionales, y están guardadas sin que nadie intente sacarlas para llevarlas a la cabeza de las reuniones populares.
La historia dirá si el general Mitre es una gloria nacional o no; lo que nosotros decimos es que el general Mitre tendrá las más bellas cualidades del mundo, pero que no es de actualidad, y que no mueve el corazón del pueblo, de tal modo que quiera hacer de él por segunda vez su presidente.
El miserere del Trovador es una obra maestra en materia de música; no hay oído rebelde, indómito o salvaje (…) que no se conmueva con esos acordes celestiales que llenan de dulcísima angustia el corazón, mientras un llanto benéfico humedece los ojos; (…) y sin embargo, el miserere del Trovador, cuando abandonando el escenario de los teatros y la garganta de los artistas de mérito, se hizo sonata de organito y recorría las calles lanzando sus quejidos melancólicos tras de los nervios acústicos de cualquier filarmónico bárbaro; cuando veinte vueltas de manubrio en cada esquina, dadas por la mano callosa de un músico ambulante que puede ser vendedor de fruta o lustrador de botas en cualquier tiempo, producen y desprestigian la divina pieza, el miserere del Trovador sin dejar de ser la obra famosa del arte, se convierte en la fastidiosa y repetida sonata que concluye por hacerle tapar los oídos al más entusiasta admirador de Verdi.
Pues el general Mitre es (…) el miserere del Trovador, convertido en sonata de organito.
Necesitamos pagarle al organista para que no la toque más…”.

O este de 1885:

“Todos saben sin duda, lo que es un diario de crédito; entonces no se necesita definirlo.
Entre nosotros tenemos varios, pero hablaremos sólo de uno: La Nación.
Un diario es un hombre, el que lo dirige o lo inspira.
La Nación por lo tanto es D. Bartolo, como se le llana familiarmente al General Mitre.
La Nación tiene, como su dueño, una tradición. Se fundó para sostener el gobierno del General Mitre y debió su éxito primero a una nimiedad, al hecho de poner en lo alto de la primera página la salida de los trenes, lo que lo asemeja a una guía, y por lo tanto le daba grande importancia, pues por aquellos tiempos no había guías en Buenos Aires, y secundariamente al vigor de su redacción, que se hallaba a cargo de un hombre de talento, fanático por Mitre y tan austero en su culto que era la copia fiel de las religiosas que se pasan adorando a Dios toda su vida sin que Dios se acuerde de ellas para nada.
Después La Nación, La Nación Argentina, que así se llamaba, entró en deliquio, se derritió, casi se fundió como empresa; y de evangelio que era, para salvarse tuvo que convertirse en asunto de Bolsa. Se ideó un capital por acciones, se inventó accionistas, se supuso que algunos pagaron sus acciones y se cobró su cuota a los inocentes.
Al poco tiempo las acciones valían lo que valen las de las minas de Amambay y Maracayú; cualquiera las podía regalar a cualquiera.
Esta catástrofe se atribuyó sin duda a que el título del diario era muy largo, pues poco tiempo después vimos perder a ese título más de la mitad.
La Nación Argentina se quedó en Nación sola.
Por estas épocas el partido mitrista estaba en derrota y sus afiliados se ocupaban de dos cosas:
1ª Leer La Nación era caso de conciencia.
2ª  Tramar revoluciones.
No hablamos de una tercera ocupación, la de salir mal en todas las empresas, porque eso no era un principio sino una consecuencia.
La Nación progresaba, se vendía como se vende la biblia en Inglaterra, y le sucedía lo que le sucede a la misma biblia: nadie la entendía.
Pero eso no importaba.
Un mitrista, por aquellos días, no almorzaba antes de leer La Nación, como los curas que no almuerzan antes de decir misa.
Una vez leída La Nación, ya estaban listos para todo, briosos y contentos; el sastre les podía tomar medida, para hacerles ropa, podían hacerse cortar el pelo; se resolvían a pasar por la casa de sus novias, y se hallaban, en fin, en actitud de emprender las más grandes conquistas y de discutir amplia e inútilmente todos los problemas sociales.
¿Ha leído Ud. La Nación? se preguntaban unos a otros en la calle.
Una mirada terrible era la sola contestación, una mirada que quería decir: ‘¿Acaso no soy hombre?’
El hecho es que en aquella época, el partido mitrista era una religión con todos sus atributos, y cada mitrista un devoto fanático, intransigente, apasionado y sincero. Creer en Mitre era creer en Dios.
No importaba que Mitre perdiera todas las elecciones, fuera vencido en todas las cuestiones y se alejara cada día más del Poder público; él era Dios, quien como se sabe puede mandar epidemias, hambres, terremotos, inundaciones y temblores sin que a nadie se le ocurra negar que Dios es bueno, justo y misericordioso.
No eran los suscriptores quienes sostenían La Nación; era la fe, la creencia en un Mitre supremo creador y orador de todas las cosas, aunque todas le salieran mal.
Esta idolatría ha continuado; la religión de Mitre ha perdido, es cierto, la mayor parte de sus adeptos, pero todavía cuenta numerosos y arrumbados sus creyentes que sostienen el culto y se desayunan con La Nación.
¿Cuál ha sido entre tanto el papel de ese gran diario en la política del país?
El mismo que el de su actual propietario.
Sirvió un tiempo para mucho; hoy no sirve sino para anular a sus allegados.
Nadie ha hecho carrera al lado de ‘Mitre’; sus prohombres han tenido el triste privilegio de hundirse y de envejecerse estérilmente.
Ahí continúan atados a una tradición hombres de verdadero talento, que no se atreven siquiera a hacer lo que les manda su conciencia y lo que les dicta su convicción.
Pero están sanos y contentos, y se encuentran compensados con estar sentados a la diestra de Dios padre todopoderoso, mientras la República marcha con una velocidad vertiginosa.
Lo mismo ha sucedido con los colaboradores de La Nación.
El que entró allí de cajista, se ha muerto de cajista; el que entró de noticiero, de cronista o de receptor de avisos, siguió, si no se murió o se fue, de noticiero, de cronista o de receptor de avisos por los siglos de los siglos. Amén.
Los redactores se han aburrido de esperar el santo advenimiento, y se han esterilizado por docenas.
En aquella casa no hay porvenir, y en su puerta, mejor que en la del infierno, podía escribirse: ‘¡Lasciate ogni speranza, oh voi che entrate!’.
¿La razón de esto? Muy sencilla. Dios es uno, y nadie puede ocupar su sitio. (…)
Desde los primeros días del gobierno de Sarmiento, La Nación abrió campaña contra él, y la campaña más o menos violenta ha continuado contra todos los gobiernos, manteniendo alejado de la vida pública, por falta de habilidad, a un grupo de hombres tan numeroso y tan importante como no lo hubo jamás en el país.
Ahora acaba La Nación de dar otra prueba de su falta de tino práctico. La Nación pudo comprender que los miembros de su partido, principalmente los jóvenes, se hallaban cansados de una abstención declamatoria sin horizontes.
Se iniciaba la lucha electoral. Tres candidatos se presentaron.
Los amigos de don Bartolo, antes de tomar el camino que a cada uno conviniera, le pidieron su dictamen.
La Nación no tuvo una palabra de aliento para esos hombres que podían usar de sus derechos políticos. No se trataba de inventar –no había más que elegir– así venían los hechos.
La Nación continuó muda o indescifrable.
Consecuencia: el partido se deshizo: unos fueron con Juárez, otros con Irigoyen, otros con Rocha.
Algunos se quedaron con Mitre para morir políticamente con él, privando al país de contingente tan valioso como el de Eduardo Costa, Elizalde, Ocantos y otros hombres que a fuerza de abstenerse van quedando como incrustaciones de esa piedra inmóvil que se llama mitrismo.
La Nación se apercibe entonces de que la quietud y la oposición estéril no es bastante alimento para los pocos adeptos que le quedan.
¿Qué hace entonces?
Inventa a Gorostiaga, busca a los clericales, reúne sus viejos satélites, y en un sólo acto reniega de sus principios liberales, alienta a los ultramontanos y continúa la eterna paralización bajo el epígrafe de ‘candidatura Gorostiaga’, cosa que ni el mismo candidato cree.
La razón de la impotencia de La Nación es su falta de tino práctico; su manía de ir contra los hechos, su vanidoso amor por las fórmulas vacías, sus utopías cambiantes, sus principios de ocasión que cambian con el viento del día, su imprevisión, en una palabra.  Sí, su imprevisión. Esta palabra debería figurar en la casa, en el templo, quisimos decir, de La Nación, como un epitafio.
Don Bartolo es la víctima.
No ha previsto que los partidos para vivir necesitan renovar su oleaje.
No ha previsto que los jóvenes iban a ser hombres, y que los hombres iban a ser viejos.
No ha previsto ni las revoluciones que ha hecho su partido.
Un buen día se le presentaban unos cuantos, y le decían con el mayor respeto: ‘Señor, venimos a rogaros que aceptéis la imposición que os hacemos de poneros al frente de una revolución que acabamos de fraguar’.
Pero hombre, contestaba, si yo acabo de decir que el peor de los gobiernos es mejor que la mejor de las revoluciones.
No importa, le objetaban, esas son frases, la revolución os espera.
Y allá iba don Bartolo a la Colonia, al Tuyú y a la Verde, seguido de nuestro buen amigo Elizalde con una tremenda espada!
Otro día, en lo mejor de la actitud de protesta y después de haber vapuleado de lo lindo a Tejedor, le dicen:
Señor, es necesario sostener a Buenos Aires y a Tejedor contra el gobierno nacional.
Pero si Tejedor es localista, y la bandera de nuestro partido es nacionalista.
No importa, le contestaban; esas son frases.
Y allá va D. Bartolo a construir zanjas y trincheras que el único daño que hicieron al enemigo fue servir de sepultura al honorable señor D. Víctor Belaustegui.
La Nación sería un diario de verdadera importancia si tuviera principios, lógica, consecuencia, previsión y amor bien entendido por su partido.
Así como está, solo es una empresa comercial en la que Balbín hace de las suyas, Morel reforma su gramática y los cajistas, noticieros y cronistas ven pasar los años envejeciéndose en el santo temor de Dios”.

La Historia, escrita por los mitristas, jamás perdonaría estas burlas.

lunes, 29 de diciembre de 2014

La muerte de Lucio Vicente López, hace 120 años.



El 29  de diciembre de 1894 murió Lucio Vicente López, jurisconsulto, político, periodista y escritor, autor de La Gran Aldea. Tenía 46 años.
Falleció a consecuencia de un absurdo duelo, al que lo había retado un coronel Carlos Sarmiento a quien había denunciado por corrupto.
El hecho ocurrió el 28 de diciembre, a media mañana, en el hipódromo de Belgrano, a pistola de arzón y a doce pasos. La segunda bala le dio en el vientre y cayó herido en brazos de Lucio Mansilla, murmurando: “¡Esto que me ocurre es una gran injusticia!”. Murió en su casa, en la madrugada del día siguiente. Dicen que durante la tarde, entre dolor y dolor, pidió las últimas cotizaciones de la Bolsa y “se burló de Eduardo Wilde más asustado que él, sonriendo tristemente del absurdo de su propia acción” (Aníbal Ponce).
Otros fueron los encargados de celebrar, en el cementerio, su trayectoria. Eduardo Wilde, amigo de toda la vida, expresó su dolor y su impotencia, el mismo día 29, en El Diario:
“Víctima de una de aquellas fatalidades forzosamente ineludibles, de tal manera vienen envueltas en incidentes que la inteligencia, la previsión ni la voluntad pueden desviar, ha caído para no levantarse más, Lucio Vicente López.
La sociedad, el honor y el deber tienen sus reglas, desgraciadamente contradictorias, y entre ellas, poderosas a veces, las que en nombre de doctrinas falaces, imponen sacrificios irreparables, para llenar las exigencias de mentiras convencionales, vestidas con el ropaje de la virtud y el heroísmo.
Una vida acaba de cortarse por obedecer a esas exigencias; triste lección que no enseña ni enseñará nada, como la experiencia, a esta humanidad empecinada en su civilización y su rutina.
Una vida útil a la patria, a la familia, a la sociedad y a la ciencia; útil en la más alta y filosófica significación de la palabra....
Lucio López era un hombre bien conocido en Buenos Aires. No sólo por La Gran Aldea y su larga carrera como periodista y político, o su prestigio como jurisconsulto, sino también por haber sido uno de los líderes de la Revolución del 90 y, en 1893, por su breve gestión como ministro de Luís Sáenz Peña –junto con Aristóbulo del Valle–, que terminó en estrepitoso fracaso. Era muy querido por muchos y muy criticado por otros tantos, pero –decía Wilde– “si las paradojas tuvieran sitio entre las lágrimas”, se podría decir que era un desconocido para el gran público.
“Era inteligente, inteligentísimo, nadie lo niega; poeta, sentimental, sus versos estremecían; estudioso, aprovechado erudito; pronto en todo, vivo, inquieto; espiritual, por desdicha; las chispas de su ingenio, apreciadas por el vulgo, necio o no necio, pero vulgo, parecieron alguna vez puntas de estilete y eran sólo reflejos microscópicos de su alma juguetona.
No basta que un libro haya sido escrito; es necesario saber leerlo y hay libros como hombres que mal leídos dicen lo contrario de su texto. La generalidad no los comprende, no los estudia, no quiere tomarse el trabajo de estudiarlos; recibe las ideas hechas por cualquiera y las virtudes, los defectos, principalmente los defectos, dada la índole sarcásticamente justiciera de nuestra raza, son consagrados por la acritud mordiente de una opinión aturdida e infalible. (…)
López, como toda naturaleza sobresaliente, era lleno de facetas, cuyas aristas no son materia del criterio grueso”.
Después de recordar la magnífica hospitalidad de su casa y su familia, Wilde decía que el día anterior la casa estaba llena de gente y la calle intransitable:
“En su hogar lloraban en los umbrales de las puertas sirvientes antiguos, protegidos y colocados por él, que acudían de todas partes al llamado fúnebre, y sus amigos, de todas edades y de toda condición social, disfrazaban su dolor o ahogaban sus lágrimas apartando la idea amarga con tremendos esfuerzos”. Relató algunas escenas de su agonía, cuando López, moribundo, musitaba palabras como “perdón”, “valor”, “¡cómo ha de ser!”, y “sus hijos, abrazados de un cuerpo cuyo motor iba ya camino de la eternidad, llenos de fuerza y de vida, producían una impresión de contraste amargo y solemne; parecían gigantes llorando a gritos alrededor de un foco de luz que se extingue… Luego la madre, la esposa… todas las ternuras más grandes de la tierra concentradas en la atmósfera de dolor caliente, intenso, cariñoso, derramándose en las alarmas estruendosas, mezcladas, anómalas al sentimiento, salpicadas por las trivialidades convulsas de una expresión loca que no atina con las sílabas./ Él no oye ya, ni siente, quieto, impasible, muerto, permanece indiferente para el dolor y el llanto cuyos estallidos redoblan en busca de un signo, de un gesto, de algo que aplaque la eterna separación. No se quiere así, más que a quien mereció ser querido”.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

El Dr. Eduardo Wilde y la medicina.

Mientras escribía mi biografía de Wilde y molestaba a toda mi familia con referencias al personaje, totalmente desconocido por la mayoría, un cuñado mío, médico, comentó que “hubo un loco, en la facultad, que presentó una tesis sobre el Hipo”. No sabía que el loco era ese sobre el que yo escribía. Cuento esto porque creo que la mayoría de médicos y estudiantes tiene el mismo desconocimiento del doctor Wilde. Hubo otro loco que dedicó su tésis al portero de la facultad. Ese loco se llamaba José Ingenieros y su padrino de tesis era… el loco de Wilde.
Ramos Mejía, Montes de Oca, Rawson, Meléndez, Castex, Fernández, Gutiérrez, Pirovano, son más conocidos porque sus nombres han quedado inscriptos en los frentes de los hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Y mucho hicieron para merecer esta distinción. Pero, ¿porqué no hay hospital Wilde? Es raro teniendo en cuenta que puede considerárselo el fundador del Hospital de Clínicas, que inauguró el Hospital Rivadavia, que fue el principal higienista de su tiempo.
Tal vez porque era un loco, entre comillas, y porque así como se burlaba de los políticos o los abogados, también se burlaba de los médicos. Cierta vez, durante un viaje, al entrar a Irlanda, le confiscaron un revolver que llevaba en la valija. Después de mucho reclamo infructuoso, logró que se le devolvieran con un argumento digno del irlandés Oscar Wilde: Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico!

Wilde nació en Bolivia, donde vivía exilado su padre. Cursó su secundaria en el célebre colegio de Concepción del Uruguay, compartiendo pupilaje con Julio A. Roca, Victorino de la Plaza y muchos de los mejores exponentes de la después llamada generación del 80. Después vino a Buenos Aires e ingresó en la facultad de Medicina. Pobre de pobreza absoluta, vivía en pensiones de mala muerte y se pagaba sus estudios trabajando en el hospital y en distintos medios periodísticos. Uno de esos medios era El Mosquito, un periódico satírico, donde el periodista-estudiante Wilde se hizo famoso como humorista. Cuando dejó el Mosquito para dar sus últimos exámenes de Medicina, el periódico lamentó su partida bromeando con que había preferido “matar a sus semejantes con drogas que hacerlos morir de risa”
Su mejor amigo en aquellos tiempos juveniles era Ignacio Pirovano, compañero de correrías, bromas y pobreza. Ambos dos se reían de todo pero daban exámenes brillantes.
Cuando llegó la guerra con el Paraguay, allá por 1865, Pirovano y varios de sus compañeros se alistaron en el ejército como practicantes. Wilde no pudo ir por ser boliviano, pero trabajó en el hospital que se armó para curar a los heridos que llegaban de los campos de batalla.
En 1868 cuando estalló la primera gran epidemia de cólera, las autoridades no encontraron ningún médico que aceptara hacerse cargo del lazareto y pusieron al estudiante Wilde como encargado interno de los enfermos de cólera. Lo ayudaban Pirovano y otros estudiantes, que habían vuelto del Paraguay.
Lucien Choquet, director del Mosquito, recordaría años después su dedicación a los enfermos, “su atención, su ternura para con los apestados y sobre todo aquel genio alegre y consolador que hacía sonreír hasta los moribundos”. Y cuenta que un domingo, que acompañó a Wilde el día entero, pudo ver cómo esa alegría consoladora lograba reanimar a los pacientes. Trabajó allí incansablemente hasta el cólera lo tumbó, pero no lo mató.
La tremenda epidemia, que dejó unos 8.000 muertos en Buenos Aires, desnudó los graves problemas higiénicos que sufría esta ciudad, cuya población crecía vertiginosamente con la llegada de miles de inmigrantes: falta de provisión de agua en buenas condiciones, abundancia de pozos contaminados, aguas estancadas, pésimos desagües, montones de basuras abandonadas donde germinaban todo tipo de insectos; insuficiencia de servicios hospitalarios y de cementerios; inmigrantes hacinados en viejas casonas céntricas que sus dueños explotaban como conventillos, sin adaptación alguna, albergando a familias enteras en cada habitación. Todos estos problemas de higiene pública habían sido denunciados por Wilde en innumerables crónicas y artículos. Muchas veces preguntó a las autoridades, públicamente, si acaso esperaban una epidemia para actuar.
La peste también le dejó nuevas inquietudes porque, como la mayoría de los practicantes que actuaron en el Lazareto, aprovechó los datos tomados durante la atención de los enfermos y en las casi setenta autopsias de coléricos que se hicieron. Aquellas observaciones servirían para las tesis que cada uno de ellos presentaría en la Facultad de Medicina. Pero, claro, Wilde reparó en un detalle bastante original: el hipo que solía atacar al enfermo de cólera. Hasta entonces se creía que era un síntoma sobre el cual podía fundarse un pronóstico favorable, y él encontró que cuando los coléricos avanzados presentaban hipo, “ya no había que esperar nada”. El tema le interesó y empezó a discutirlo con su jefe y maestro, Manuel Augusto Montes de Oca, quien, al igual que el doctor Guillermo Rawson, creía en la teoría de la señal benéfica. Seguramente, Montes de Oca le sugirió que demostrara su hipótesis y de ese debate nació su decisión de estudiar profundamente el fenómeno del hipo –tan emparentado con la risa y el llanto– y, por qué no, convertirlo en el tema de su tesis doctoral.
Ese es el origen de su tesis sobre el Hipo, apadrinada por Montes de Oca. Fue mucho más que una demostración de que el hipo era un accidente respiratorio, y no accidente de digestión como se pensaba hasta entonces. Wilde dedicó 140 páginas a todos los aspectos relacionados con la cuestión, y en un capítulo titulado “Influencia de las edades, de los sexos, de los temperamentos, de las constituciones y de los estados en la producción del hipo”, se atrevió a escribir varias páginas sobre la sicología, belleza y sensualidad de la mujer. Esas páginas –pura poesía desvergonzada- serían hoy condenadas por el feminismo, pero que en 1870 le permitieron vender su tesis como si fuera un best-seller.
Cincuenta años después José Ingenieros calificó la tesis como “ingeniosa y aguda, hermosamente escrita, pertenece tanto a la medicina como a la filosofía, pues la doctrina fisiológica se hermana en sus páginas con la sutil perspicacia de un psicólogo que observa con altura”.
La tesis y su defensa recibieron diploma de honor, y una medalla de oro de la Asociación Médica Bonaerense, antecesora de esta institución.
Cuando fue a recibir la medalla, en gran acto, dedicó su discurso a solidaridad a los médicos ricos que nada hacían por aquellos que recién comenzaban. Médicos legisladores y médicos ministros que pudieron haber hecho algo por la educación “y, sin embargo, preguntad a las bibliotecas cuántos volúmenes les fueron enviados por ellos, a los museos si aumentaron su riqueza, a la Facultad si sus profesores cuentan siquiera con la seguridad del pan de cada día, para poder tomar de otro modo que como un accesorio, la enseñanza de la ciencia. Preguntad a la Asociación Médica si tiene siquiera un miserable rancho con techo de paja, pero suyo, para no tener que pedir prestado el cuarto redondo en que celebra sus sesiones. Abrid los armarios y veréis nadando uno que otro vetusto volumen, echado más bien de casa de los ricos como inútil y ¡cosa rara, considerado como muy digno de figurar en la biblioteca de una corporación como la nuestra! Preguntad a las instituciones científicas cuántos de los médicos millonarios que han muerto, han instituido un premio para el mejor y más pobre de los estudiantes, o han dejado una suma con que hacer posible la educación de tanto joven de talento, que no estudia porque sus recursos no se lo permiten”.
Alzando su medalla, denunció que ese “pedazo de oro” que le habían dado era la mitad del sueldo de un joven médico, cuya ganancia apenas le alcanzaba para vivir, y pidió a la Asociación Médica que abriera concursos, que fomentara la legítima ambición científica por todos los medios posibles. “Si los premios honoríficos no son bastante poderosos para excitar al estudio, ya que el saber y el talento no van con frecuencia unidos a la fortuna, propónganse recompensas que sean una remuneración para el trabajo y el tiempo empleado”, pidiendo el apoyo de los gobiernos y de los médicos ricos, y si nada se consigue “trabajemos solos y hagamos con el acumulo de nuestra pobreza lo que no podemos hacer de otro modo”. Instó a la institución, que cada día tenía más miembros, a reunirse con más frecuencia, a moverse, a intercambiar ideas, a publicar sus trabajos. “Tengamos fe, perseverancia y propósitos firmes, y haremos una medicina argentina como hay una medicina francesa, como hay una medicina alemana, como hay una medicina inglesa e italiana, a pesar de que no hay más que una medicina universal”. Los médicos tenían su Revista Medico-Quirúrgica, pero, decía Wilde, “ni la leemos, ni la escribimos, ni la comentamos, ni la tomamos en cuenta”.
Terminó su discurso con estos conceptos sobre los argentinos en general, tan vigentes hoy como ayer: “Hemos heredado de nuestros padres por razones de raza, valientes cualidades y brillantes defectos. Tenemos la concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte, es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.

Empezó atendiendo, según decía, “gratis para los pobres, por decisión mía, y gratis para los que no son pobres, por decisión de ellos”. Le costó un poco vencer el prejuicio de algunos de sus potenciales pacientes, los que dudaban que un humorista pudiera ser buen médico, pero lo ayudó otro prejuicio bien arraigado en la época, ese que decía que los mejores médicos eran los extranjeros. El público, diría bromeando, “se entrega en alma y vida a cualquier individuo que es o se llama médico, con tal que sea extranjero, que tenga un nombre atravesado, que hable en un idioma que no existe, que sea mal criado, torpe y sobre todo cobrador, carero y exigente, condiciones indispensables para ser muy buen médico en Buenos Aires”. Contaba que un amigo suyo, de apellido Pietranera, cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose  Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico. Y agregaba “Estas bromas que estamos escribiendo, encierran verdades tremendas y el mismo que las escribe, si puede con su profesión tener una mediana comodidad de vida, más que a todo, lo debe a llevar un apellido inglés, dando lugar a que muchos se equivoquen y a que alguno haya llegado a preguntar ‘¿cómo es que usted puede ser tan buen médico, si habla tan bien el castellano?’”.

El gobierno lo había nombrado médico de sanidad del puerto y le había ofrecido una beca para perfeccionarse en Europa. Debía viajar antes de septiembre de 1871, pero en marzo de ese año estalló la fiebre amarilla, que dejó 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una ciudad devastada, atendida por pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron. Wilde le dedicó alma y cuerpo, durante un mes, hasta que él también enfermó de gravedad. Su heroica actuación mereció el reconocimiento de la Municipalidad, que lo premió con medalla de oro; de la Comisión Popular y diversas sociedades, que le dieron certificados de honor, y de una comisión de vecinos, que decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular  y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo.
Después de ese tremendo infierno, renunció a la beca de perfeccionamiento. El dinero ofrecido no le alcanzaba para vivir en el viejo continente, y, todavía convaleciente, no se sentía suficientemente fuerte como para emprender el viaje antes de septiembre. Si la hubiera aprovechado, como lo hicieron Ignacio Pirovano o Ricardo Gutiérrez, tal vez se habría especializado en salud pública o higiene pública. Estaba convencido que el dinero mejor gastado era el que se emplea para evitar enfermedades. Pero se quedó aquí y alternó su consultorio con la cátedra, la literatura, el periodismo y la política. Desde el periodismo bregó incansablemente por distintas obras de salubridad pública, desde la creación de parques hasta las aguas corrientes, y por la sanidad privada, desde la nutrición infantil hasta la gimnasia en las escuelas, como medicina preventiva. Estudió tanto las distintas alternativas de obras sanitarias para la ciudad que sus contemporáneos lo consideraban un experto en esa materia y en todo lo referente a higiene urbana. En la década de 1870 fue presidente de la comisión de aguas corrientes y fue incluido en cuanta comisión tuviera que ver con temas de salud, como la que emplazó el primer Hospital Militar o la que creo el parque de Palermo. En esa década escribió dos libros de medicina: un magnífico curso de Higiene Pública, que no era sólo un libro de prevención y difusión, sino también un programa de salud pública en todos sus aspectos. Y otro de Medicina Legal.  Sus libros y artículos científicos eran tan amenos, que llegaban fácilmente al gran público, lo que en materia de higiene era importante. En esa década publicó, además, una selección relatos y artículos periodísticos, un texto de Química, y otros de álgebra y gramática.
Comenzaba a dispersarse, por algo fue uno de los pocos argentinos que perteneció a tres academias: la de Medicina, la de Ciencias Físico Naturales y la de Lengua.
Poco a poco, la política fue atrapándolo, aunque nunca perdió de vista la medicina. Como diputado nacional y, especialmente, como ministro de Roca y Juárez Celman, y finalmente como presidente del Departamento Nacional de Higiene.
En esa época los iban casi diariamente al Congreso, a trabajar con las comisiones y a debatir en el recinto proyectos propios o ajenos. Si bien Wilde es reconocido, por unos pocos, como alma mater de las leyes de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil, lo que le valió el odio eterno del conservadorismo católico, y como actor principal, junto a Avellaneda, de la Ley Universitaria, su firma y estilo está impreso en muchísimas normas de gran importancia, y en materia de salud, en instituciones como el Hospital de Clínicas, dependiente de la Universidad, que impulsó y reglamentó en sus tiempos de ministro de Educación; los hospitales Rivadavia y Militar (de Bolivar y Caseros), que ayudó a proyectar e inauguró; proyecto de código sanitario, que impulsó pero quedó varado en la Cámara de Diputados, y que habría evitado muchos conflictos en tiempos de epidemias; o la construcción del crematorio de Chacarita. A él debemos las obras de aguas corrientes de la ciudad de Buenos Aires, que logró impulsar contra todos los intereses políticos.
Wilde fue tremendamente combatido en su tiempo, y por eso la historia ha tergiversado sus obras y su actuación, especialmente en esta cuestión de las obras de salubridad y de las epidemias de cólera de 1889 y bubónica de 1898.
En sus ocho años de viajes por el mundo, recorrió casi todos los hospitales de Europa, y dio a conocer los adelantos de la ciencia y tecnología médica en diversas revistas especializadas argentinas, siempre pensando en el progreso de la medicina argentina. Cada ciudad que visitaba era objeto de su estudio ambiental y sanitario.
Jamás olvidó sus orígenes de estudiante pobre. Al final de su vida, después de visitar el Instituto Solvay de Bélgica, pidió a sus íntimos que después de su muerte crearan con su dinero un pequeño instituto de fisiología del tipo del de Solvay, para estudios teóricos y experimentales, construyendo en Buenos Aires un buen edificio adecuado, que sirviera la mismo tiempo de alojamiento de jóvenes estudiantes pobres del interior, dándoles todos los elementos necesarios para proseguir y terminar sus estudios sin sufrir vergüenzas ni miserias. Ellos pagarían la ayuda de su manutención material dedicando una parte de sus actividades al servicio y al progreso científico del Instituto, y así la pensión gratuita no deprimiría su dignidad, ni tendría el carácter de una limosna.
Su viuda no cumplió con este pedido, pero sí puso dinero y el producido de la venta de las obras completas de Wilde para que la Facultad de Medicina de la UBA instituyera un premio anual de medicina (premio Wilde al mejor trabajo-tesis: medalla, diploma y una suma de dinero) que a los tropezones, con baches y modificaciones sigue existiendo.
Así como no hay hospital Eduardo Wilde en esta ciudad, tampoco hay escuela pública que lo recuerde. Raro, teniendo en cuenta que fue el gran campeón de la escuela primaria gratuita, obligatoria, laica e higiénica, y que Borges haya dicho que fue uno de los pocos argentinos que escribió más de una página perfecta.



martes, 25 de noviembre de 2014

A 129 años de la muerte de Nicolás Avellaneda.



En 1900, cuando en Buenos Aires se preparaba una estatua a Sarmiento, Eduardo Wilde se preguntaba:
¿Por qué Avellaneda, habiendo sido un hombre de Estado tan eficiente y tan notable, no tiene ahora, ya, también su estatua a la par de la de este don Faustino, como él lo llamaba, cuando se las había con alguna de las genialidades de su Presidente?
Por causas naturales: porque la tierra necesita preparación y tiempo para dejar brotar ciertas plantas. Porque se siente antes los efectos de una tormenta que los de una lluvia fina y continua.
Sarmiento llenaba la atmósfera de rayos, relámpagos y truenos. Avellaneda envolvía la tierra en que pisaba en una nube: la empapaba, la penetraba, la abrigaba y la fecundaba. Su trabajo era lento y por lo tanto menos perceptible. Pero ¿quién podía dejar de oír a Sarmiento? El sello más indeleble de su persona psíquica era “la imposibilidad de pasar desapercibido”.

Ocho años antes, en Alemania, reflexionando sobre nuestra política patria, recordaba que Avellaneda, que asumió la Presidencia sin medios electorales, ni partido, ni recursos, ni clubes, ni salud: “Sus adictos y verdaderos electores fueron su colosal talento y la incontrastable fuerza de su palabra, en la cual desbordaba el poder de persuasión y el encanto del arte. Su espíritu y su frase le sirvieron de todo cuanto le faltaba; suplieron a los amigos, a los recursos, a los clubs, a los electores y a los partidos, y durante su gobierno Él, es decir su elocuencia y las formas sublimes, sencillas y áticas de su oratoria y de sus sentencias, llenaron los vacíos del tesoro exhausto, repelieron las agresiones armadas y salvaron al país de la anarquía. (…) Para mostrar el carácter personalísimo de su gobierno basta leer sus mensajes y recordar este hecho singular: todos sus ministros imitaban su tono, su acento, su pronunciación y hasta su voz”.

Nicolás Avellaneda murió en el vapor Congo, cuando volvía de París, donde había ido a buscar, infructuosamente, una cura para su mal de Bright. En el mismo vapor regresaba también Aristóbulo del Valle, a cuyo brazo se había aferrado el enfermo para dar sus últimos lentos paseos por la cubierta. Después ya no saldría; durante muchos días luchó contra la muerte en un camarote oscuro, mecido por las olas, rogando llegar.
Recién se dio por vencido cuando el buque entró en el Río de la Plata. Frente a la isla de Flores pidió un sacerdote, se confesó en presencia de su mujer y en la madrugada del 25 de noviembre de 1885 entregó su alma a Dios. Tenía 49 años. Dicen que fue Del Valle quien le sostuvo la cabeza en su último suspiro y quien amortajó su cuerpo cubriéndolo con la bandera argentina. Sus restos debieron esperar en Montevideo mientras en Buenos Aires se preparaban los funerales.
Llegó el 29. Sus funerales fueron multitudinarios y en el cementerio de la Recoleta hubo ocho discursos, empezando por el del presidente. Su gran amigo el ministro Eduardo Wilde no habló: jamás hablaba en público cuando una muerte lo conmovía en lo profundo. Tampoco escribió ningún artículo necrológico, pero le rindió un sentido homenaje en su Memoria de despedida del Ministerio de Instrucción Pública, de 1886: “El Dr. Avellaneda lleva su biografía en su nombre. Ha sido el iniciador de las grandes reformas en la instrucción pública. Era un hábil estadista, un hombre de un talento admirable, de suma erudición, dotado de un carácter tolerante que mantenía limpia su alma de todo rencor, aun para sus detractores gratuitos. Ha muerto sin ver coronada su obra; los últimos días de su vida activa fueron consagrados a la Universidad en que se formó y donde lucieron primero los destellos de su inteligencia profunda y galana. Había puesto mucho empeño en que el Congreso dictara la ley que debía regir la vida universitaria; lo consiguió, pero no pudo ver sus efectos./ Por muchos años en las bancas del Congreso se extrañará su presencia y en el recinto de las Cámaras se echará de menos su palabra elocuente, intensa, honrada. Se le extrañará en los consejos de gobierno, en la silla del magistrado, en la cátedra universitaria. No lo olvidará la prensa; lo recordarán los amantes de la suave y delicada literatura; la República, en sus días de apuro y de conflicto, volverá sus ojos hacia su tumba buscando la sombra del ilustre político. Se le extrañará en el hogar ajeno como consejero sano, sencillo y humano, en los conflictos íntimos de la familia. La amistad le consagrará un recuerdo purísimo e imperecedero. Su nombre está inscripto ya en el calendario de las grandes figuras nacionales”.

Así fue. El recuerdo de Avellaneda sería para Wilde, purísimo e imperecedero. “No hay día que no recuerde alguna de sus frases o de sus palabras”, diría en 1894, y agregaría: “Yo sólo he comprendido cuánto lo quería después que ha muerto, ¡como uno sólo se apercibe que tiene entrañas cuando le duelen! ¡Irreemplazable!... Es lo único que puedo decir pensando en él”.

jueves, 16 de octubre de 2014

Roca y Wilde, una fructífera amistad. A propósito del centenario de la muerte de Julio A. Roca.

El 4 de septiembre de 1914, los amigos de Eduardo Wilde se reunieron en una misa de recuerdo en la Iglesia de la Merced. Se cumplía un año de su muerte. Allí estuvo Julio Roca y también Belisario Montero, quien más tarde recordaría: “Al terminar los oficios y salir de la iglesia, bajando los escalones del atrio me encontré con el General, que me tomó de la mano, visiblemente emocionado por la ceremonia fúnebre, se apoyó en mi brazo, y después de las primeras frases de acercamiento me dijo: ‘Ya vamos quedando pocos de los viejos amigos, para reunirnos y vernos en estas despedidas y recuerdos. Pero es mejor que seamos nosotros los que vengamos a despedirnos, y no que ellos nos despidan. Todo termina en egoísmo, mi doctor, aun ante lo irremediable. Mañana vendrán por nosotros, pero entretanto no debemos demostrar por la muerte ni desprecio, ni repugnancia, ni desdén, sino esperarla como una función natural de la misma vida’".
Roca murió pocos días después, hace 100 años, el 19 de octubre del 14. Tenía 71 años. El presidente Roque Sáenz Peña, enfermo desde hacía tiempo, había muerto en agosto, y lo había sucedido su vicepresidente, Victorino de la Plaza, que seguramente también estaba en aquella misa de La Merced.
Wilde, Sáenz Peña, Roca y Plaza fueron los últimos exponentes de una época brillante. Sáenz Peña, bastante más joven, fue el único de ellos que entendió el cambio de los tiempos. Lo prueba su famosa ley de sufragio universal.
Roca vivió sus últimos años amargado, añorando el poder perdido, aunque dijera lo contrario. Durante veinticinco años había sido la figura política más fuerte del país y no entendía eso de ser un ciudadano común.

Roca y Wilde se conocieron en la primera adolescencia, siendo alumnos pupilos del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. Tenían en común antepasados tucumanos, padres amigos, inteligencias claras, y por sobre todo un sentido del humor que no era parecido pero que se complementaba. Ambos fueron buenos alumnos, aunque Wilde era considerado más refinado.
Bien sabido es que algunas de las relaciones que se forman en los pupilajes son más fuertes que las relaciones entre hermanos de sangre.
Aquel colegio –en su lustro de oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia de la educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún cuando el General Urquiza no hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo, tendría bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí –en medio de las guerras civiles- se congregó a un nutrido grupo de muchachos de todas las provincias argentinas, de los más diversos orígenes y características. Un equipo de profesores –en su mayoría extranjeros altamente capacitados-, liderados por el francés Alberto Larroque, tomaron a su cargo a esos muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria grande, y los convirtieron en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de las instituciones patrias,” diría Larroque, “enemigos del desorden y de la anarquía, soldados de la libertad”, preparados para ejercer los más diversos oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón sagrado de la patria ideal, según contaba el ex alumno Francisco Fernández.
Este batallón sagrado de la patria ideal dio a la patria real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo que se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos y excelentes músicos. 
Los lazos de aquel internado tendrían una enorme importancia política en los años por venir. En julio de 1883, por ejemplo, cuando se debatía en el Congreso la ley de enseñanza laica, los ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca era presidente y Wilde y Victorino de la Plaza sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era líder de la bancada liberal.

Roca y Wilde, que partieron hacia sus respectivos destinos después que Pavón arrasara con ese magnífico experimento educativo, fueron fruto del colegio que los moldeo. Uno se fue a los regimientos de frontera, como militar, el otro a la Facultad de Medicina y al periodismo.
Se vieron poco en los siguientes veinte años, pero cuando pudieron se encontraron y siempre se escribieron. Hay una preciosa carta de Wilde, respondiendo a otra de Roca, de finales del año 1874, que muestra la profundidad del vínculo. Wilde era entonces médico y director del diario La República; Roca acababa de ganar la batalla de Santa Rosa, era ascendido a general a los 31 años y su nombre empezaba a sonar en los círculos políticos de Buenos Aires.
“Me debías esa carta –le dice Wilde a Roca– porque, antes que nadie, yo te había nombrado general en La República y el presidente no hizo más que plagiarme, cuando te nombró general de la República. He sentido todas las emociones de la tierra por ti, yo, a quien se tacha de no tener corazón, quizá precisamente porque lo tengo tan grande que caben en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos”. Luego le cuenta que fue viviendo los días que precedieron a Santa Rosa, imaginando lo mejor y lo peor, como si estuviera en la piel de Roca, y que cuando llegó la noticia de la victoria se dijo a sí mismo: “¡Vaya, por fin he ganado esta batalla! Y era verdad que la había ganado, según yo mismo porque por una de esas locuras de la imaginación, yo me sentía a mí, tú y te sentía a ti, yo; tal debió ser la semejanza de situaciones de nuestro ánimo. Esto no se entiende ¿no es verdad? Bueno, tanto mejor, es hecho para no entenderse”.
Así viviría Eduardo Wilde, en el futuro, todos los éxitos y fracasos de su amigo Julio, a quien sentía propio. Por eso en esa carta le aconsejaba no marearse con la victoria ni apresurar su carrera política. “Tu sabes –le decía– que yo no tengo gana de nada ni ambición de cosa alguna en este mundo y que creo además, que lo que ha de suceder está escrito; razones por las cuales estoy dotado de una libertad de hablar y de escribir la verdad, como pocos o como nadie. ¿Te diré a ti la verdad? Es muy justo; es un deber de amistad y es casi en mí, un principio estético. Esta gran figura que se levanta después de la batalla de Santa Rosa y que se llama Julio Roca, este táctico nuevo que concibe y ejecuta un plan con tanta habilidad y exactitud, dejando con la boca abierta a los dos millones de habitantes de la república, necesita que una palabra amiga llegue a su oído para decirle: no te dejes marear. (…) por la sencilla razón de que tú, en posesión de ti mismo, puedes dar una batalla de Santa Rosa día por medio y otra mejor que esa, una vez por semana. La mayor parte de los hombres políticos se esterilizan por apresuramiento. (…) Me parece que tú estás predestinado a ser árbitro de tres cuartos de la república, por lo menos. Para que lo seas en realidad, se necesita que te hagas el zonzo, que te rías, que hables necedades a veces (para nada se necesita más talento que para decir una tontera a tiempo) y sobre todo que no te dejes nombrar ministro ni administrador de cosa alguna, aun cuando sea del lucero del alba, pues todo será que seas algo de esto, para que lluevan sobre ti el descrédito y las injurias. Tente en tus trece hasta dentro de unos cuantos años, de que ya vendrá el tiempo en que con huesos duros y mayor experiencia que la que se necesita para robar gallinas, puedas acomodarle un garrotazo tras de la oreja a la política y convertirte en el hombre más útil de tu país. Yo quedaré de redactor de diarios como siempre, contando las hazañas de mis contemporáneos y sirviendo de blanco aparente a las defensas que debían llover sobre mis defendidos y aunque, en el fondo de mi alma, nunca te creeré otra cosa que un seductor de gallinas, pues era seducción la que ejercías sobre ellas, te ayudaré a gobernar haciendo sofismas sobre tus errores, para hacerlos pasar por actos meritorios”. La carta termina con esta posdata: “Trata de estar aquí lo más pronto posible, para que comamos empanadas, que no he probado desde que te fuiste, porque no sé dónde vive la negra tucumana que las hacía”.

Casi cuatro años más tarde, a principios de 1878, Avellaneda nombró a Roca ministro de Guerra, y así el seductor de gallinas entró, finalmente, en la política grande.
Para entonces, la famosa Conciliación entre los autonomistas y los mitristas había dividido el Partido Autonomista Nacional. Wilde, ya diputado nacional por el autonomismo, era uno de los opositores más críticos de la Conciliación, al igual que Onésimo Leguizamón, quien renuncio al ministerio de Justicia e Instrucción Pública, o Aristóbulo del Valle y Leandro Alem. A fines de 1878 se formó una comisión reorganizadora del partido, integrada por Sarmiento, Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini, Dardo Rocha, Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle y Eduardo Wilde, casi todos ellos contrarios a la política de Conciliación.
Poco después empezaban a discutirse las candidaturas para el recambio presidencial de 1880. La figura de Roca crecía a medida que conquistaba el desierto. En sus largos años de cuarteles había ido tejiendo relaciones sólidas, y su fuerza política en el interior crecía día a día: ya controlaba Córdoba, Mendoza, San Luis, Santa Fe, Entre Ríos, Salta, Tucumán. Desde la poderosa Córdoba lo ayudaban las relaciones de su familia política y, especialmente, su influyente concuñado Miguel Juárez Celman. En el resto del país, mucho tenían que ver aquellos vínculos de colegio, porque sus ex compañeros estaban esparcidos por los centros de poder de cada provincia. Tenía pocos partidarios en la ciudad de Buenos Aires, pero comenzaban a apoyarlo los estancieros bonaerenses que pensaban sacar réditos de la conquista del desierto.
El autonomismo porteño aún no lo tomaba en serio. Las adhesiones del partido se dividían entre Irigoyen, Sarmiento y, en menor medida, Dardo Rocha. Los ex partidarios de la Conciliación apoyaban a los que postulaban a Carlos Tejedor, gobernador y hombre fuerte de la provincia de Buenos Aires, que seguía siendo autonomista, pero cuya candidatura era resistida por la mayoría del partido. Entre los nacionalistas mitristas, que también tenían problemas internos, unos adherían a Tejedor y otros preferían al ministro Laspiur.
Sabemos como terminó esta historia, con la crisis de 1880, luchas civiles, capital en Belgrano y luego Capital Federal en Buenos Aires, y Roca asumiendo con su gran lema de “Paz y Administración”.

En un principio Wilde habría apoyado la candidatura de Bernardo de Irigoyen, tal vez porque creyera –al igual que otros amigos- que Roca debía ser el gran elector, pero aún no presidente. Cuando las cosas se complicaron y los tiempos se aceleraron, se puso claramente al servicio de la candidatura de su amigo. Escribió diversos artículos describiendo la vida y personalidad de Roca, para demostrar que era falso aquello de que Roca era un vulgar soldadote de provincias. Y fue él quien sumó a su amigo Dardo Rocha al pequeño círculo de políticos porteños que trabajaban para conseguir que los porteños aceptaran a Roca. Por eso, años después, Rocha se creyó con derecho a reclamar el pago de esos favores, tanto a Roca como a Wilde, y cuando estos favorecieron a Miguel Juárez Celman, se sintió traicionado.
Roca asumió en octubre del 80. Designó como ministros de Interior y de Justicia, Culto e Instrucción Pública a Antonio del Viso y Manuel D. Pizarro, senadores por Santa Fe y Córdoba, respectivamente, y así cumplió con dos de las provincias que lo impulsaron a la presidencia; a Bernardo de Irigoyen en Relaciones Exteriores, porque fue el mejor canciller de Avellaneda y porque así también cumplía con el partido porteño. En Hacienda mantuvo por unos meses a Santiago Cortínez, ministro de Avellaneda, y luego lo reemplazó por Juan José Romero (interventor de la provincia de Buenos Aires, quien entregó el gobierno a Dardo Rocha), y para Guerra y Marina eligió al experimentado Benjamín Victorica, yerno de Urquiza.
Este equipo debió comenzar por organizar –junto con el Congreso y la Provincia– el arduo traspaso de todos los organismos de la ciudad a la Nación: escuelas, universidad, policía, hospitales, sociedad de beneficencia, cárcel, parques, etc. Asimismo, debieron darle a la municipalidad una carta orgánica, y a la Nación, una moneda.

Wilde, que no tenía ambición de cosa alguna en este mundo, fue nombrado presidente de la comisión nacional de obras de salubridad, institución que ya integraba a nivel provincial. Era, por aquel entonces, el higienista más prestigioso de la ciudad.
¿Por qué, un año después, aceptó el ministerio de Instrucción Pública, Justicia y Culto?
Era liberal -liberal en serio-, miembro principal de cuanta institución o tertulia progresista había en Buenos Aires, Rosario o donde fuera. Y como liberal, lo asustó el camino que Roca tomaba en una materia que para él era fundamental: la relación Estado-Iglesia católica. Esto hoy no quiere decir nada, pero en aquella época quería decir que –dijera lo que dijera la Constitución– la Iglesia dirigía la educación y muchos aspectos de la vida privada de los argentinos, fueran ellos católicos, protestantes, judíos o simplemente agnósticos. El Ministro Pizarro era un católico conservador y pretendía celebrar un concordato con la Santa Sede para reglamentar el patronato, con el aval de Roca. Los concordatos firmados por Roma con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), incluían cláusulas que cercenaban las libertades de cultos, de prensa y fundamentalmente, la de enseñanza.
Wilde, como el senador Aristóbulo Del Valle y muchos otros, eran contrarios a cualquier concordato: para ellos, en una república soberana el ejercicio del patronato debía reglamentarse por ley.
Por otra parte, muy pronto debería debatirse un proyecto de ley de enseñanza y Sarmiento, que debía prepararlo como presidente del consejo nacional de educación, se había peleado con todo el mundo y había sido despedido por Pizarro y Roca. Su reemplazante, Benjamín Zorrilla, no era precisamente liberal.
Esa era la situación cuando, después de una serie de peleas de Pizarro con Rocha y Del Valle, Roca debió relevar a su ministro.
Los católicos se ilusionaban con la posibilidad que el reemplazante fuera Tristán Achával Rodríguez, del mismo grupo político que Pizarro; los diarios sostenían que Roca nombraría al Dr. Pedro Antonio Pardo.
El presidente los sorprendió a todos: el ministro sería Eduardo Wilde, “el pensador más radical de este país”, según La Patria Italiana. Este había aceptado con la condición de que Roca lo apoyara en tres grandes reformas que él consideraba básicas y venía impulsando hacía tiempo: las leyes liberales de estado civil de las personas (registro civil y matrimonio civil), las de instrucción pública –especialmente la de instrucción primaria, gratuita, laica y obligatoria–, y la reorganización del sistema legal y judicial. Y, en cuanto a Culto, le advirtió también que él archivaría el proyecto de concordato con la Santa Sede.
Es por lo menos curioso que Roca haya reemplazado a un militante ultra católico por un militante ultra liberal. ¿Cuál era la posición de Roca? Roca era un pragmático en todo, y especialmente en estas materias, a pesar de tener una formación liberal. Aceptó las ideas de Pizarro por las mismas razones que aceptó a Pizarro: su compromiso con la corriente que lo llevo a la presidencia.
Veinticinco años más tarde, en 1907, Wilde escribiría (en carta a un amigo) las siguientes observaciones sobre la sicología de Roca:
“…Roca no tiene ideas preconcebidas, sino en formas de nebulosas; no es un precursor de los acontecimientos, aun cuando le ocurre ser su preparador real o aparente. No le gusta adelantarse a los sucesos; no los busca; los espera. Esto mismo hace con sus propias ideas: días enteros se pasa espiándolas, atisbándolas, a ver cual sale primero de su fuero interno.
En esos casos es un simple espectador de las escenas de su mente. Salvo excepciones, no tiene preferencias por determinadas fórmulas; él considera que proviniendo todas de un mismo centro, todas pueden exhibir los mismos títulos. (…)
Roca, en política, es un seguidor de la naturaleza; como si se tratara de cosas físicas, examina bien a dónde se dirige la corriente de los hechos inevitables; ve si el río trae o no camalotes y procede en consecuencia…”.
Tal vez la corriente de los hechos inevitables lo llevó a reemplazar al ultra católico por el ultra liberal. O tal vez, afianzado en su presidencia, con mucho más poder, puso a quien realmente quería en esa triple cartera. Al hombre y sus ideas, que representaron el ala izquierda de su gestión.

Wilde logró buena parte de lo que se propuso obtener en materia de educación: una ley de enseñanza laica y el Registro Civil. Fue una lucha durísima, en la que la mayoría de los amigos de Roca de la primera hora estuvieron en el frente opositor. Roca no les pidió que apoyaran aquellas leyes pero tampoco frenó a su ministro, a pesar de las presiones de la Iglesia y de esos mismos amigos, y a pesar de todo lo que fue sucediendo como consecuencia de aquella famosa ley de enseñanza laica. Los hechos ocurridos en Córdoba y en otras varias provincias, lo convencieron que se estaba atentando contra la Constitución y que la soberanía nacional estaba en juego. Por eso, cuando llegó la hora más dramática, no tuvo ninguna duda en firmar la expulsión del nuncio Mattera.

Durante toda aquella presidencia de Roca, Wilde fue su mano derecha, su hombre de consulta en todas las materias, el reemplazante de cualquiera de sus otros ministros en caso de licencia. Se frecuentaban tanto –en el trabajo y en la vida privada- que los diarios opositores solían exagerar con que iban juntos al baño. Lo acompañó como ministro hasta el final de la gestión y, probablemente a su pedido, aceptó seguir con el nuevo presidente, Miguel Juárez Célman, como ministro del Interior. En 1888 finalmente logró que se sancionara la ley de Matrimonio Civil, y poco más tarde renunció por divergencias con Juárez.

Después de la revolución del 90, que Roca patrocinó desde las sombras y que encontró a Wilde en viaje por el mundo, los amigos tuvieron también sus divergencias, bastante profundas. Como ministro del Interior de Carlos Pellegrini, Roca revocó algunos de los contratos firmados por Wilde para dotar a la ciudad de obras de salubridad. Por su parte, Wilde criticó el accionar político de Roca, especialmente en todo lo referente a sus oscuras negociaciones con Mitre para encumbrar a Luis Sáenz Peña.
Pasaron los años y los viajes y los distanciamientos. Cuando Roca regresó a la presidencia en 1898, nombró a su amigo presidente del departamento nacional de Higiene. Juntos viajaron al Brasil para la célebre visita a Campos Salles, y durante dos años la amistad volvió a ser tan estrecha que casi podría decirse que vivían buena parte de sus días juntos.
Wilde era para entonces una figura muy resistida por la prensa opositora que lo responsabilizaba de buena parte de los males del gobierno de Juárez Celman. Corresponden a aquellos años las famosas habladurías sobre el supuesto romance de Roca y Guillermina Oliveira Cézar de Wilde.
En fin…, en 1900 el presidente lo envió a Washington, como embajador a Estados Unidos y Méjico, y de allí a Bruselas y de allí a España.
La amistad siguió por correspondencia, con algunos encuentros en Europa, en los que Wilde cumpliría con el deseo que le expresaba en una carta de 1902: “Tengo hambre de hablar un mes seguido a razón de ocho horas por día contigo, bajo los árboles aquí en el Bois de la Cambre, o en Washington o en California o donde el diablo perdió el poncho”.

Al día siguiente de la muerte de Eduardo Wilde, en septiembre de 1913, Julio Roca le manifestó a Guillermina (por telegrama) su “profunda pena por la desaparición del espiritual y selecto amigo íntimo y compañero de toda mi vida…”.

martes, 7 de octubre de 2014

Individualmente talentosos; grupalmente incapaces...



En 1870 Eduardo Wilde decía, hablando de las valientes cualidades y brillantes defectos de los argentinos: “Tenemos la concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte, es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.

Borges, a Sarmiento, al Papa Francisco, a Favaloro, Leloir, Juan Carr, y tantos, tantísimos otros, muestran lo que nuestro país puede producir... individualmente.
Asombramos al mundo por tantos casos de talento o capacidad individual. 
Azoramos al mundo por nuestra incapacidad para organizarnos y funcionar como grupo.  

Escribo esto a propósito de la siguiente nota publicada hace un rato en INFOBAE.

Nicolás García Mayor tiene 35 años, es ingeniero industrial y fue nombrado uno de los 10 jóvenes sobresalientes del Mundo por su contribución a la niñez, la paz mundial y los derechos humanos
La historia de este joven bahiense, egresado de la Universidad Nacional de la Plata, es increíble: se recibió en 2001, tras vivir dos años en la sala de radiología de una clínica abandonada porque no tenía para pagar el alquiler.
En ese contexto ideó un sistema de urbanización inmediata para implementar en situaciones decatástrofes naturales como terremotos o inundaciones, que permitiría que las personas afectadas puedan ser refugiadas de manera casi instantánea, con la posibilidad de alimentarse y descansar mientras las autoridades trabajan para restaurar los daños y pueden volver a sus hogares.
"La idea es que sea una especie de cajita con alas laterales en la que se genera un espacio de unos 14 metros cuadrados donde pueden vivir hasta 10 personas. Los mismos módulos se encastran y así se pueden armar hospitales o escuelas", explicó García Mayor en diálogo con Eduardo Feinmann en Radio 10.
Luego de presentar el proyecto, el ingeniero industrial emigró a España y trabajó en diferentes empresas importantes de Barcelona, pero decidió volver al país: "Pasé de vivir en una clínica abandonada a tener una casa frente al Mediterráneo. Sentía que me estaba salvando yo solo y no podía estar lejos de mi familia ni de la Argentina, que para mí es algo muy fuerte porque se trata de un sentimiento muy fuerte que va más allá de cuando se juega un Mundial".
Tras retornar al país, García Mayor se instaló en su ciudad de origen y empezó de cero, hasta que en 2012 recibió un mail de la unidad de compra de la ONU para que presentara su vieja tesis/proyecto de ayuda humanitaria. Y a los 15 días lo invitaron a Washington para que lo explique ante distintas organizaciones.
La idea atrajo al mundo porque el sistema de urbanización de emergencia no sólo serviría para paliar los efectos de las catástrofes naturales, sino también sería un salvavidas para los más de 50 millones de refugiados que hay en el planeta a causa de los conflictos bélicos. 
"Aprendí inglés por el camino para poder exponer, y luego de disertar me dijeron que mi idea era increíble, que hace 20 años buscaban algo así y que querían una cantidad importante del producto", recordó el joven. "Les expliqué que era una tesis universitaria que buscaba apoyo, entonces me dijeron 'bueno, de esto se va a enterar el mundo porque queremos que vengas a la asamblea de la ONU para que lo conozcan todos los presidentes. Es algo de película", rememoró.
La historia sumó otro hecho conmocionante porque, antes de presentarse ante la ONU, el joven argentino recibió un mail de la nunciatura del Vaticano: "Me organizaron una audiencia con el Papa así que fui y charlé con Francisco; en un momento, mientras le comentaba el proyecto, me di cuenta de que estaba dialogando con el Papa en Roma y ahí fue como una pausa... Además él empezó a hablar y nos hizo llorar a todos".
El sistema CMax está confeccionado en propileno, aluminio y tela de poliester y consta de una estructura central rígida, dos alas de material flexible que al desplegarse cuadriplican su tamaño, y dos patas telescópicas que separan el piso de la superficie, reduciendo el pasaje de frío y humedad.
Cada módulo, que se puede armar en 11 minutos sin la necesidad de emplear herramientas, incluye un kit de supervivencia. Y mientras permanece plegado, el refugio puede apilarse porque es liviano, pequeño y fácil de almacenar.
Con el impulso del Sumo Pontífice, que lo instó a perseverar porque el mundo necesitaba mucha gente que piense en el otro y le dijo que el proyecto "ya estaba bendecido por Dios", García Mayor viajó a a los Estados Unidos y disertó en la asamblea de la ONU.
Luego de esa experiencia "increíble" el ingeniero volvió al país, donde por estos días sigue con su tarea al frente de una fundación que abastece de alimentos a comedores de Bahía Blanca, aunque ahora lo hace con la distinción de la Cámara Junior Internacional en el rubro "Contribución a la niñez, a la paz mundial y a los derechos humanos", que lo eligió como uno de los 10 jóvenes más sobresalientes del mundo. Todo por la misma tesis universitaria que dejó de ser un proyecto para convertirse en una solución que podría salvar a millones de personas en todo el planeta.