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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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1018.

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jueves, 28 de mayo de 2015

Teodoro J. Schestakow, un sacerdote de la medicina.




Las ciudades y los pueblos de las provincias argentinas suelen bautizar sus avenidas principales con nombres de dirigentes nacionales. Veamos las de mi pueblo: San Rafael, en Mendoza.
Es una ciudad de principios del siglo XX, heredera de una colonia francesa.
Sus avenidas principales son bastante representativas de las disposiciones históricas vigentes hasta hace cincuenta años.
No faltan “San Martín” o “Del Libertador”, un héroe que toda Mendoza siente como propio. Pero los siguientes nombres principales son Bartolomé Mitre e Hipólito Yrigoyen. Bastante menos céntricos, pero también en avenidas, se lucen Rivadavia y Moreno. Belgrano es sólo calle, pero tiene el privilegio de bordear la plaza principal, al igual que Carlos Pellegrini. Avellaneda y Alsina tienen su prestigio, pero Urquiza o Roca han quedado bastante relegados, en callecitas de poca monta. Sarmiento y Alberdi son avenidas, pero casi fuera de la ciudad.
No discuto los criterios. ¡Qué va! Son los criterios porteños, bastante unitarios por cierto.
Los nombres locales, en la periferia, corresponden en su mayoría a militares que actuaron en el regimiento establecido en esta zona que fue de frontera hasta que Roca conquistó el desierto. Los fundadores de la ciudad –Rodolfo Iselín y Julio Ballofett– no brillan pero están. Iselín tuvo en un principio calle principal pero con el tiempo lo mandaron a los suburbios. Sin embargo la escuela primaria de la plaza lleva su nombre. Ballofett fue premiado con la calle (o ruta) que pasaba por su finca, lejos, camino a Rama Caída. Pero la suerte quiso que con el devenir del progreso la calle se convirtiera en estratégica avenida.
Todo esto lo cuento para señalar que el Dr. Teodoro J. Schestakow, el hombre más bueno que vivió en esta tierra, no tiene más calle que un pasaje de mala muerte. Es cierto que el hospital lleva su nombre, pero costó bastante que aceptaran ponérselo.

Vivió dedicado al pueblo de San Rafael durante 62 años, hasta el 29 de mayo de 1958 cuando murió casi centenario. Su funeral fue el mayor acto multitudinario en honor a una persona del que se tenga recuerdo en esta ciudad. Está enterrado en el cementerio local, en una tumba de tierra según sus deseos, con una placa que dice: “Aquí yace el Dr. Schestakow. Trabajó toda su vida. Descansa en paz”.

Había nacido el 3 de marzo de 1864[i] en el imperio de los Zares, pero, curiosamente, no en Rusia sino en Finlandia, en ese tiempo anexada a Rusia. Su pueblo de nacimiento fue Imatra, una localidad de la frontera con Rusia.
Pertenecía a una familia numerosa que ocupaba una posición social y económica destacada. Cursó sus estudios de liceo en Perm, una ciudad industrial en el centro de Rusia, y sus estudios universitarios en la Facultad de medicina de Kazan, donde se graduó de médico el 7 de junio de 1887. En la misma universidad estudiaron, entre otros, Tolstoi y Lenin, quien entró en la facultad de derecho en ese mismo año 1887.  
Según Raúl Marcó del Pont,  mientras estudiaba en Kazan fue acusado –junto a otros muchachos– de participar de movimientos revolucionarios contra el Zar Alejandro III y fue confinado a Siberia donde lo obligaron a ocuparse de la educación de los hijos del representante local del gobierno. Luego, como las acusaciones en su contra provenían de simples sospechas, lo mandaron a Oms, un lugar más civilizado, donde el gobernador resultó ser amigo de su padre. Lo liberaron bajo palabra de no actuar contra el Zar.

Pudo haber realizado una carrera cómoda, brillante y destacada. Sin embargo, consecuente con su ideal superior de liberación y justicia, sacrificó comodidades, fortuna y halagos para no traicionar sus principios. Había prometido no luchar contra el gobierno, pero no podía vivir en un pueblo tiranizado. Por eso, en 1889 abandonó Rusia sin rumbo fijo. Su afán de aprenderlo todo lo llevó recorrer casi toda Europa, el cercano Oriente y el norte de África. De paso, amplió sus estudios en hospitales de las más diversas ciudades; luego se inscribió en los cursos de la Facultad de Lyon, y más tarde en la de Ginebra donde revalidó su título en 1894. Su director de tesis fue el célebre Jacques Louis Reverdin, uno de los padres de la cirugía contemporánea. Recibió premios por sus trabajos de tesis en ambas universidades.
En sus recorridas conoció a las más grandes figuras médicas de Europa, como Pasteur y su asistente Pierre Roux (bacteriólogo, inmunólogo, descubridor del suero antidifteria y cofundador del Instituto junto a su maestro Pasteur), o gran cirujano suizo Emil Kocher.
Curiosamente, hizo sus recorridas por los hospitales y universidades europeas en los mismos años que Eduardo Wilde. Tal vez se hayan cruzado en alguna sala.

Estaba en Ginebra, ya listo para buscar un nuevo destino, cuando alguien le habló de una pobre colonia francesa, allá en los confines de América del Sur. Dicen que el colono Paul Matile, quien éste acababa de perder dos hijos de fiebre tifoidea, mandó a sus parientes en Suiza una carta pidiendo un médico joven para hacerse cargo de la apremiante situación médica de la Colonia Francesa. Aquí sólo venía, de tanto en tanto, algún médico de Mendoza.
Teodoro Schestakow sólo pidió que se le pagara el pasaje.
Llegó en 1896, a los 33 años. Seguramente se asustó pues, usando una frase de Abelardo Arias, nieto de Julio Ballofett, estas comarcas eran puro polvo y espanto.
Si bien la Colonia era bastante pequeña, la población diseminada por todo el entonces inmenso departamento alcanzaba a unos diez mil habitantes.
Rodolfo Iselín lo hospedó en su casa y pronto lo instaló en el único Hotel –el Unión– donde atendió hasta que tuvo un consultorio con pequeño sanatorio en el predio donde hoy está en Banco Nación local, propiedad de Iselín.
De esos primeros años de práctica se destacan tres hechos científicos importantes:
En 1898 Schestakow fue el primer médico que empleó con éxito en el país el suero antidiftérico logrando salvar muchas vidas y combatir una tremenda epidemia.
Más tarde, en el comienzo de otra terrible epidemia, de peste bubónica, supo diagnosticarla a tiempo y supo vencerla eficazmente gracias a las medidas que él personalmente llevó a cabo, a costa de su propio peculio.
Finalmente, cuando San Rafael fue asolada por la viruela, solicitó a las autoridades sanitarias del país las vacunas necesarias para combatirla. No le enviaron nada. “No había vacunas; otro médico hubiera aislado los enfermos y se hubiera cruzado de brazos dejando que la muerte diezmara la población”, dice el doctor Francisco Yazlle en 1953, “El Dr. Schestakow con su alto espíritu de responsabilidad y su saber unido a su ingenio y al propósito de vencer, supo resolver el problema y salvar a la población: inoculó la enfermedad a dos terneras donadas por su amigo Iselin y así obtuvo el material para propagar la vacuna salvadora”[ii].
Muchas veces en estas tareas, que efectuaba personalmente, expuso su propia vida para salvar las de los demás. Y agrega Yazlle: “¡Y pensar que hubo quien pretendió prohibirle ejercer la profesión! Cabe mencionar que desempeñó los cargos de médico municipal, policial, provincial, nacional y hasta militar durante largos periodos. Y todo con carácter ad-honorem”.

Los nacidos en San Rafael hemos crecido escuchando historias, escritas y no escritas, sobre la actividad legendaria de este médico y ser humano excepcional. A caballo o en carreta recorría los pedregosos, interminables caminos, callejones y senderos, cruzando vados y ríos helados, para atender a los dolientes de los distritos más alejados, hasta llegar a General Alvear (a 90 km de San Rafael). Tenía casa propia y una frazada en cada rancho, y cuando no le podían pagar ni con una gallina, él sacaba mercadería a su cuenta en los almacenes para dársela a sus pacientes más pobres, los más queridos.
Schestakow era comunista practicante y probablemente ateo, pero buen seguidor de las enseñanzas de Jesús. Muchos habrían dado la vida por él, y por allí se recuerda que cierta vez, mientras cabalgaba solo en uno de sus larguísimos viajes, fue asaltado por bandidos. Cuando lo reconocieron, los maleantes se descubrieron la cabeza, le pidieron disculpas y se alejaron avergonzados. También se cuenta –no sé si será verdad o leyenda- que cuando, ya grande, quiso volver a su patria, todo el pueblo se agolpó en la estación, para impedir su partida.
Cada familia tiene su historia particular, y la mía también. Mi abuelo Felipe Brown, un inglés que llegó en 1905, era amigo de Schestakow. A pesar la diferencia de edad, compartían sentido del humor, trasnochadas y larguísimas conversaciones. Andando lo tiempos, salvó la vida de mi madre que de chica enfermó gravemente de fiebre tifoidea. Mi abuelo contaba que cierta vez, estando en Buenos Aires, sufrió de alguna dolencia que no recuerdo y fue allí a un especialista quien, luego de revisarlo, tomó de su biblioteca un libro para buscar detalles de esa dolencia. Se sentó a consultarlo y mi abuelo vio que el trabajo que leía era de Teodoro J. Schestakow.

El periódico local, El Comercio, del 16 de octubre de 1953 informa sobre un homenaje que se rindió a Schestakow, consistente en descubrir una placa de bronce en el frontispicio del hospital que ya llevaba su nombre. El diario reproduce completo el discurso del Dr. Francisco Yazlle, en nombre de la Sociedad Médica de San Rafael, frente a un Schestakow de 90 años, que lo escuchaba atentamente sentado en su auto, con la puerta abierta, a un metro de distancia. Estaba viejo y delicado de salud, pero perfectamente lúcido.
Yazlle, emocionado, decía que la sociedad médica lo había nombrado socio honorario, único hasta entonces, pues para todos ellos era, además de su decano, un “verdadero sacerdote de la medicina”, un ejemplo de vida.
Fue también un acto de desagravio. Años antes, algunos se habían opuesto a poner su nombre al Hospital por ser un médico extranjero; es más, hubo quienes iniciaron gestiones para prohibirle el ejercicio de la medicina por la misma razón, buscando resquicios en leyes absurdas. Al parecer, hacía mucho que no pisaba ese hospital que llevaba su nombre. Eran tiempos del primer gobierno de Perón.
“En esta era de tergiversación de valores –decía Yazlle–, en la que se recuerda y se admira más fácilmente el nombre de un boxeador o de un caballo de carrera y se olvida o se desconoce los de los grandes benefactores de la humanidad, resulta reconfortante para el espíritu comprobar o participar de los actos de reconocimiento a las figuras que constituyen auténticos valores”.
Y contaba que había sido muy difícil conseguir que Schestakow accediera a ese simple acto de reconocimiento. “Su desinterés y su modestia fueron seria valla para obtener su aprobación, y aun así, lo aceptó con la condición que él expresara el homenaje al médico anónimo tal como cuando se rinde honores al soldado desconocido”.
Dirigiéndose directamente a Schestakow, Yazlle le aseguró que no se lo homenajeaba por ser el primer médico de San Rafael, sino por sus más de 60 años de actividad eficiente y progresista en beneficio de este pueblo; por las miles de vidas que salvó, por la infinidad de ideas y gestiones que realizó en favor de la higiene y la cultura de ese pueblo: “Bien sabemos que su espíritu altruista nunca buscó el halago y la riqueza, ni le seduce la bambolla barata del elogio; pero usted doctor Schestakow no puede evitar la entusiasta y sentida expresión de gratitud que brota espontáneamente del corazón de todos y que le dicen: gracias Dr. Schestakow por todo el bien que usted ha hecho en este magnífico y pujante pueblo; y que es magnífico y pujante porque usted fue un puntal importante que, junto con otros valientes y esforzados visionarios, supieron y pudieron hacerlo así”
Yazlle recordó la abrumadora tarea que debió desarrollar en un departamento tan extendido como San Rafael (y Alvear y Malargue), sin caminos, casi sin medios de transporte, con una pésima higiene y sin los materiales necesarios para poder actuar. Así debió ingeniárselas para resolver los infinitos problemas que la medicina le planteaba. “Él todo lo suplió con el dínamo grande de su corazón generoso, con el sentido de la responsabilidad que le cabía en este medio en que todo estaba por hacerse. No tenía para él valor el tiempo, las inclemencias de la naturaleza: si el enfermo necesitaba de él, iba a caballo, en sulky, en lo que tuviera más a mano, pero iba. Sus puertas estaban abiertas, como abierto ha estado su corazón y su mano. Sobran los antecedentes para afirmarles ahora de que el menesteroso encontró en él además de la atención médica gratuita, el remedio y junto con el remedio, los consejos paternales, la mano sobre el hombro y, no pocas veces, hasta el dinero deslizándose en el bolsillo de aquel que encontró todo, no en un consultorio, sin en la casa de un amigo”.
Así fue la larga vida de este médico ruso que habiendo podido ser una eminencia reconocida mundialmente, eligió servir como un sacerdote en un pueblo rural de los confines de Sud América.
El mejor homenaje que se le podría hacer sería lograr que el hospital que lleva su nombre fuera digno de sus enseñanzas de vida.




[i] El año de nacimiento surge de la Federación Universitaria de Cuyo; otros la sitúan en 1867.
[ii] El Comercio 16.10.1953.

martes, 12 de mayo de 2015

¡Argentina, levántate!


Pido disculpas por hablar en primera persona, pero estoy argentinamente deprimida. Mi espíritu patrio está harto y asqueado de este sistema de pavura.

Argentina está sitiada por un gobierno de impostores: ladrones que dominan a los más humildes con limosna; a los amorales con negocios; a la clase media con cuotas; a los ignorantes con circo; a los desmemoriados con cuentos de hadas y monstruos; a los díscolos con amenazas, y al resto con impotencia paralizante.
Me incluyo en el último grupo, con tristeza y bastante vergüenza.

¿Cómo salir de esta encrucijada?
Sólo con dirigentes políticos probos que no vayan tras las encuestas, sino que sean lo suficientemente creativos como para despertar la dignidad dormida, para poner de moda la República Honesta, para restablecer la cultura del trabajo.

El mayor logro de Sarmiento no fue levantar escuelas sino poner de moda la educación en un país que acababa de salir de un tiempo tan oscuramente oscuro como el actual.
La impotencia nos hace pensar que la decadencia de la educación y los valores nos priva de futuro.  Pero me permito recordar que la brillante Generación del 80 creció en tiempos de Rosas, con similar desintegración social, política y educativa. Con similares relatos y una grieta notoriamente parecida.
Es cierto que éramos muchos menos, y es cierto que el sistema democrático en el que estos hombres actuaron era bastante defectuoso. Ellos lo sabían, pero estaban convencidos que el sufragio sólo se perfeccionaría con educación, que sólo los hombres educados pueden ser libres para elegir a sus gobernantes. Con ese convencimiento hicieron de la educación sarmientina una idea fuerza, una religión. Sabían que todo progreso –social, político, industrial o científico- estaba íntimamente ligado a la educación.

Por supuesto que el mundo ha cambiado mucho, pero si es cierto aquello de que sólo los pueblos que conocen su historia pueden proyectarse un porvenir, entonces estudiemos lo que la Generación del 80 hizo para salir de un presente tan sórdido como éste.

Basta de futbol para todos, pasajes de avión para todos, ladrones para todos, y cuotas y cuotitas para todos. Basta de limosnas para los pobres, basta de Estado-Sociedad de Beneficencia.

Concentremos nuestros esfuerzos –y el dinero del Estado- en lograr Trabajo para Todos, Salud para Todos, Educación para Todos, Justicia para Todos y jubilaciones dignas para todos nuestros viejos. Así lograremos, con el tiempo, Seguridad para Todos, y tal vez, algún día, la ansiada República para Todos.  



martes, 7 de abril de 2015

Párides Pietranera: Un valiente olvidado.

Si hubiera vivido, tal vez habría un hospital con su nombre. Murió en un día de Pascuas de 1871, cumpliendo con su deber en una ciudad devastada por la aterradora fiebre amarilla.
Eduardo Wilde decía que el médico que se atreve a entrar en un pabellón apestado de fiebre amarilla, es tanto o más valiente que el soldado que entra en un campo de batalla.
Pietranera nació allá por 1846 en Buenos Aires, aunque hay quien dice que fue en Entre Ríos. Lo cierto es que se formó –como pupilo– en el histórico colegio de Concepción del Uruguay. Allí lo conoció Wilde, quien lo quiso como a un hermano menor.
No pudo terminar su secundaria en Entre Ríos porque fue expulsado en tiempos del  mediocre rector Domingo Vico, quien, a poco de asumir, debió sufrir un motín de naranjazos. Pietranera no sólo fue uno de los cabecillas, sino también uno de los que galopó hasta San José para pedir la intervención de Urquiza. Tal vez por eso, cuando en agosto de 1864 pidió al ministro de Instrucción Publica una beca para concluir sus estudios en Buenos Aires y  poder “seguir en la larga carrera que me he impuesto, cual es el estudio de la medicina”, el gobierno de Mitre se la negó, alegando que el número de plazas estaba completo.
Finalmente, a puro esfuerzo, pudo terminar sus estudios en el Nacional Buenos Aires e iniciar su carrera médica. Compartió pobreza, estudios y estudiantinas con su “hermano” Wilde y futuras celebridades como Ignacio Pirovano, Lucio Melendez, Ricardo Gutierrez, Tomás Perón, Juan Bautista Gil, etcétera, etcétera.
Era un muchacho de figura desgarbada y generosa cabellera, detrás de cuyos ojos mansos se escondía un idealista dispuesto a jugarse por las buenas causas. Y la primera buena causa le llegó temprano en la vida, cuando a fines de 1867, en plena guerra con el Paraguay, estalló  la bestia del cólera. La devastadora  epidemia dejó unos 8.000 muertos en Buenos Aires.
Muchos estudiantes tuvieron un comportamiento ejemplar, tanto en la ciudad como en la campaña, donde habían ido a refugiarse los porteños llevando el mal a cuestas. Mientras Wilde, estudiante de cuarto año, dirigía el principal lazareto de la ciudad, porque no se consiguió médico presente que se hiciera cargo, Pietranera, alumno de segundo año, debió ir a Navarro. Ese pueblo, como tantos otros, había pedido médicos a la capital y lo único que consiguió fue este estudiante de 22 años, quien partió para hacerse cargo, él solo, de un dramático caos: las víctimas caían de a cientos y aumentaban día a día, el único médico había desertado, los inteligentes que venían actuando estaban enfermos de agotamiento, los cadáveres se dejaban tirados y muchos vecinos sanos huían abandonando a sus parientes enfermos. Pietranera no se achicó: trabajó semanas y semanas, sin descanso, atendiendo en el lazareto y acudiendo a los desesperados llamados en casas y ranchos infestos, mugrientos, sanando, consolando y ayudando a bien morir.
Terminada la epidemia, los estudiantes siguieron con sus estudios. Wilde se recibió a principios de 1870 y rápidamente comenzó a adquirir prestigio y dinero. El solía decir –medio en broma, medio en serio- que parte de su éxito se debía a que tenía un apellido inglés, pues los porteños siempre preferían a los extranjeros. Y contaba que su compañero Pietranera cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose  Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico.
A principios de 1871 Blackstone estaba por iniciar su sexto año cuando llegó una nueva peste, fiebre amarilla, la peor tragedia que ha vivido la ciudad de Buenos Aires: 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una ciudad envuelta en caos, atendida por muy pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron.
Wilde combatió en el foco central de San Telmo, asistido por el practicante Pietranera, hasta que después de un mes y medio de tremenda lucha, el muchacho cayó herido por la fiebre. Murió en sus brazos el 4 de abril, día en que los muertos fueron 400.
Esa misma noche Wilde escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión Popular, esta  conmovedora carta:
“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de tantos.
Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”.
Bilbao cumplió inmediatamente. Al día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería él también.
“La Comisión ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Pietranera”, decía la nota, “que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensible la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…” .
Una vez cumplido el primer encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Eduardo le había pedido, transcribiendo su conmovedora carta, y comunicando la compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “El Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir a Pietranera”.
Wilde volvió a la lucha al día siguiente, pero pocos días más tarde él también fue gravemente atacado por la fiebre que combatía. Se salvó y fue uno de los pocos médicos que recibió todas las medallas y distinciones que se otorgaron a los héroes de la fiebre amarilla.

Pietranera, en cambio, quedó en el olvido.

miércoles, 4 de febrero de 2015

De vinos, enemigos y personalismos.







Dicen que el vino de YPF (bodega Catena Zapata) es muy rico, pero yo no lo pude disfrutar. Me quedé colgada con la etiqueta: la denominación “El Enemigo”; un error en una frase, y un concepto tan feo como rebuscado
La frase es en inglés –vaya a saber por qué- y dice: “Un single vineyard”.
El concepto, que supuestamente explica el nombre es el siguiente: “Al final del camino sólo recuerdas una batalla, la que libraste contigo mismo, el verdadero enemigo; la que te hizo único”. ¿Qué tal?
No sé qué quisieron transmitir, pero me suena a un acto fallido. Para Cristina Kirchner y sus secuaces todos los que no están con ellos son sus enemigos: el campo, la clase media, los Estados Unidos, Europa, los bonistas, los sindicalistas opositores, los periodistas, los que dejaron de ser sus aliados, yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos.
Lo que yo no sabía era que ellos mismos eran enemigos de ellos mismos. Pero si analizamos los hechos de los últimos días, no es tan absurdo: los dirigentes kirchneristas actúan como enemigos de sí mismos, ansiosos por autodestruirse.

Me acuerdo de una frase de Eduardo Wilde a propósito del gobierno personalista de Miguel Juárez Celman y la situación del país en 1890: “El Presidente, en tal estado del país, era tan poderoso, que sólo él mismo podía destruirse a sí propio. ¡El colmo del personalismo!”

jueves, 29 de enero de 2015

Aristóbulo del Valle, según Wilde.

Aristóbulo del Valle (1845-1896) era esencialmente un hombre noble, además de gran demócrata, destacado jurisconsulto y notable orador.
Hoy se cumple un año más de su muerte y es bueno recordar lo que escribió por aquellas horas su íntimo amigo Wilde, que fue, a la vez, su gran adversario político en tiempos del gobierno de Juárez Celman.
Hay una innumerable cantidad de anécdotas sobre aquella enemistad política, la más leal que he encontrado en la época.
Del Valle y Wilde se habían conocido de muy jóvenes, recién llegados a la ciudad de Buenos Aires, el uno de Dolores, el otro de Entre Ríos. Los unía la condición de muchachos rebeldes y pobres, que debían trabajar de cronistas para vestirse, comer, pagarse un techo y costearse el ingreso a la universidad. Por un tiempo vivieron juntos, en alguna casa conventillo del sur. Se recibieron más o menos al mismo tiempo, el uno de abogado, el otro de médico (ya ambos eran destacados periodistas), y juntos comenzaron a militar en el partido de Adolfo Alsina que luego –unido a los partidos provinciales- se convirtió en el Partido Autonomista Nacional y llevó a Nicolás Avellaneda a la presidencia de la Nación. En 1876 Del Valle fue elegido senador nacional y Wilde diputado nacional. Ambos se alejaron del oficialismo cuando Avellaneda firmó la Coalición con el partido de Mitre, y ambos volvieron para la reorganizar el partido con vistas al recambio presidencial de 1880.
Durante el primer gobierno de Roca, Del Valle apoyó desde el Senado la gestión de Wilde como ministro de Instrucción Pública. Sus caminos políticos se separaron allá por 1885, cuando comenzaron a discutirse las candidaturas para 1886. Del Valle apoyaba a Rocha; Wilde a Juárez Celman. Durante la presidencia de este último, Del Valle era senador, Wilde ministro del interior.
En 1887 se combatieron a capa y espada en el Senado por el proyecto de ley de licitación de las obras de salubridad, protagonizando uno de los debates más interesantes de la historia del parlamento argentino, pero en 1888 se unieron para luchar juntos por la ley de matrimonio civil.
Wilde ya no estaba ni en el gobierno ni en el país cuando Del Valle, junto a Leandro Alem, dirigió la revolución de 1890 que volteó al presidente Juárez Celman.
En julio de 1893 el presidente Luís Sáez Peña llamó a Del Valle –en calidad de ministro de Guerra– para que le formara gobierno. Del Valle, que a diferencia de Alem ya no era golpista, tomó la oportunidad de hacer la revolución desde adentro del gobierno.
Su plan era auspiciar insurrecciones provinciales que llevaran a la intervención de las provincias, y a la realización de elecciones libres. Lo puso en práctica inmediatamente. Mientras esas conspiraciones radicales estallaban, a fines de julio, en San Luis, Santa Fe y, especialmente, en la provincia de Buenos Aires de la mano de Hipólito Yrigoyen, Del Valle arengaba a las masas desde el balcón de la Casa Rosada.
De la oligarquía, pasábamos a la demagogia, diría más tarde el entonces joven Carlos Ibarguren: “Recuerdo el delirante entusiasmo con que los estudiantes aclamábamos al ministro tribuno cuando decía a la turbamulta, desde los balcones del Palacio de Gobierno: ‘Hemos ensayado la revolución y el intento no fue estéril porque estos son sus frutos’”. Lo de Del Valle fue estruendoso –y casi delirante– pero duró sólo un mes porque debió renunciar cuando la Cámara de Diputados se negó a aprobarle las intervenciones, o más bien los gobiernos surgidos de las revoluciones radicales.
Wilde observó aquella gestión con profunda pena. Años después, recordaría: “Los furiosos días de destrozo en que Del Valle, ya enfermo, arremetía contra todo (…) si hubiera durado un poco más habría incendiado la república desde Jujuy hasta Patagones”. Es que ya en esos días de julio-agosto del 93, Wilde encontraba a su amigo desmejorado física y moralmente. “Todo individuo que deja de parecerse a sí mismo”, sentenciaba, “está enfermo”, y este Aristóbulo público no tenía mucho que ver con el gran Senador, ni con el liberal convencido de otros tiempos, ni con el polemista bienhumorado con el que se había batido en el Congreso.

Aristóbulo del Valle murió a los 50 años, el 29 de enero de 1896. Al día siguiente, después de los funerales –en los que resonaron las voces de Alem, Guido y Cané–, Manuel Láinez le pidió a Wilde un estudio para El Diario. A la medianoche, sin poder  dormir, tomó papel y lápiz y escribió:
“Mi querido Láinez:
¡Si uno pudiera expresar sus sentimientos!... pero los conflictos internos sólo toman formas visibles a través del cerebro que los analiza y los enfría.
Mi gran tendencia por esta razón ante la tumba recién abierta, era callarme; ni hablar ni escribir. Tu tarjeta me aparta de esa idea pero no puedo por ahora llenar en debida forma tu indicación, prometiéndote para más tarde, para cuando se haya atenuado o desvanecido el estupor causado por la muerte de nuestro amigo, un estudio sobre su vigorosa personalidad. Hoy semejante trabajo sería inoportuno y además no me siento con ánimo para hacerlo. La muerte de Del Valle, aunque prevista, me ha causado una profunda impresión. Cuando lo vi tendido, frío, muerto, ese instinto que nos obliga a disimular nuestras angustias, ese pudor del sentimiento que no desea exhibirse, me obligó a buscar un refugio en un acto mecánico cualquiera y trasladando mi cuerpo a una ventana me puse a mirar la luna triste, serena, el cielo impasible, el río tranquilo en contraste con la reciente tragedia.
No he dormido estas noches; la cara quieta de un Del Valle extraño, estaba ahí, pasando y repasando, mezclada a los ensueños fantásticos, rápidos, indecisos de un adormecimiento que comienza y se suspende. Extraño, sí, porque no tenía esa sonrisa perpetua, cariñosa, con la que me saludaba siempre al encontrarnos.
¡Cuántos mueren después que uno es hombre! Mientras fui niño, nadie se murió o no formando yo parte de ninguna falange, no vi caer ningún compañero a mi lado en la batalla de la vida.
Ahora cuento por cientos las plazas vacías marcadas con un recuerdo afligente o regadas por una lágrima.
Más tarde, dentro de una hora en el rodar del mundo, no habrá sobre la tierra uno solo de los que ahora respiran, de los hombres, de los niños, de los que han nacido hoy mismo, y ese universo de pasiones que nos agita con su historia de heroísmos o de sufrimientos se habrá hundido en la nada.
¡Y tanto afán para morderle un pedazo más de tiempo a este minuto que dura la vida humana!
¿De qué le han servido a Del Valle su inmensa tarea en los tiempos duros y difíciles, cuando buscaba procurarse el sustento, su existencia azarosa, intranquila, trabajada más tarde, bregando en la prensa, en los atrios, en el parlamento y en el gobierno, si al tocar las fronteras de la tierra prometida, donde le era dado esperar la merecida recompensa, cae abatido por la suerte ciega?
Hace apenas veinte días, hablando con él y viendo en su semblante los signos manifiestos de la terrible enfermedad, cuyo desenlace era ya previsto, le decía: no escribas, no leas, no trabajes, ya has hecho lo bastante para realzar tu nombre; toma a pecho la tarea de vivir y no te ocupes sino de pasar tu tiempo en trato ameno con gente agradable y despreocupada. ‘No’, me contestó, ‘ahora voy a concluir unos apuntes para mis alumnos y después voy a tomarme un mes de reposo’. ¡No ha concluido sus apuntes y su reposo es eterno!
La otra noche, al salir de su casa, mirando la inmensa fila de coches y la procesión de gente que iba por las veredas, pensaba en la justicia humana tan estúpida unas veces y tan atinada otras; en la popularidad tan esquiva para sus perseguidores y tan espontánea para sus favoritos.
Uno de ellos era Del Valle.
El homenaje que le rinde el pueblo lo comprueba.
Por mi parte no puedo ofrecerle sino el de la expresión de mi cariño, recordándolo y haciéndolo recordar; conservando y acariciando las reminiscencias de su bondad serena, de su índole blanda y de sus delicados afectos.
Soy tu afectísimo,
E. Wilde
Enero 30 de 1896.
Días después, más tranquilo, comenzó a escribir un estudio sobre la personalidad de su amigo Del Valle. La introducción de aquel estudio, decía:
“Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestro juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación, cariñosa y optimista, unas veces apasionada e injusta otras…(…).
No pretendo decir yo sobre Del Valle la verdad absoluta, que nadie posee, sino la verdad relativa, haciendo la copia honrada de mis conceptos íntimos, y siendo que toda verdad es una sinceridad de juicio aunque el juicio sea errado, tal vez mi acuarela sobre mi pobre amigo no se acomode a la estampa de su figura moral tomada por la mayoría de sus compatriotas.
No tenía condiciones para hacerse caudillo, le faltaba para eso parecerse a la gran masa y tener sus defectos, pero sin serlo, era querido por el pueblo y tenía acción sobre los grupos formados de elementos heterogéneos y aun de gente escogida.
No era, en mi opinión, un hombre a quien todos entendieran, pero no tenía necesidad de ser entendido: le bastaba impresionar.
Sus medios eran estéticos: su acción su palabra y su conducta, inconsistentes muchas veces ante el escalpelo de la crítica fría, eran salpicados de pasión bien humorada y obraban en su circuito al modo que obra la belleza sobre los sentidos: sin discusión.
Hemos sido amigos desde que nos conocimos y jamás nuestra amistad se ha suspendido ni se ha enfriado, ni aun bajo la influencia de las disidencias políticas ni de las preferencias personales.
Cuando nos conocimos éramos dos muchachos sin ropa y sin ambiciones.
Él hablaba, declamaba, hacía un discurso con cualquier motivo y yo admiraba su fecundidad portentosa desde la inseguridad de mis vacilaciones provincianas”.
El trabajo quedó trunco, pero Wilde guardó esas dos o tres páginas escritas, que serían incluidas en un tomo de sus Obras Completas: Recuerdos, recuerdos…


(Fragmentos de Eduardo Wilde, una historia argentina.)

domingo, 4 de enero de 2015

¿Es realmente hoy el cumpleaños número 145 del diario La Nación?




La Nación del día de la fecha nos dice: “Hoy, LA NACION cumple 145 años de existencia. La fundó Bartolomé Mitre, quien dos años atrás había entregado la presidencia de la Nación a Domingo Faustino Sarmiento, a fin de continuar, sobre la proyección cultural de un nuevo medio periodístico, sus luchas políticas”.

Si fundar La Nación es sacarle una palabra (en desuso) a un diario y cambiarle el lema, entonces sí, el 4 de enero de 1870 se fundó La Nación.
La verdad es que el diario La Nación Argentina, fue fundado en 1862 por José María Gutiérrez, secretario privado de Mitre en Pavón, pero desde el mismo día de su nacimiento respondió al general Bartolomé Mitre y fue conocido, simplemente, como La Nación.
A partir del 4 de enero de 1870, La Nación Argentina pasó a la propiedad de una sociedad controlada por Bartolomé Mitre (Gutiérrez permaneció como socio minoritario hasta 1879) y cuatro meses después se mudó, junto con la imprenta, a casa del General (San Martín 144). Mitre suprimió la palabra Argentina de la denominación del periódico y, aunque pretendió diferenciarse cambiándole la numeración y diciendo que La Nación Argentina había sido “un puesto de combate”, mientras que La Nación sería “tribuna de doctrina”, mantuvo la misma línea editorial, las mismas luchas y al mismo belicoso José María Gutiérrez como redactor. Como bien diría Sarmiento en 1878, Gutiérrez “ha de ser siempre el perverso que el general Mitre tomó muchacho aún de secretario íntimo, de redactor de sus diarios, de compañero de negocios, de matón y bravo, para morder y lacerar a los otros…”.

En ese supuesto primer ejemplar de La Nación, dice en su editorial: “El nombre de este diario, en sustitución del que lo ha precedido, LA NACION, reemplazando a LA NACION ARGENTINA, basta para señalar una transición, para cerrar una época y para señalar nuevos horizontes del futuro./ LA NACION ARGENTINA era un puesto de combate./ LA NACION será una tribuna de doctrina”. Y más adelante: “LA NACION ARGENTINA fue una lucha. LA NACION será una propaganda”.
Vale destacar que cuando, en febrero de 1864, Héctor Varela volvió a hacerse cargo de la dirección de La Tribuna en lugar de su hermano Mariano, también planteo un cambio en ese periódico diciendo que combate era una palabra del pasado y debate la del presente.

Eduardo Wilde se hizo conocido en Buenos Aires, a los 18 años, como cronista del diario La Nación Argentina, hasta que lo echaron allá por 1865. Con los años sería uno de los críticos más acérrimos de Bartolomé Mitre y La Nación. A su vez Mitre combatió a Wilde como ninguno, a veces con malas artes, quizá porque nunca le perdonó artículos mordaces o sarcásticos o simplemente humorísticos sobre su famoso diario. Artículos como éste de 1874:

“Mitre ha sido todo por elección de sus compatriotas, hasta orador.
A él le han regalado una casa, una imprenta, un diario, muebles, libros; hasta reputación de literato le han regalado, ¿qué más ambiciona un hombre que ha sido todo y le regalan todo?
¿Qué le regalen también la presidencia otra vez?
Nosotros nos oponemos formalmente a eso.
Que le regalen una capilla con un altar, donde coloquen su imagen, santo y bueno.(…)
Pero el general Mitre es una gloria nacional, dicen sus partidarios.
Será lo que quieran, las banderas de la catedral son también glorias nacionales, y están guardadas sin que nadie intente sacarlas para llevarlas a la cabeza de las reuniones populares.
La historia dirá si el general Mitre es una gloria nacional o no; lo que nosotros decimos es que el general Mitre tendrá las más bellas cualidades del mundo, pero que no es de actualidad, y que no mueve el corazón del pueblo, de tal modo que quiera hacer de él por segunda vez su presidente.
El miserere del Trovador es una obra maestra en materia de música; no hay oído rebelde, indómito o salvaje (…) que no se conmueva con esos acordes celestiales que llenan de dulcísima angustia el corazón, mientras un llanto benéfico humedece los ojos; (…) y sin embargo, el miserere del Trovador, cuando abandonando el escenario de los teatros y la garganta de los artistas de mérito, se hizo sonata de organito y recorría las calles lanzando sus quejidos melancólicos tras de los nervios acústicos de cualquier filarmónico bárbaro; cuando veinte vueltas de manubrio en cada esquina, dadas por la mano callosa de un músico ambulante que puede ser vendedor de fruta o lustrador de botas en cualquier tiempo, producen y desprestigian la divina pieza, el miserere del Trovador sin dejar de ser la obra famosa del arte, se convierte en la fastidiosa y repetida sonata que concluye por hacerle tapar los oídos al más entusiasta admirador de Verdi.
Pues el general Mitre es (…) el miserere del Trovador, convertido en sonata de organito.
Necesitamos pagarle al organista para que no la toque más…”.

O este de 1885:

“Todos saben sin duda, lo que es un diario de crédito; entonces no se necesita definirlo.
Entre nosotros tenemos varios, pero hablaremos sólo de uno: La Nación.
Un diario es un hombre, el que lo dirige o lo inspira.
La Nación por lo tanto es D. Bartolo, como se le llana familiarmente al General Mitre.
La Nación tiene, como su dueño, una tradición. Se fundó para sostener el gobierno del General Mitre y debió su éxito primero a una nimiedad, al hecho de poner en lo alto de la primera página la salida de los trenes, lo que lo asemeja a una guía, y por lo tanto le daba grande importancia, pues por aquellos tiempos no había guías en Buenos Aires, y secundariamente al vigor de su redacción, que se hallaba a cargo de un hombre de talento, fanático por Mitre y tan austero en su culto que era la copia fiel de las religiosas que se pasan adorando a Dios toda su vida sin que Dios se acuerde de ellas para nada.
Después La Nación, La Nación Argentina, que así se llamaba, entró en deliquio, se derritió, casi se fundió como empresa; y de evangelio que era, para salvarse tuvo que convertirse en asunto de Bolsa. Se ideó un capital por acciones, se inventó accionistas, se supuso que algunos pagaron sus acciones y se cobró su cuota a los inocentes.
Al poco tiempo las acciones valían lo que valen las de las minas de Amambay y Maracayú; cualquiera las podía regalar a cualquiera.
Esta catástrofe se atribuyó sin duda a que el título del diario era muy largo, pues poco tiempo después vimos perder a ese título más de la mitad.
La Nación Argentina se quedó en Nación sola.
Por estas épocas el partido mitrista estaba en derrota y sus afiliados se ocupaban de dos cosas:
1ª Leer La Nación era caso de conciencia.
2ª  Tramar revoluciones.
No hablamos de una tercera ocupación, la de salir mal en todas las empresas, porque eso no era un principio sino una consecuencia.
La Nación progresaba, se vendía como se vende la biblia en Inglaterra, y le sucedía lo que le sucede a la misma biblia: nadie la entendía.
Pero eso no importaba.
Un mitrista, por aquellos días, no almorzaba antes de leer La Nación, como los curas que no almuerzan antes de decir misa.
Una vez leída La Nación, ya estaban listos para todo, briosos y contentos; el sastre les podía tomar medida, para hacerles ropa, podían hacerse cortar el pelo; se resolvían a pasar por la casa de sus novias, y se hallaban, en fin, en actitud de emprender las más grandes conquistas y de discutir amplia e inútilmente todos los problemas sociales.
¿Ha leído Ud. La Nación? se preguntaban unos a otros en la calle.
Una mirada terrible era la sola contestación, una mirada que quería decir: ‘¿Acaso no soy hombre?’
El hecho es que en aquella época, el partido mitrista era una religión con todos sus atributos, y cada mitrista un devoto fanático, intransigente, apasionado y sincero. Creer en Mitre era creer en Dios.
No importaba que Mitre perdiera todas las elecciones, fuera vencido en todas las cuestiones y se alejara cada día más del Poder público; él era Dios, quien como se sabe puede mandar epidemias, hambres, terremotos, inundaciones y temblores sin que a nadie se le ocurra negar que Dios es bueno, justo y misericordioso.
No eran los suscriptores quienes sostenían La Nación; era la fe, la creencia en un Mitre supremo creador y orador de todas las cosas, aunque todas le salieran mal.
Esta idolatría ha continuado; la religión de Mitre ha perdido, es cierto, la mayor parte de sus adeptos, pero todavía cuenta numerosos y arrumbados sus creyentes que sostienen el culto y se desayunan con La Nación.
¿Cuál ha sido entre tanto el papel de ese gran diario en la política del país?
El mismo que el de su actual propietario.
Sirvió un tiempo para mucho; hoy no sirve sino para anular a sus allegados.
Nadie ha hecho carrera al lado de ‘Mitre’; sus prohombres han tenido el triste privilegio de hundirse y de envejecerse estérilmente.
Ahí continúan atados a una tradición hombres de verdadero talento, que no se atreven siquiera a hacer lo que les manda su conciencia y lo que les dicta su convicción.
Pero están sanos y contentos, y se encuentran compensados con estar sentados a la diestra de Dios padre todopoderoso, mientras la República marcha con una velocidad vertiginosa.
Lo mismo ha sucedido con los colaboradores de La Nación.
El que entró allí de cajista, se ha muerto de cajista; el que entró de noticiero, de cronista o de receptor de avisos, siguió, si no se murió o se fue, de noticiero, de cronista o de receptor de avisos por los siglos de los siglos. Amén.
Los redactores se han aburrido de esperar el santo advenimiento, y se han esterilizado por docenas.
En aquella casa no hay porvenir, y en su puerta, mejor que en la del infierno, podía escribirse: ‘¡Lasciate ogni speranza, oh voi che entrate!’.
¿La razón de esto? Muy sencilla. Dios es uno, y nadie puede ocupar su sitio. (…)
Desde los primeros días del gobierno de Sarmiento, La Nación abrió campaña contra él, y la campaña más o menos violenta ha continuado contra todos los gobiernos, manteniendo alejado de la vida pública, por falta de habilidad, a un grupo de hombres tan numeroso y tan importante como no lo hubo jamás en el país.
Ahora acaba La Nación de dar otra prueba de su falta de tino práctico. La Nación pudo comprender que los miembros de su partido, principalmente los jóvenes, se hallaban cansados de una abstención declamatoria sin horizontes.
Se iniciaba la lucha electoral. Tres candidatos se presentaron.
Los amigos de don Bartolo, antes de tomar el camino que a cada uno conviniera, le pidieron su dictamen.
La Nación no tuvo una palabra de aliento para esos hombres que podían usar de sus derechos políticos. No se trataba de inventar –no había más que elegir– así venían los hechos.
La Nación continuó muda o indescifrable.
Consecuencia: el partido se deshizo: unos fueron con Juárez, otros con Irigoyen, otros con Rocha.
Algunos se quedaron con Mitre para morir políticamente con él, privando al país de contingente tan valioso como el de Eduardo Costa, Elizalde, Ocantos y otros hombres que a fuerza de abstenerse van quedando como incrustaciones de esa piedra inmóvil que se llama mitrismo.
La Nación se apercibe entonces de que la quietud y la oposición estéril no es bastante alimento para los pocos adeptos que le quedan.
¿Qué hace entonces?
Inventa a Gorostiaga, busca a los clericales, reúne sus viejos satélites, y en un sólo acto reniega de sus principios liberales, alienta a los ultramontanos y continúa la eterna paralización bajo el epígrafe de ‘candidatura Gorostiaga’, cosa que ni el mismo candidato cree.
La razón de la impotencia de La Nación es su falta de tino práctico; su manía de ir contra los hechos, su vanidoso amor por las fórmulas vacías, sus utopías cambiantes, sus principios de ocasión que cambian con el viento del día, su imprevisión, en una palabra.  Sí, su imprevisión. Esta palabra debería figurar en la casa, en el templo, quisimos decir, de La Nación, como un epitafio.
Don Bartolo es la víctima.
No ha previsto que los partidos para vivir necesitan renovar su oleaje.
No ha previsto que los jóvenes iban a ser hombres, y que los hombres iban a ser viejos.
No ha previsto ni las revoluciones que ha hecho su partido.
Un buen día se le presentaban unos cuantos, y le decían con el mayor respeto: ‘Señor, venimos a rogaros que aceptéis la imposición que os hacemos de poneros al frente de una revolución que acabamos de fraguar’.
Pero hombre, contestaba, si yo acabo de decir que el peor de los gobiernos es mejor que la mejor de las revoluciones.
No importa, le objetaban, esas son frases, la revolución os espera.
Y allá iba don Bartolo a la Colonia, al Tuyú y a la Verde, seguido de nuestro buen amigo Elizalde con una tremenda espada!
Otro día, en lo mejor de la actitud de protesta y después de haber vapuleado de lo lindo a Tejedor, le dicen:
Señor, es necesario sostener a Buenos Aires y a Tejedor contra el gobierno nacional.
Pero si Tejedor es localista, y la bandera de nuestro partido es nacionalista.
No importa, le contestaban; esas son frases.
Y allá va D. Bartolo a construir zanjas y trincheras que el único daño que hicieron al enemigo fue servir de sepultura al honorable señor D. Víctor Belaustegui.
La Nación sería un diario de verdadera importancia si tuviera principios, lógica, consecuencia, previsión y amor bien entendido por su partido.
Así como está, solo es una empresa comercial en la que Balbín hace de las suyas, Morel reforma su gramática y los cajistas, noticieros y cronistas ven pasar los años envejeciéndose en el santo temor de Dios”.

La Historia, escrita por los mitristas, jamás perdonaría estas burlas.

lunes, 29 de diciembre de 2014

La muerte de Lucio Vicente López, hace 120 años.



El 29  de diciembre de 1894 murió Lucio Vicente López, jurisconsulto, político, periodista y escritor, autor de La Gran Aldea. Tenía 46 años.
Falleció a consecuencia de un absurdo duelo, al que lo había retado un coronel Carlos Sarmiento a quien había denunciado por corrupto.
El hecho ocurrió el 28 de diciembre, a media mañana, en el hipódromo de Belgrano, a pistola de arzón y a doce pasos. La segunda bala le dio en el vientre y cayó herido en brazos de Lucio Mansilla, murmurando: “¡Esto que me ocurre es una gran injusticia!”. Murió en su casa, en la madrugada del día siguiente. Dicen que durante la tarde, entre dolor y dolor, pidió las últimas cotizaciones de la Bolsa y “se burló de Eduardo Wilde más asustado que él, sonriendo tristemente del absurdo de su propia acción” (Aníbal Ponce).
Otros fueron los encargados de celebrar, en el cementerio, su trayectoria. Eduardo Wilde, amigo de toda la vida, expresó su dolor y su impotencia, el mismo día 29, en El Diario:
“Víctima de una de aquellas fatalidades forzosamente ineludibles, de tal manera vienen envueltas en incidentes que la inteligencia, la previsión ni la voluntad pueden desviar, ha caído para no levantarse más, Lucio Vicente López.
La sociedad, el honor y el deber tienen sus reglas, desgraciadamente contradictorias, y entre ellas, poderosas a veces, las que en nombre de doctrinas falaces, imponen sacrificios irreparables, para llenar las exigencias de mentiras convencionales, vestidas con el ropaje de la virtud y el heroísmo.
Una vida acaba de cortarse por obedecer a esas exigencias; triste lección que no enseña ni enseñará nada, como la experiencia, a esta humanidad empecinada en su civilización y su rutina.
Una vida útil a la patria, a la familia, a la sociedad y a la ciencia; útil en la más alta y filosófica significación de la palabra....
Lucio López era un hombre bien conocido en Buenos Aires. No sólo por La Gran Aldea y su larga carrera como periodista y político, o su prestigio como jurisconsulto, sino también por haber sido uno de los líderes de la Revolución del 90 y, en 1893, por su breve gestión como ministro de Luís Sáenz Peña –junto con Aristóbulo del Valle–, que terminó en estrepitoso fracaso. Era muy querido por muchos y muy criticado por otros tantos, pero –decía Wilde– “si las paradojas tuvieran sitio entre las lágrimas”, se podría decir que era un desconocido para el gran público.
“Era inteligente, inteligentísimo, nadie lo niega; poeta, sentimental, sus versos estremecían; estudioso, aprovechado erudito; pronto en todo, vivo, inquieto; espiritual, por desdicha; las chispas de su ingenio, apreciadas por el vulgo, necio o no necio, pero vulgo, parecieron alguna vez puntas de estilete y eran sólo reflejos microscópicos de su alma juguetona.
No basta que un libro haya sido escrito; es necesario saber leerlo y hay libros como hombres que mal leídos dicen lo contrario de su texto. La generalidad no los comprende, no los estudia, no quiere tomarse el trabajo de estudiarlos; recibe las ideas hechas por cualquiera y las virtudes, los defectos, principalmente los defectos, dada la índole sarcásticamente justiciera de nuestra raza, son consagrados por la acritud mordiente de una opinión aturdida e infalible. (…)
López, como toda naturaleza sobresaliente, era lleno de facetas, cuyas aristas no son materia del criterio grueso”.
Después de recordar la magnífica hospitalidad de su casa y su familia, Wilde decía que el día anterior la casa estaba llena de gente y la calle intransitable:
“En su hogar lloraban en los umbrales de las puertas sirvientes antiguos, protegidos y colocados por él, que acudían de todas partes al llamado fúnebre, y sus amigos, de todas edades y de toda condición social, disfrazaban su dolor o ahogaban sus lágrimas apartando la idea amarga con tremendos esfuerzos”. Relató algunas escenas de su agonía, cuando López, moribundo, musitaba palabras como “perdón”, “valor”, “¡cómo ha de ser!”, y “sus hijos, abrazados de un cuerpo cuyo motor iba ya camino de la eternidad, llenos de fuerza y de vida, producían una impresión de contraste amargo y solemne; parecían gigantes llorando a gritos alrededor de un foco de luz que se extingue… Luego la madre, la esposa… todas las ternuras más grandes de la tierra concentradas en la atmósfera de dolor caliente, intenso, cariñoso, derramándose en las alarmas estruendosas, mezcladas, anómalas al sentimiento, salpicadas por las trivialidades convulsas de una expresión loca que no atina con las sílabas./ Él no oye ya, ni siente, quieto, impasible, muerto, permanece indiferente para el dolor y el llanto cuyos estallidos redoblan en busca de un signo, de un gesto, de algo que aplaque la eterna separación. No se quiere así, más que a quien mereció ser querido”.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

El Dr. Eduardo Wilde y la medicina.

Mientras escribía mi biografía de Wilde y molestaba a toda mi familia con referencias al personaje, totalmente desconocido por la mayoría, un cuñado mío, médico, comentó que “hubo un loco, en la facultad, que presentó una tesis sobre el Hipo”. No sabía que el loco era ese sobre el que yo escribía. Cuento esto porque creo que la mayoría de médicos y estudiantes tiene el mismo desconocimiento del doctor Wilde. Hubo otro loco que dedicó su tésis al portero de la facultad. Ese loco se llamaba José Ingenieros y su padrino de tesis era… el loco de Wilde.
Ramos Mejía, Montes de Oca, Rawson, Meléndez, Castex, Fernández, Gutiérrez, Pirovano, son más conocidos porque sus nombres han quedado inscriptos en los frentes de los hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Y mucho hicieron para merecer esta distinción. Pero, ¿porqué no hay hospital Wilde? Es raro teniendo en cuenta que puede considerárselo el fundador del Hospital de Clínicas, que inauguró el Hospital Rivadavia, que fue el principal higienista de su tiempo.
Tal vez porque era un loco, entre comillas, y porque así como se burlaba de los políticos o los abogados, también se burlaba de los médicos. Cierta vez, durante un viaje, al entrar a Irlanda, le confiscaron un revolver que llevaba en la valija. Después de mucho reclamo infructuoso, logró que se le devolvieran con un argumento digno del irlandés Oscar Wilde: Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico!

Wilde nació en Bolivia, donde vivía exilado su padre. Cursó su secundaria en el célebre colegio de Concepción del Uruguay, compartiendo pupilaje con Julio A. Roca, Victorino de la Plaza y muchos de los mejores exponentes de la después llamada generación del 80. Después vino a Buenos Aires e ingresó en la facultad de Medicina. Pobre de pobreza absoluta, vivía en pensiones de mala muerte y se pagaba sus estudios trabajando en el hospital y en distintos medios periodísticos. Uno de esos medios era El Mosquito, un periódico satírico, donde el periodista-estudiante Wilde se hizo famoso como humorista. Cuando dejó el Mosquito para dar sus últimos exámenes de Medicina, el periódico lamentó su partida bromeando con que había preferido “matar a sus semejantes con drogas que hacerlos morir de risa”
Su mejor amigo en aquellos tiempos juveniles era Ignacio Pirovano, compañero de correrías, bromas y pobreza. Ambos dos se reían de todo pero daban exámenes brillantes.
Cuando llegó la guerra con el Paraguay, allá por 1865, Pirovano y varios de sus compañeros se alistaron en el ejército como practicantes. Wilde no pudo ir por ser boliviano, pero trabajó en el hospital que se armó para curar a los heridos que llegaban de los campos de batalla.
En 1868 cuando estalló la primera gran epidemia de cólera, las autoridades no encontraron ningún médico que aceptara hacerse cargo del lazareto y pusieron al estudiante Wilde como encargado interno de los enfermos de cólera. Lo ayudaban Pirovano y otros estudiantes, que habían vuelto del Paraguay.
Lucien Choquet, director del Mosquito, recordaría años después su dedicación a los enfermos, “su atención, su ternura para con los apestados y sobre todo aquel genio alegre y consolador que hacía sonreír hasta los moribundos”. Y cuenta que un domingo, que acompañó a Wilde el día entero, pudo ver cómo esa alegría consoladora lograba reanimar a los pacientes. Trabajó allí incansablemente hasta el cólera lo tumbó, pero no lo mató.
La tremenda epidemia, que dejó unos 8.000 muertos en Buenos Aires, desnudó los graves problemas higiénicos que sufría esta ciudad, cuya población crecía vertiginosamente con la llegada de miles de inmigrantes: falta de provisión de agua en buenas condiciones, abundancia de pozos contaminados, aguas estancadas, pésimos desagües, montones de basuras abandonadas donde germinaban todo tipo de insectos; insuficiencia de servicios hospitalarios y de cementerios; inmigrantes hacinados en viejas casonas céntricas que sus dueños explotaban como conventillos, sin adaptación alguna, albergando a familias enteras en cada habitación. Todos estos problemas de higiene pública habían sido denunciados por Wilde en innumerables crónicas y artículos. Muchas veces preguntó a las autoridades, públicamente, si acaso esperaban una epidemia para actuar.
La peste también le dejó nuevas inquietudes porque, como la mayoría de los practicantes que actuaron en el Lazareto, aprovechó los datos tomados durante la atención de los enfermos y en las casi setenta autopsias de coléricos que se hicieron. Aquellas observaciones servirían para las tesis que cada uno de ellos presentaría en la Facultad de Medicina. Pero, claro, Wilde reparó en un detalle bastante original: el hipo que solía atacar al enfermo de cólera. Hasta entonces se creía que era un síntoma sobre el cual podía fundarse un pronóstico favorable, y él encontró que cuando los coléricos avanzados presentaban hipo, “ya no había que esperar nada”. El tema le interesó y empezó a discutirlo con su jefe y maestro, Manuel Augusto Montes de Oca, quien, al igual que el doctor Guillermo Rawson, creía en la teoría de la señal benéfica. Seguramente, Montes de Oca le sugirió que demostrara su hipótesis y de ese debate nació su decisión de estudiar profundamente el fenómeno del hipo –tan emparentado con la risa y el llanto– y, por qué no, convertirlo en el tema de su tesis doctoral.
Ese es el origen de su tesis sobre el Hipo, apadrinada por Montes de Oca. Fue mucho más que una demostración de que el hipo era un accidente respiratorio, y no accidente de digestión como se pensaba hasta entonces. Wilde dedicó 140 páginas a todos los aspectos relacionados con la cuestión, y en un capítulo titulado “Influencia de las edades, de los sexos, de los temperamentos, de las constituciones y de los estados en la producción del hipo”, se atrevió a escribir varias páginas sobre la sicología, belleza y sensualidad de la mujer. Esas páginas –pura poesía desvergonzada- serían hoy condenadas por el feminismo, pero que en 1870 le permitieron vender su tesis como si fuera un best-seller.
Cincuenta años después José Ingenieros calificó la tesis como “ingeniosa y aguda, hermosamente escrita, pertenece tanto a la medicina como a la filosofía, pues la doctrina fisiológica se hermana en sus páginas con la sutil perspicacia de un psicólogo que observa con altura”.
La tesis y su defensa recibieron diploma de honor, y una medalla de oro de la Asociación Médica Bonaerense, antecesora de esta institución.
Cuando fue a recibir la medalla, en gran acto, dedicó su discurso a solidaridad a los médicos ricos que nada hacían por aquellos que recién comenzaban. Médicos legisladores y médicos ministros que pudieron haber hecho algo por la educación “y, sin embargo, preguntad a las bibliotecas cuántos volúmenes les fueron enviados por ellos, a los museos si aumentaron su riqueza, a la Facultad si sus profesores cuentan siquiera con la seguridad del pan de cada día, para poder tomar de otro modo que como un accesorio, la enseñanza de la ciencia. Preguntad a la Asociación Médica si tiene siquiera un miserable rancho con techo de paja, pero suyo, para no tener que pedir prestado el cuarto redondo en que celebra sus sesiones. Abrid los armarios y veréis nadando uno que otro vetusto volumen, echado más bien de casa de los ricos como inútil y ¡cosa rara, considerado como muy digno de figurar en la biblioteca de una corporación como la nuestra! Preguntad a las instituciones científicas cuántos de los médicos millonarios que han muerto, han instituido un premio para el mejor y más pobre de los estudiantes, o han dejado una suma con que hacer posible la educación de tanto joven de talento, que no estudia porque sus recursos no se lo permiten”.
Alzando su medalla, denunció que ese “pedazo de oro” que le habían dado era la mitad del sueldo de un joven médico, cuya ganancia apenas le alcanzaba para vivir, y pidió a la Asociación Médica que abriera concursos, que fomentara la legítima ambición científica por todos los medios posibles. “Si los premios honoríficos no son bastante poderosos para excitar al estudio, ya que el saber y el talento no van con frecuencia unidos a la fortuna, propónganse recompensas que sean una remuneración para el trabajo y el tiempo empleado”, pidiendo el apoyo de los gobiernos y de los médicos ricos, y si nada se consigue “trabajemos solos y hagamos con el acumulo de nuestra pobreza lo que no podemos hacer de otro modo”. Instó a la institución, que cada día tenía más miembros, a reunirse con más frecuencia, a moverse, a intercambiar ideas, a publicar sus trabajos. “Tengamos fe, perseverancia y propósitos firmes, y haremos una medicina argentina como hay una medicina francesa, como hay una medicina alemana, como hay una medicina inglesa e italiana, a pesar de que no hay más que una medicina universal”. Los médicos tenían su Revista Medico-Quirúrgica, pero, decía Wilde, “ni la leemos, ni la escribimos, ni la comentamos, ni la tomamos en cuenta”.
Terminó su discurso con estos conceptos sobre los argentinos en general, tan vigentes hoy como ayer: “Hemos heredado de nuestros padres por razones de raza, valientes cualidades y brillantes defectos. Tenemos la concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte, es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.

Empezó atendiendo, según decía, “gratis para los pobres, por decisión mía, y gratis para los que no son pobres, por decisión de ellos”. Le costó un poco vencer el prejuicio de algunos de sus potenciales pacientes, los que dudaban que un humorista pudiera ser buen médico, pero lo ayudó otro prejuicio bien arraigado en la época, ese que decía que los mejores médicos eran los extranjeros. El público, diría bromeando, “se entrega en alma y vida a cualquier individuo que es o se llama médico, con tal que sea extranjero, que tenga un nombre atravesado, que hable en un idioma que no existe, que sea mal criado, torpe y sobre todo cobrador, carero y exigente, condiciones indispensables para ser muy buen médico en Buenos Aires”. Contaba que un amigo suyo, de apellido Pietranera, cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose  Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico. Y agregaba “Estas bromas que estamos escribiendo, encierran verdades tremendas y el mismo que las escribe, si puede con su profesión tener una mediana comodidad de vida, más que a todo, lo debe a llevar un apellido inglés, dando lugar a que muchos se equivoquen y a que alguno haya llegado a preguntar ‘¿cómo es que usted puede ser tan buen médico, si habla tan bien el castellano?’”.

El gobierno lo había nombrado médico de sanidad del puerto y le había ofrecido una beca para perfeccionarse en Europa. Debía viajar antes de septiembre de 1871, pero en marzo de ese año estalló la fiebre amarilla, que dejó 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una ciudad devastada, atendida por pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron. Wilde le dedicó alma y cuerpo, durante un mes, hasta que él también enfermó de gravedad. Su heroica actuación mereció el reconocimiento de la Municipalidad, que lo premió con medalla de oro; de la Comisión Popular y diversas sociedades, que le dieron certificados de honor, y de una comisión de vecinos, que decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular  y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo.
Después de ese tremendo infierno, renunció a la beca de perfeccionamiento. El dinero ofrecido no le alcanzaba para vivir en el viejo continente, y, todavía convaleciente, no se sentía suficientemente fuerte como para emprender el viaje antes de septiembre. Si la hubiera aprovechado, como lo hicieron Ignacio Pirovano o Ricardo Gutiérrez, tal vez se habría especializado en salud pública o higiene pública. Estaba convencido que el dinero mejor gastado era el que se emplea para evitar enfermedades. Pero se quedó aquí y alternó su consultorio con la cátedra, la literatura, el periodismo y la política. Desde el periodismo bregó incansablemente por distintas obras de salubridad pública, desde la creación de parques hasta las aguas corrientes, y por la sanidad privada, desde la nutrición infantil hasta la gimnasia en las escuelas, como medicina preventiva. Estudió tanto las distintas alternativas de obras sanitarias para la ciudad que sus contemporáneos lo consideraban un experto en esa materia y en todo lo referente a higiene urbana. En la década de 1870 fue presidente de la comisión de aguas corrientes y fue incluido en cuanta comisión tuviera que ver con temas de salud, como la que emplazó el primer Hospital Militar o la que creo el parque de Palermo. En esa década escribió dos libros de medicina: un magnífico curso de Higiene Pública, que no era sólo un libro de prevención y difusión, sino también un programa de salud pública en todos sus aspectos. Y otro de Medicina Legal.  Sus libros y artículos científicos eran tan amenos, que llegaban fácilmente al gran público, lo que en materia de higiene era importante. En esa década publicó, además, una selección relatos y artículos periodísticos, un texto de Química, y otros de álgebra y gramática.
Comenzaba a dispersarse, por algo fue uno de los pocos argentinos que perteneció a tres academias: la de Medicina, la de Ciencias Físico Naturales y la de Lengua.
Poco a poco, la política fue atrapándolo, aunque nunca perdió de vista la medicina. Como diputado nacional y, especialmente, como ministro de Roca y Juárez Celman, y finalmente como presidente del Departamento Nacional de Higiene.
En esa época los iban casi diariamente al Congreso, a trabajar con las comisiones y a debatir en el recinto proyectos propios o ajenos. Si bien Wilde es reconocido, por unos pocos, como alma mater de las leyes de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil, lo que le valió el odio eterno del conservadorismo católico, y como actor principal, junto a Avellaneda, de la Ley Universitaria, su firma y estilo está impreso en muchísimas normas de gran importancia, y en materia de salud, en instituciones como el Hospital de Clínicas, dependiente de la Universidad, que impulsó y reglamentó en sus tiempos de ministro de Educación; los hospitales Rivadavia y Militar (de Bolivar y Caseros), que ayudó a proyectar e inauguró; proyecto de código sanitario, que impulsó pero quedó varado en la Cámara de Diputados, y que habría evitado muchos conflictos en tiempos de epidemias; o la construcción del crematorio de Chacarita. A él debemos las obras de aguas corrientes de la ciudad de Buenos Aires, que logró impulsar contra todos los intereses políticos.
Wilde fue tremendamente combatido en su tiempo, y por eso la historia ha tergiversado sus obras y su actuación, especialmente en esta cuestión de las obras de salubridad y de las epidemias de cólera de 1889 y bubónica de 1898.
En sus ocho años de viajes por el mundo, recorrió casi todos los hospitales de Europa, y dio a conocer los adelantos de la ciencia y tecnología médica en diversas revistas especializadas argentinas, siempre pensando en el progreso de la medicina argentina. Cada ciudad que visitaba era objeto de su estudio ambiental y sanitario.
Jamás olvidó sus orígenes de estudiante pobre. Al final de su vida, después de visitar el Instituto Solvay de Bélgica, pidió a sus íntimos que después de su muerte crearan con su dinero un pequeño instituto de fisiología del tipo del de Solvay, para estudios teóricos y experimentales, construyendo en Buenos Aires un buen edificio adecuado, que sirviera la mismo tiempo de alojamiento de jóvenes estudiantes pobres del interior, dándoles todos los elementos necesarios para proseguir y terminar sus estudios sin sufrir vergüenzas ni miserias. Ellos pagarían la ayuda de su manutención material dedicando una parte de sus actividades al servicio y al progreso científico del Instituto, y así la pensión gratuita no deprimiría su dignidad, ni tendría el carácter de una limosna.
Su viuda no cumplió con este pedido, pero sí puso dinero y el producido de la venta de las obras completas de Wilde para que la Facultad de Medicina de la UBA instituyera un premio anual de medicina (premio Wilde al mejor trabajo-tesis: medalla, diploma y una suma de dinero) que a los tropezones, con baches y modificaciones sigue existiendo.
Así como no hay hospital Eduardo Wilde en esta ciudad, tampoco hay escuela pública que lo recuerde. Raro, teniendo en cuenta que fue el gran campeón de la escuela primaria gratuita, obligatoria, laica e higiénica, y que Borges haya dicho que fue uno de los pocos argentinos que escribió más de una página perfecta.