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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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Talcahuano 1288. Tel.: 4812-6062.

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Alsina 500 - (1087) - Buenos Aires
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avila@servisur.com

EL INCUNABLE
Montevideo 1519
Ciudad de Buenos Aires, Bs.As, Argentina
1018.

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sábado, 16 de enero de 2016

De héroes, animales y billetes


A propósito del comentario de Pacho O’Donnell sobre que prefiere héroes que animales, recordé algunas reflexiones de Eduardo Wilde.

Allá por 1895, después de cruzar la cordillera de los Andes en mula, a la madrugada, escribía:
“ Es imposible encontrar animales más inteligentes que estas mulas de arriero acostumbradas a tan peligroso camino; la mía se paraba cuando quería o se metía por donde le daba la gana; una vez quise inducirla en una senda oblicua; rechazó la oferta; le di un talonazo, se paró; le di otro, ella meneo la cabeza con tales muestras de energía que me desarmó; después de un momento emprendió de nuevo la marcha a su capricho; tenía razón, el elegido por ella era el buen camino. Entonces yo, obedeciendo a uno de esos impulsos de imparcialidad y de justicia que me son familiares, alcé las manos al cielo estrellado y exclamé: ¡Dios de las alturas, permite que algún día mi patria tenga un Congreso de mulas y un Poder Ejecutivo compuesto de machos, para que la República sea conducida por un buen camino!”

En otra ocasión, cuando se comenzó a cambiar los denominaciones tradicionales de las calles por nombres de héroes, le escribió a un amigo comentándole que ahora vivía “en la calle general Lavalle 362 –antes Parque (ahora hasta las calles son generales –tenemos necesidad de héroes y de santos y es necesario hacerlos conmemorándolos en tablillas municipales)” .

Por último, en otra carta de 1902 le decía a Roca:
“También tienes razón en tu juicio respecto de la ferocidad de los hombres, tan grande y tan reconocida que hasta ellos mismos la consagran. Así observarás que jamás a un chacarero se le ocurre poner como espantapájaros la figura de un animal que no sea él mismo, para preservar su sembrado. Nunca verás en los campos la figura de un león, de un tigre, de una hiena, para tal objeto; siempre, en cambio, se le presentará en los cercados, un palo vestido de hombre, con sombrero grande o chico y con la temeraria apostura de un ejemplar de la raza humana; es decir de la bestia más temible de la tierra. Y lo que es más, mi General, nuestra noble fama está sancionada por la invariable conducta de los otros animales. Jamás un pájaro se espanta ni huye al ver un león, un tigre, un toro o un elefante, pero levanta el vuelo apenas se dibuja en el horizonte un sombrero alto. ¡Cómo no volarían si sospecharan que detrás de tal sombrero pudiera haber un diputado, un periodista, o un miembro del superior tribunal de justicia!

Que Dios lo libre a usted de nuestros semejantes es cuanto le deseo, mi General.”

miércoles, 16 de diciembre de 2015

De relatos y campañas de miedo. El Chocolate Perón es el mejor chocolate y El Poder de la Imaginación.


Durante la pasada campaña electoral que precedió al ballotaje, recordé los episodios ocurridos en 1874, en la campaña electoral que terminó con Avellaneda presidente electo y luego generó la Revolución mitrista de 1874.

Tanto durante la campaña como en los meses que precedieron a la jura del presidente electo, se usó y abusó del relato y de una tenaz y fantasiosa propaganda de miedo.

Los mitristas –cuya voz era La Nación- decían que su candidatura era ridícula y vergonzosa, que si ganaba se demostraría que “la mayoría del país ha perdido el sentido común”; que la única fuerza electoral del tucumano era “un ejército de maestros famélicos”, de canónigos gordos y de descamisados venidos del interior; que no podría gobernar si no era con represión.

Cuando finalmente fue elegido, los mitristas comenzaron a tramar una Revolución, en nombre de un supuesto fraude (hubo, como siempre, fraude en ambos bandos), y para conseguir el apoyo popular siguieron con la campaña del miedo. La tensión que se vivía en Buenos Aires y las disparatadas versiones que corrían llevaron a Eduardo Wilde a escribir, en agosto de 1874, dos excelentes artículos periodísticos, que la posteridad catalogaría, simplemente, como cuentos humorísticos: El Chocolate Perón (Pirron) es el mejor chocolate  y El Poder de la Imaginación. Uno habla del relato, el otro, del miedo.

En el primero presenta la historia, apócrifa, de un chocolatero francés que, no teniendo medios para publicitar su producto de pobrísima calidad, redujo sus anuncios a esa sola frase contundente, publicada durante años en los periódicos: “El Chocolate Perón es el mejor chocolate”. Y cuenta: “Todos los habitantes de París primero, los de Francia después y los lectores de los diarios franceses de todo el mundo, leyeron durante años el magistral anuncio, y como los hombres tienen mucho de monos, verdad que se ha reconocido mucho antes que Darwin demostrara nuestro parentesco con esos animales, todos a una leían y repetían: el chocolate Perón es el mejor chocolate. Sea que fuera la costumbre de oír y repetir la mencionada afirmación, sea que alguien la tomara como verdad admitida, desde el primer momento, lo cierto es que por esa especialidad del género humano que consiste en hacer verdad de lo que no es a fuerza de repetirlo, llegó un día en que todos se convencieron de que, en efecto, el chocolate Perón era el mejor chocolate. El anuncio sin contradicción había hecho su efecto; la casa de Perón era un verdadero jubileo y el mencionado Perón, expedía por precios fabulosos una infame mercancía”. Así, el chocolate del francés se fue expandiendo por el mundo entero, hubo falsificadores y aun los que hacían un chocolate mucho mejor que el de Perón, “se vieron obligados a poner el rótulo francés a su chocolate, pues no tomando nadie sino chocolate de Perón, se exponían a quebrar si se obstinaban en vender otro chocolate”. Por supuesto, el artículo terminaba con una reflexión sobre la última campaña electoral en que un partido repitió todos los días durante un año: “El partido del general Mitre es el partido de los principios”.
Como la frase repetida de los mitristas no surtió el efecto buscado, dice, intentaron otra durante muchos días: “Hemos triunfado en las elecciones de febrero”. Y como tampoco fue exitosa, ahora repetían incansablemente: “No hay libertad de sufragio. Los gobiernos actuales son gobiernos de hecho. Es necesario que la moral y la opinión derroque esos gobiernos”. Perón no demostró lo que afirmaba su anuncio, pues sabía perfectamente que “lo menos que necesitaban los partidarios del chocolate era demostraciones de que el suyo era el mejor”. Tampoco los mitristas, que “cuentan con la facilidad con que cierta parte del pueblo acoge las afirmaciones sin fundamento y repiten: el chocolate mitrista es el mejor chocolate, confiando con que a fuerza de repetirlo ellos, todos han de llegar a creerle”.

Por esas curiosidades que tiene la historia argentina, y Wilde mismo, el artículo apareció como El chocolate Pirron es el mejor chocolate, pero cuatro años después, al reproducirlo en un libro, Wilde cambió el apellido del chocolatero embustero por Perón. El único Perón que él conocía era su amigo Tomás, el médico, que sería abuelo de Juan Domingo Perón.

En El Poder de la Imaginación , relata un drama in crecendo de una aldeana española de gran imaginación, cuyo hijo de diez años se ha comido un bollo de pan sin su autorización. La mujer, tomando una actitud trágica, comienza reprendiéndolo: “¿Sabes lo que has hecho?, has cometido un robo, insignificante, es verdad, pero así se comienza; has cometido un robo y quizás ignoras que este crimen es penado severamente por las leyes de España”. Poco a poco, la mujer se va dando cuerda, mientras el chico la mira abriendo tamaños ojos. “¡Un robo, un robo a tu edad! (…). Hoy es un bollo que tomas de la alacena, aunque sea en tu propia casa: mañana será una gallina que tomarás en corral ajeno; tendrás que saltar las paredes; te perseguirán como a un ladrón; si te alcanzan te llevarán preso; si consigues escaparte te sentirás alentado para proseguir tu carrera del crimen; ya no te contentarás con robar pequeños objetos; te volverás ambicioso; querrás fortuna e irás a buscarla en las casas de los ricos y como en las casas de los ricos no se entra sin dificultad, tendrás que buscar el amparo de las sombras de la noche, para forzar las puertas y perpetrar tu crimen. Si hay quien se oponga a tus pasos, añadirás el asesinato al robo; el puñal de que irás armado se clavará en el pecho de tus semejantes indefensos; serás un asesino; un asesino ladrón; caerás en manos de la justicia; te meterán en un calabozo, allí te iré a ver, no me dejarán hablarte, lloraré en la puerta noche y día y cuando te saquen para ahorcarte en la plaza pública, yo correré como una loca por esas calles, gritando: matan a mi hijo, y te veré subir al patíbulo y asistiré a tu agonía y a tu muerte, con el corazón destrozado; los hombres malos dejarán tu cadáver tirado en el suelo y yo tendré que ir a pedir por caridad que te entierren y el cura no querrá dar licencia para que te entierren en sagrado, porque serás el cadáver de un ajusticiado y yo tendré que llorar, que suplicar y que desesperarme y nadie me hará caso y mi hijo será enterrado como un perro, fuera del cementerio… ¡Ay!, mi hijo querido, hijo de mi corazón, que ni en sagrado me lo quieren enterrar… Voy ahora mismo, voy que vuelo a casa del cura, a pedir por la virgen, por lo que más quiera en este mundo, que me de una licencia para sepultar al hijo de mis entrañas al lado de su padre”. Y así, diciendo y haciendo, salió despavorida y angustiada en busca del cura para que le permitiera sepultar al hijo en sagrado, por haberse comido un bollo de pan.
Wilde comparaba este caso con el accionar diario de la prensa mitrista, que tomaba un hecho, lo bordaba, lo comentaba, lo revolvía y lo desfiguraba tanto que terminaba en las exageración más sorprendente. A veces, ni el bollo existía. Y aplicando cuento sobre cuento, decía que la prensa mitrista imaginaba que el futuro gobierno de Avellaneda castigaría a “los rebeldes”, es decir a los opositores, y como no podría castigarlos por sí solo porque no tenía fuerza en Buenos Aires, se apoyaría en sus aliados alsinistas, quienes tratarían de absorberlo y lo absorberían: “¿Cómo hará para tiranizar? Entregará el ministerio a su aliado, en cambio este le ayudará a oprimir al pueblo, se declarará en estado de sitio la provincia, la prensa será amordazada, las cárceles serán llenadas con los ciudadanos libres, las provincias humillarán a Buenos Aires, la reacción se viene encima! ¡Rosas! ¡la tiranía! ¡los bárbaros! ¡a las armas! ¡alerta el pueblo! ¡la república y la democracia están en peligro!, el estado de sitio, la montonera, el odio a Buenos Aires; todo está amontonado en las nubes que van a descargarse sobre nosotros! ¡adiós patria!”. Wilde concluye su artículo diciendo: “No falta más que añadir: Voy que vuelo en busca de la licencia del cura, para enterrar a mi hijo en sagrado”.

Así fue como los mitristas gestaron esa absurda revolución que finalmente se inició a fines de septiembre de 1874, con Mitre a la cabeza. 
Fue una revolución tan caprichosa como ilegítima, que de triunfar, habría atrasado los relojes en veinte años Baste decir que todo fue sucediendo en el campo mientras en la ciudad tensa, custodiada por la Guardia Nacional, Avellaneda juraba el 12 de octubre en el Congreso y Sarmiento, en la casa de gobierno, le entregaba el mando, diciéndole: “Sois el primer presidente que no sabe disparar una pistola, y entonces habéis debido incurrir en el desprecio soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas y hacerse los árbitros del destino de la patria…”.
Dos meses y medio duró la contienda, con varios éxitos de los mitristas en un principio, y dos batallas definitorias: la del 26 de noviembre en La Verde, donde los leales, comandados por José Inocencio Arias, vencieron en la provincia de Buenos Aires a una fuerza varias veces superior comandada por Mitre, dejando un campo inútilmente cubierto de cadáveres y al jefe opositor rendido, y la del 7 de diciembre en Santa Rosa, Mendoza, donde el coronel Julio Roca venció al general Arredondo. 


Extractos de Eduado Wilde, una historia argentina…

lunes, 23 de noviembre de 2015

"Arriba pensadores, un nuevo día comienza".

En enero de 1878, cuando el poeta Olegario Víctor Andrade publicó su poema Prometeo, Eduardo Wilde escribió en La República una larga carta sobre el despertar del libre pensamiento. Allí describe la ciudad que despierta cuando la aurora asoma por el horizonte (alegoría del despertar del libre pensamiento y el progreso que vendrá).

“Primero se oye un ruido, luego otro; se ve a los apagadores municipales correr de vereda a vereda con su caña larga, como perseguidos por el demonio, punzando el vientre a los faroles, hasta dejarlos más tristes que una estufa en verano; uno que otro transeúnte aprovecha de la ausencia de sus contemporáneos, para decirse algunas verdades por la calle, hablando solo, como si le durara la cuerda del café o del lecho matrimonial, en el que discutió con su mujer toda la noche en lugar de dormir; algún industrial apurado que ató a tientas su carro, se apresura a ganar el pan con el sudor de su frente y el trote pavoroso de su mancarrón; una vieja beata madrugadora se dirige a paso de gato por contra las paredes, a una iglesia donde se dirá una misa con olor a fraile, según lo acaba de anunciar el lego, con todo el mal humor de una campana a quien le cortan el sueño; algún octogenario caviloso, desvelado crónico por su tos secular, abre los postigos viejos de su antigua ventana y asoma una cara de esfinge, para mirar con sus ojos egipcios si el que llama a la vetusta puerta de su casa fósil, es el lechero que vende leche del río.
Y tras de esto, cien apagadores, mil transeúntes, tres mil industriales, once mil viejas, todos los octogenarios, todos los panaderos, los proveedores de los mercados, los mozos, los viejos, las mujeres, los perros, los caballos, los lecheros saltando a compás, arrodillados sobre un edificio de tarros, los ratones de vuelta a sus albañales, después de haber hecho una visita a sus vecinos y de haberse informado del estado de los negocios de las gentes por los despojos de las cocinas; los dueños de tiendas desiertas que abren las puertas, con el fastidio pausado de una obligación cotidiana, y comienzan a colgar sus atractivos en las paredes indiferentes; los repartidores de diarios y en fin, los vendedores de todo y los compradores de todo, aparecen, brotan, llueven, salen, bajan, pululan, se atropellan, se empujan, hablan, gritan, llaman, golpean, produciendo un ruido hipócrita, que parece silencio, y la algazara humana comienza a las barbas del sol, transformación de la aurora que ha cambiado de sexo en el espacio de un par de horas.
Pues tal, señor Andrade, su Prometeo se levanta de un sueño de tres siglos y asiste al despertar de la ciudad del libre pensamiento. Las puertas del pasado recinchan y se alzan en tropel las razas extinguidas; todo vive, alienta, brota, todo se expande y reverbera.
La lucha comienza de nuevo, la lucha por la vida. Arriba pensadores, un nuevo día comienza (…) Arriba pensadores, arriba, que ya asoma el claro día en que el error y el fanatismo expiren…” .

Ojalá, en esta Argentina, comience un nuevo día en que el error y el fanatismo expiren.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Imagine, por Carlos Ares

En este día de visperas, quiero compartir este artículo conmovedor de Carlos Ares, publicado hoy en diario Perfil.

Imagine. Si cada voto fuera un grito a la medida del dolor y de la humillación padecida, al sumarlos el volumen de esa angustia haría vibrar ciudades y pueblos en todo el país. Las calles serían ríos de personas deshechas en lágrimas secas. Parece exagerado pensarlo así. Pero tanto así fue. Salvo que, en silencio, viviendo los días de a uno, haciendo la cola de a uno, luego solos en el cuarto oscuro, sin cuerpo al que abrazarse, no se nota. No da andar exponiendo la pena a corazón abierto. Somos más de llorar cuando nadie nos ve.

Sin embargo, si no nos hacemos trampas jugando a un solitario de preguntas a conciencia, es casi imposible negar lo que seguramente hemos visto y soportado. Un robo, mayor o menor, en el barrio, en la calle, que nos obligó a desconfiar, a enrejarnos, un crimen violento cercano, la corrupción rampante que causó la muerte de los pibes en Cromañón, de los que iban a trabajar en la estación de Once, de los inundados en La Plata, el narco, los soldaditos, los sicarios, los “ni-ni”, los que voltea el paco, los desnutridos, las villas, las comunidades abandonadas, la indignidad de encubrir la pobreza con “asignaciones” a las que, además, hay que agradecer como un gesto de caridad. Sin contar el choreo de ilusiones y esperanzas por promesas incumplidas.

Es tanto el mal y tan larga la lista que al grito desgarrado del voto deberíamos añadir una formidable puteada que clame al cielo por la tremenda injusticia de que un país como éste no dé, al menos, la oportunidad a todos de comer, educarse y vivir en paz. Imagine el estallido de semejante insulto nacional. Ahí sí que salta todo desde los cimientos. Los hoteles de Cristina, la chacra de De Vido, se fracturan las tierras de Báez, los médanos de Boudou, las cajas fuertes que heredó Máximo, las propiedades de Jaime, el anillo de Oyarbide, las toneladas de efedrina, los espías de Milani, los “sueños compartidos” de Schoklender y Bonafini, el pacto con Irán.

La catarsis colectiva nos liberaría de la energía negativa que nos consume sin siquiera producir el beneficio de calentarnos por lo que pasa. Imagine. Vuela todo por los aires y los restos caen en manos de los jueces federales. Estremece de sólo pensar. Otro país. Con otros presos en las cárceles, no los de siempre. Con otras caras en el poder político, en los sindicatos, no las de siempre. Con otra rendición de cuentas, no la de siempre.
Y en una de ésas, en el revoleo de cosas, papeles y personas, te cae de arriba un Guillermo Moreno, el que apretaba mujeres y hombres, el que ponía el arma sobre el escritorio, el “guapo” que se hacía custodiar por Acero Cali. Y lo tenés ahí, a mano, sin amigos protectores, sin cámaras, sin testigos, solo, solito. En todos estos años imaginé muchas veces situaciones como ésa. Con Moreno, con Aníbal, con Kunkel, con D’Elía. Pero, antes, no era “políticamente correcto” y, ahora, vencidos, dan lástima. Por una razón o por otra, nunca hay chance para que un ciudadano de a pie arregle por las suyas las cuentas pendientes con alguno de los responsables. Así es que, de última, la salida democrática sigue siendo el cachetazo del voto.
Sé que la fama, la guita y el poder no cambian a nadie, lo muestran como de verdad es. Pero también se conoce a esos tipos cuando pierden los atributos del cargo y quedan desnudos, en bolas, expuestos a lo que son: una sarta de miserables, incapaces de tener algún gesto que los honre. Se atribuyen “la patria” y, cagados en las patas, se llevan hasta el papel higiénico de los despachos.


En esas estaba, metiendo todo lo que sentía en mi voto, cuando vi por televisión que, en París, una persona se acercaba con su piano a la puerta del lugar donde habían atacado a gente inocente y tocaba Imagine de John Lennon. Fue inspirador. Imagine, imaginar, desear. Escuché la melodía, recordé la letra: “... Nada por lo que matar o morir/ ni tampoco religión/ Imagina a todo el mundo/ viviendo la vida en paz...”. Y fue así, que se me dio por poner el tema de fondo mientras escribía estas líneas. “Puedes decir que soy un soñador/ pero no soy el único...”.

viernes, 24 de julio de 2015

Hace 99 años moría Guido y Spano.


El 25 de julio de 1927 se fue el gran poeta –y gran patriota– Carlos Guido y Spano. Quiero recordarlo transcribiendo algunos fragmentos de una bellísima carta que le mandó a Eduardo Wilde cuando éste publicó La Lluvia, su magnífico poema en prosa.

Fue durante la grave crisis política de 1880. Wilde escribió su Lluvia a fines de mayo, justamente en días de lluvias torrenciales, y empezó así:
No hay tal vez un hombre más amante de la lluvia que yo./ La siento con cada átomo de mi cuerpo, la anido en mis oídos y la gozo con inefable delicia. / La primera vez que, según mis recuerdos, vi en conciencia llover, fue después de una grave enfermedad, en mi infancia…”.
Los párrafos siguientes pintaban las mil facetas de la lluvia, las mil escenas del agua en cada rincón del campo, de la ciudad, de la tierra, las montañas, los mares y el cielo. Contaba, por primera vez, episodios de su niñez en Tupiza, donde recordaba la lluvia en el colegio del Uruguay, en los patios de la facultad, en sus paseos por las calles de Buenos Aires; donde su imaginación corría de aquí para allá describiendo “el agua eterna, siempre agua, viajando de la flor al océano, de la fosa a las nubes, del vapor al hielo”, la lluvia golpeando los cristales de una ventana del convento de un fraile muerto en vida, la lluvia acompañando a las niñas costureras en una casita de los suburbios, a los recién casados, a los moribundos…
Sería éste uno de los tres relatos de Wilde que Borges incluirá entre las “generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.
No eran tiempos de generosidades literarias, pues el mismo 1 de junio en que algún diario publicó La Lluvia como folletín, el gobierno se enteraba de que el gobernador bonaerense Carlos Tejedor estaba por desembarcar cinco mil fusiles y quinientos mil cartuchos en el Riachuelo. La insurrección armada se había iniciado. En la tarde del día siguiente, el Presidente subió a un coche y partió, con sus colaboradores, rumbo a Chacarita, donde acampaba el Regimiento Primero de Caballería; al otro día ya estaba instalado en el pueblo de Belgrano, y al otro firmaba un decreto designando a esa aldea sede provisoria de las autoridades de la Nación.

Pocos tuvieron tiempo y ánimo para leer La Lluvia, que guardaron en un cajón para disfrutarla en horas mejores. Probablemente, ni el mismo Eduardo Wilde la vio impresa.
Sin embargo hubo un hombre de barba larga, protagonista de mil batallas, que hizo un alto en esa noche aciaga del 1 de junio, y se permitió saborear, a la luz de un velador, aquel manjar de agua condimentado con ternura, humor y desparpajo. Era el poeta Guido y Spano, en quien también había calado hondo la lluvia y el sentimiento de esos días. Por eso, mientras unos tomaban la ciudad, otros la abandonaban, otros dudaban y otros se reunían a conjurar, él se sentó, como si aquí nada pasara, a escribir una carta titulada “Al Dr. Wilde, en días de tormenta”:
“Junio 2
Anoche, amigo, leí su folletín: La lluvia.
Me ha refrescado. Otros al final de su lectura no dejarán de santiguarse.
He escuchado a usted como quien oye llover; no en el sentido extravagante dado a esa expresión, sino como si fuese un pato de laguna: volátil de mi especial envidia.
Reconozco en V. un hermano.
¿Acaso en la libertad, en las ideas (que mucho me honraría) o un hermano de leche?
No señor, un verdadero hermano de agua.
Tener una especie de culto por la lluvia, invocarla, impregnarse en ella hasta los huesos, sacrificar en cada rociada celestial, sin mirar para atrás, el sombrero y los botines, las dos extremidades, los dos polos, la base y la corona de la figura humana, es fraternizar subiéndose a las nubes entre relámpagos y truenos.
Establecida la afinidad de nuestros gustos por todo lo que sea o se parezca a un chaparrón, chubasco, llovizna, o levísima niebla, estoy en el caso de protestar con franqueza, armado si necesario fuere de un pluviómetro, contra la pretensión manifestada por V. de ‘amar la lluvia más que nadie’.
¡Alto ahí! Aquí está su humilde servidor. Aunque me encontrase con el agua hasta el tobillo, no le cedería en ese punto.
La lluvia es elemento esencial de mi existencia. Un trigal no ha menester más para granar del riego de las nubes, que yo para producir cualquier cosa.
Si no llueve, me seco. De hombre, me transformo en un mazo de esparto. A ser barómetro, siempre marcaría tiempo lluvioso. Detesto los hongos que crecen en forma de paraguas. (…)
¡Viva el pampero! ¡Viva la tempestad!
La naturaleza tiene muchas maneras de ataviarse en su trono inmortal. ¿Qué se diría de una patricia, de una reina, que se levantase todos los días muy peinada por el peluquero, muy puesta de diadema desde el amanecer y aderezada con los arreos de su coloración?
La melena suelta, el traje desaliñado, el peignoir, son accidentes preciosos del tocado femenino, que recorre la gradación de todos los colores desde el blanco hasta el negro: preliminares o finales de fiesta.
¿Nos parecerían tan bellos los espectáculos del universo, y en particular las mujeres, si no variasen tanto?
¡Siempre lo mismo! ¡Aguante V. eso!
Luz y sombra, serenidad y borrasca, ecco.
Dejemos que la tierra, el cielo, el mar, se oscurezcan o alegren, sonrían o rabien a sabor; y para animar el cuadro, llueva entretanto pausadamente o a cántaros, que es lo que a nosotros interesa, gozándome yo en ello con la más viva intensidad.
Para comprobarlo, dejando otras razones, opondré al episodio de la niñez de V., tan gentilmente narrado por su pluma, otro de cuando yo empezaba a ser núbil…” .
La larguísima carta sigue con un relato de una serie de escenas que Guido vivió en Río de Janeiro, cuando era un adolescente sin más ocupaciones que zambullirse en el mar o cazar mariposas. Cuenta que en una de sus excursiones por los alrededores descubrió luz en una casa abandonada y supo que la habitaba una hermosa recién llegada, a quien nadie visitaba, que apenas se asomaba a la puerta por las tardes. Era una veinteañera, alta, “el seno levantado como el de Dulcinea de Toboso, adornado de corales sobre un corpiño blanco; buen cuerpo, un poco gruesa de cintura; morena, ojos grandes y negros, de esos que han echado al infierno a tanta gente; pelo fuerte y lustroso, un aire en nada parecido al de las vestales, medio decente, medio compadrito, y sobre todo el poderoso imán, atribuido a una joven hermosa, libre al parecer, rodeada en un sitio amenísimo, de soledad y de misterio”. El joven Guido abandonó la caza de mariposas para ponerse al acecho de aquella incógnita paloma. Logró abordarla y le arrancó una promesa de cita nocturna, que ella le confirmaría con una lámpara prendida a media noche tras una ventanita alta, de vidrios pintados. Así, fue preparando, cada minuto más conmovido, su primera experiencia amorosa, cuidando que su padre, el General, no se diera cuenta de sus intenciones.
En bellísima prosa poética, Carlos Guido y Spano va pintando el paisaje carioca y sus propias inquietudes tibias, mientras espera que se encienda la luz que llama a la cita. Pero poco antes que dieran las doce en el reloj del comedor familiar, la noche se cubrió de gruesos nubarrones.
“En esto un relámpago vivísimo ilumina mi estancia, hasta entonces en completa tiniebla. Se oye un trueno sordo y prolongado. Gruesas gotas de lluvia azotan las vidrieras cayendo sobre la techumbre en golpes secos. A poco más, la lluvia aumenta, fresca, sonora, deliciosa. Mi balcón está abierto. Ese olor a tierra mojada de que V. habla, sólo comparable en lo riquísimo, diré con Alarcón, al de mujer, o al de papel recién impreso, me penetra y satura.
El aire purificado por el agua que cae en hilos finísimos, dorados por la luz del relámpago, ha refrescado mi sangre. Mi imaginación se serena, mis pasiones se calman…”.
Siente el muchacho la cercanía de sus padres, las plegarias de su inocente hermana, la honradez y la virtud esparcida por la casa silenciosa. Aspira esas emanaciones místicas y se arrepiente de su pasión sensual y libertina. Le parece que “el amor es demasiado sublime para que sus caricias se ofrezcan deliberadamente en holocausto a una diosa fácil y sin templo”. Y mientras tanto, llueve y llueve.
“Salí al jardín a recibir aquel bautismo de cielo, y cuando cubierto con una manta, volví a entrar empapado a mi cuarto, vi lucir a lo lejos el fanal entre los vidrios de colores. Estuve largo rato contemplándolo. No podía apartar los ojos de ese faro encendido por la mano del amor fugitivo. Me atraía con fuerza imponderable. ‘Ven’, parecía decirme, ‘¡aquí te esperan inefables placeres!’. Sentíame flaquear; quizá ya iba a ceder, cuando oí la voz grave de mi padre que me llamaba: ¡¡Carlos!!...”.
No hubo encuentro. Se pasó la noche en vela sintiendo llover y haciéndole versos a la lluvia que apagó la llama impura. La carta sigue y sigue, y termina así:
“Respecto del asunto que tratamos, mi preocupación es constante; suelo llegar al fanatismo. Hoy nomás, impresionado por el folletín de V., en vez de decirle a mi criado ‘tráeme chocolate’, le dije ‘traeme lluvia’ y bien puede ser que esta carta amistosa no pase de una lluvia de desatinos.
Dispense V. si caigo aquí como llovido. El tema que ha elegido es tan interesante que me ha animado a dirigirle la presente, felicitándolo, y reclamando mi parte de admiración hacia el fenómeno atmosférico, tratado por su pluma con tanta novedad y agudeza de ingenio. Al colorirlo y ensalzarlo, recordando la influencia ejercida sobre su ánimo, describe V. cuadros preciosos. El de la convalecencia, da ganas de ponerse a golpear las puertas de la muerte, por solo el gusto de reverdecer como el pasto comido y pisado por los caballos patrios. Asimismo se ha metido V. desenfadadamente en honduras, penetrando y describiendo la alcoba de los recién casados, y la actitud al desnudo del novio impenitente. (…)
Deseándole a V. un buen aguacero y sendas duchas, le saluda su servidor y amigo. C. G. S.”.

La carta se publicó en La Nación el 4 de junio, el mismo día en que comenzó el éxodo de políticos hacia Belgrano. Probablemente pocos la hayan leído.

sábado, 20 de junio de 2015

El discurso a la Bandera de Sarmiento y el Bosquejo crítico de Wilde.


En el día de la bandera, recuerdo algunos fragmentos del célebre discurso pronunciado el 24 de septiembre de 1873 por el presidente Sarmiento al inaugurar la estatua de Belgrano. 
Este discurso mereció un artículo de Eduardo Wilde en el diario La República que, según Sarmiento, rivalizaba en belleza con el discurso mismo.

Decía Sarmiento:
“…Hace cincuenta años que desapareció de la escena y no ha muerto sin embargo. Apenas se conserva el recuerdo de la casa en que nació aquí, y todas las ciudades y pueblos argentinos lo reclaman como suyo. Su apellido puede extinguirse según la sucesión de las generaciones; pero dos millones de habitantes desde ahora lo aclaman Padre de la Patria.
No es la biografía del General Belgrano la que intentaría trazar, para dar mas vida al bronce, que la que le ha comunicado al artista. Belgrano era muy hombre de la época crepuscular en que apareció. General sin las dotes del genio militar, hombre de estado, sin fisionomía acentuada. Sus virtudes fueron la resignación y la esperanza, la honradez del propósito y el trabajo desinteresado.
Su nombre, empero, sin descollar demasiado, se liga a las mas grandes faces de nuestra Independencia, y por mas de un camino, si queremos volver hacia el pasado, la candorosa figura de Belgrano ha de salirnos al paso.
Cuando el Gobierno agradecido, quiso premiarlo, por la memorable victoria ganada en Tucumán en este día, disminuyendo su pobreza fundo con el premio cuatro escuelas primarias, las primeras, que cuatro ciudades, que son hoy capitales de Provincia, veían abrirse para la educación de sus hijos. Acaso algún Senador hoy, asistió a alguna de ellas en su niñez.
Estos desvelos por levantar al pueblo de su postración intelectual, sin la cual no hay libertad duradera; su empeño de establecer la moral relajada en escuelas y ejércitos; su profundo sentimiento religioso que difundía sobre el soldado, para santificar la causa de la independencia, poniéndola bajo la protección de la virgen de Mercedes que conserva aun el bastón del mando depositado por el al pie de su imagen en Tucumán; su eclipse de la escena, cuando en los tiempos de discordia y de guerra civil, como dice Tácito, "el poder pertenece a los mas perversos"; su muerte oscura; su carrera tan gloriosa, tan olvidada, todo esto lo caracteriza como a Rivadavia, como al General Paz y a otros; y es esa la base firme en que se asienta la estatua que hoy levantamos en su honor.
Los primeros movimientos del patriotismo americano, se sienten en el alma de Belgrano. Funda la primera Escuela de Educación Científica que existió en Buenos Aires, pues Charcas y Córdoba eran hasta entonces el centro de la civilización colonial.
Como el malogrado Montgomery que llevo en vano al frígido Canadá la noticia de que sus hermanos estaban en armas para conquistar la libertad, Belgrano llevó al tórrido Paraguay la enseña de la nueva Patria. La historia castiga á los retardatarios de la primera hora. El Canadá es todavía dominio de la corona, como el Paraguay menos feliz, por haberse tapado los oídos al llamado de sus hermanos, entonces, cayó en las redes sombrías del tirano Francia, en las garras del tigre López, y todavía no ha visto el último día de sus tribulaciones.
Como Franklin, Belgrano fue a buscar acomodo con la dinastía real, para poner término al conflicto, y como Franklin volvió desesperando de la prudencia, y de la previsión humana a activar el Acta de nuestra Independencia.
En nombre del pueblo argentino abandono a la contemplación de los presentes, la estatua ecuestre del General D. Manuel Belgrano, y lego a las generaciones futuras en el duro bronce de que esta formada, el recuerdo de su imagen y de sus virtudes.

Que la bandera que sostiene su brazo flamee por siempre sobre nuestras murallas y fortalezas, a lo alto de los mástiles de nuestras naves, y a la cabeza de nuestras legiones; que el honor sea su aliento, la gloria su aureola, la justicia su empresa!
Todos los Capitanes pueden ser representados como en esta estatua, tremolando la enseña que arrastra las huestes a la victoria.

En el caso presente, el artista ha conmemorado un hecho casi único en la historia, y es la invención de la Bandera con que una nueva Nación surgió de la nada colonial, conduciéndola el mismo inventor, como Porta Estandarte. Nuestro signo como nación reconocida por todos los pueblos de la tierra ahora y por siempre, es esa Bandera, ya sea que nuestras huestes trepasen los Andes con San Martín, ya sea que surcaran ambos Océanos con Brown,  ya sea en fin que en los tiempos tranquilos que ella presagio, se cobijo a su sombra la inmigración de nuevos arribantes, trayendo las Bellas Artes, la Industria y el Comercio.

Tal día como hoy, el General Belgrano en los campos de Tucumán, con esa Bandera en la mano, opuso un muro de pechos generosos á las tropas españolas; que desde entonces retrocedieron y no volvieron á pisar el suelo de 'nuestra Patria, siendo nuestra gloriosa tarea, de allí en adelante, buscarlas donde quiera conservasen un palmo de tierra en la América del Sur, hasta que por el glorioso camino de Chacabuco y Maipú fueron solo escalones, nos dimos la mano en Junín, y Ayacucho con el resto de, la América, independiente ya de todo poder extraño.

Y sea dicho en honor y gloria de esta Bandera. Muchas repúblicas la reconocen como salvadora, como auxiliar, como guía en la difícil tarea de emanciparse. Algunas, se fecundaron a su sombra; otras, brotaron de los jirones en que la lid la desgarró. Ningún territorio fue, sin embargo, añadido a su dominio; ningún pueblo absorbido en sus anchos pliegues, ninguna retribución exigida por los grandes sacrificios, que nos impuso.

En la vasta extensión de un continente entero, no siempre son claros y legibles los términos que Dios y la naturaleza imponen a la actividad de las grandes familias humanas que pueblan la tierra. ¿Cuál es la extensión de la que cubre hoy y protege nuestra Bandera?

La República Argentina ha sido trazada por la regla y el compás del Creador del Universo. Ese anchuroso Río que nos da nombre, es el alma y el cerebro de todas las regiones que sus aguas bañan. Puerta de esta América que abre hacia el ancho mar que toca al umbral de todas las naciones, por ahí subirán ríos arriba con la alta marea del desarrollo, las oleadas de hombres de ideas, de civilización que, acabarán por transformar el desierto en Nación, en pueblo. Aquí, en estas playas, han de cambiarse los productos de tan vasta olla, de tantos climas, por los que hayan en todo el globo prepararlo siglos de cultura, y la lenta, acumulación de la riqueza. Aquí ha de hacerse la transmutación de las ideas; aquí se amalgamaran las de todos los pueblos; aquí se hará su adaptación definitiva, para aplicarse a las nuevas condiciones de la existencia de pueblos nuevos, sobre tierra nueva.

No hablo del porvenir. Es ya, este sueño de nuestros padres, un hecho presente.

He ahí, en esos millares de naves, nuestros misioneros hasta el seno de la América. Ved ahí en la masa de este pueblo el ejecutor de la grandes obras, acudiendo de todas partes á alistarse en nuestras filas, y por el trabajo, la industria, el capital, las virtudes cívicas, hacerse miembro de la congregación humana que lleva por enseña en la procesión de los siglos hacia el engrandecimiento pacífico, la Bandera bi-celeste y blanca.

Esta Bandera cumplió ya la promesa que el signo ideográfico de nuestras armas expresa. Las Naciones, hijas de la guerra, levantaron por insignias, para anunciarse a los otros pueblos, lobos y águilas carniceras, leones, grifos, y leopardos. Pero en las de nuestro escudo, ni hipogrifos fabulosos, ni unicornios, ni aves de dos cabezas, ni leones alados, pretenden amedrentar al extranjero. El Sol de la civilización que alborea para fecundar la vida nueva; la libertad con el gorro fijo sostenido por manos fraternales, como objeto y fin de nuestra vida; una oliva para los hombres de buena voluntad; un laurel para las nobles virtudes; he aquí cuanto ofrecieron nuestros padres, y lo que hemos venido cumpliendo nosotros, como república, y harán extensivo a todas estas regiones como Nación, nuestros hijos.

Hasta la exclusión del sangriento rojo, del blasón de todos los pueblos, hasta el color celeste que no tiene escritura propia en la heráldica se avienen con la idea dominante en este emblema.

Las fajas celestes y blancas son el símbolo de la soberanía de los reyes españoles sobre los dominios, no de España, sino de la corona, que se extendían a Flandes a Nápoles, a las Indias; y de esa banda real hicieron nuestros padres divisa y escarapela, el 25 de Mayo, para mostrar que del pecho de un Rey cautivo, tomábamos nuestra propia Soberanía como pueblo, que no dependió del Consejo de Castilla, ni de ahí en adelante, del disuelto Consejo de Indias.

El General Belgrano fue el primero en hacer flotar a los vientos la Banda Real, para coronarnos con nuestras propias manos, Soberanos de esta tierra, e inscribirnos en el gran libro de las naciones que llenan un destino en la historia de nuestra raza. Por este acto elevamos una estatua en el centro de la plaza de la Revolución de Mayo al General porta-estandarte de la República Argentina.

Y si la barbarie indígena, o las pasiones perversas intentaron alguna vez desviarnos de aquel blanco que los colores y el escudo de nuestra Bandera señalaban a todas las Generaciones que vinieran en pos, reconociéndose argentinas a su sombra, los bárbaros, los tiranos y los traidores inventaron pabellones nuevos, oscureciendo lo celeste para que las sombras infernales reinasen y enrojeciendo sus cuarteles para que la violencia y la sangre fuesen la ley de la tierra. En Caseros esta era la Bandera que enarbolaba el Tirano contra el proscrito pabellón que volvía para aplastar la sierpe, con sus hijos dispersos por toda la América. En Caseros por la unión de los partidos, reaparecieron estas dos manos entrelazadas, como siempre lo estarán en defensa de la Patria. Al día siguiente de Caseros vuestras madres y hermanas, ¡Oh pueblo de Buenos Aires! tiñeron de celeste telas, para vitorear a los libertadores; porque, sea dicho para recuerdo del odio de los tiranos a nuestra Bandera, en 1852, no había en una gran ciudad civilizada, emporio de un gran comercio, una vara de tela celeste para improvisar un pabellón; y una generación entera existía, que no conoció los colores de la Bandera de su Patria. Ese pendón negro con sus gorros sangrientos es por fortuna nuestra, el que en los Inválidos de París, recuerda la ruptura de la cadena con que Rosas intentó amarrar la libre navegación de los ríos.

La bandera blanca y celeste, ¡Dios sea loado! No ha sido atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra!  (…)

Una nación está destinada a prevalecer, cuando obedece en su propio seno a las inmutables leyes del desenvolvimiento humano.

Sin el espíritu de conquista, Roma vive en nosotros con sus códigos, como Grecia con sus artes plásticas, su lengua y sus instituciones republicanas, completadas por el sistema representativo. Acaso es Providencial que debamos existencia y nombre a Colon y a Américo Vespucio; y si Garibaldi ha de tener su parte en la reconstrucción de la Italia romanizada, su lugar en la historia lo conquistara, mezclando aquí su sangre a la nuestra, para endurecer los cimientos de nuestra constitución, libre, republicana, representativa.

Hagamos fervientes votos, porque, si a la consumación de los siglos, el Supremo Hacedor, llamase a las naciones de la tierra para pedirles cuenta del uso que hicieron de los dones que les deparó, y del libre albedrío y la inteligencia con que, dotó a sus criaturas, nuestra Bandera, blanca y celeste, pueda ser todavía discernida entre el polvo de los pueblos en marcha, acaudillando cien millones de argentinos, hijos de nuestros hijos hasta la última generación, y deponiéndola sin mancha ante el solio del Altísimo, puedan mostrar todos los que la siguieron que en civilización, moral y cultura intelectual, aspiraron sus padres a evidenciar, que en efecto fue creado el hombre a imagen y semejanza de Dios”.

Como era de esperar, los críticos de Sarmiento enumeraron una serie de defectos en este discurso. Fue por eso que Eduardo Wilde defendió la pieza oratoria en un Bosquejo crítico (La República, 28.9.1873). El sanjuanino lo aplaudió diciendo: “Mi amigo: Me ha puesto celoso con su artículo crítico que rivaliza con el discurso” .

Y sí, la pieza de Wilde era tan brillante como la pronunciada por el presidente. Comenzaba diciendo que si alguien leyera el discurso sin saber de quién era, diría “lo ha dicho un joven, lo ha escrito un joven, lo ha pensado un joven que vive en medio de las bulliciosas pasiones propias de la edad y que por rareza tiene un juicio más maduro que el que le corresponde”. Y agregaba: 

“Una bella pieza de arte alcanza su máximum cuando imita a la perfección la naturaleza; nada sino lo verdadero es bello y nada es verdadero sino la naturaleza entera o contemplada en sus detalles.
Pero la misma naturaleza es defectuosa; el brillante más rico algún punto tendrá que brille menos; en la cara más hermosa algún rasgo ha de haber que no armonice; el arco iris más variado alguna faja menos viva, más confusa ostentará al perderse en el horizonte, y la misma gota de agua recogida en la punta de un alfiler, o una lágrima si se quiere suspendida en la pestaña de la mujer más amada, bien vista la gota de agua o la lágrima, no será tan pura, ni tan limpia, ni tan esférica como parece.
Es verdadero tener defectos, es bello tenerlos y no hay belleza que no los tenga (…).
Dada tal cabeza, no podía salir de ella sino tal obra de arte, nueva, original, vigorosa, atrevida, pendenciera, medio sublime, rica en literatura, descuidada, poética, sencillísima, política, trascendental, amenazante, desgreñada, que llora y ríe y se hace tierna, revolviendo en un torbellino encantador un montón de ideas de todo género, que tiene cada una su valor, que parece que no han sido hechas para estar juntas pero que el espectador no encuentra mal que se acompañen.
Todo esto que ni nosotros mismos entendemos sale del discurso de Sarmiento.
Una pieza oratoria tiene su mérito cuando por lo menos hay en ella una idea capital bien desenvuelta (…).
Pues bien, el discurso del Presidente tiene una idea en cada párrafo (…).
Se habrá dicho en el mundo próximamente cuatrocientos millones de discursos a la bandera de las diferentes naciones que pueblan el globo, pero nosotros no hemos leído hasta ahora una alocución más nueva y más original que la que Sarmiento ha dirigido a la bandera argentina”.

Más adelante, transcribe algunos de los párrafos de Sarmiento , y dice que las ideas del sanjuanino “han sido nuevas desde que tuvo veinte años y continuarán siéndolo hasta que tenga noventa, si ha de vivir hasta entonces”, pero que él no tiene ningún mérito por esto, y explica porqué: 
“La novedad está en su naturaleza y es una modalidad de su inteligencia, es una aptitud orgánica inconsciente y sin preparación, que tiene su asiento en las disposiciones textiles de su cerebro.
Por eso en él la novedad con su forma especial y su originalidad incalculable, es una novedad fácil, espontánea, imprevisora, diremos y que se cuida poco de las reglas que, al fin y al cabo, no son hechas sino para espíritus de poco aliento.
Si nos fuera permitido expresar nuestra idea por medio de una comparación, nosotros diríamos que las formas literarias que asumen las ideas del señor Sarmiento y la esencia misma de estas ideas, estarían perfectamente representadas por una hermosa mujer, joven y audaz, que desprecia la moda y es capaz, en último trance, de salirse en cueros a la calle.
Los escrupulosos y timoratos, si así lo hiciera, comenzarían por asustarse al ver tamaña audacia (…) Pero pasando el tiempo y apagándose poco a poco las alarmas del pudor asustadizo más que reflexivo, la gente de decidido buen gusto recordaría con placer aquella época en que una joven hermosa, con grandes ojos negros, cara atrevida, fresca como una rosa y despreocupada e inteligente como pocas, solía salirse en cueros a la calle y lo bella que solía estar cuando le daba por vestirse con todos los encantos de la moda, pues todos le venían bien…”.

jueves, 28 de mayo de 2015

Teodoro J. Schestakow, un sacerdote de la medicina.




Las ciudades y los pueblos de las provincias argentinas suelen bautizar sus avenidas principales con nombres de dirigentes nacionales. Veamos las de mi pueblo: San Rafael, en Mendoza.
Es una ciudad de principios del siglo XX, heredera de una colonia francesa.
Sus avenidas principales son bastante representativas de las disposiciones históricas vigentes hasta hace cincuenta años.
No faltan “San Martín” o “Del Libertador”, un héroe que toda Mendoza siente como propio. Pero los siguientes nombres principales son Bartolomé Mitre e Hipólito Yrigoyen. Bastante menos céntricos, pero también en avenidas, se lucen Rivadavia y Moreno. Belgrano es sólo calle, pero tiene el privilegio de bordear la plaza principal, al igual que Carlos Pellegrini. Avellaneda y Alsina tienen su prestigio, pero Urquiza o Roca han quedado bastante relegados, en callecitas de poca monta. Sarmiento y Alberdi son avenidas, pero casi fuera de la ciudad.
No discuto los criterios. ¡Qué va! Son los criterios porteños, bastante unitarios por cierto.
Los nombres locales, en la periferia, corresponden en su mayoría a militares que actuaron en el regimiento establecido en esta zona que fue de frontera hasta que Roca conquistó el desierto. Los fundadores de la ciudad –Rodolfo Iselín y Julio Ballofett– no brillan pero están. Iselín tuvo en un principio calle principal pero con el tiempo lo mandaron a los suburbios. Sin embargo la escuela primaria de la plaza lleva su nombre. Ballofett fue premiado con la calle (o ruta) que pasaba por su finca, lejos, camino a Rama Caída. Pero la suerte quiso que con el devenir del progreso la calle se convirtiera en estratégica avenida.
Todo esto lo cuento para señalar que el Dr. Teodoro J. Schestakow, el hombre más bueno que vivió en esta tierra, no tiene más calle que un pasaje de mala muerte. Es cierto que el hospital lleva su nombre, pero costó bastante que aceptaran ponérselo.

Vivió dedicado al pueblo de San Rafael durante 62 años, hasta el 29 de mayo de 1958 cuando murió casi centenario. Su funeral fue el mayor acto multitudinario en honor a una persona del que se tenga recuerdo en esta ciudad. Está enterrado en el cementerio local, en una tumba de tierra según sus deseos, con una placa que dice: “Aquí yace el Dr. Schestakow. Trabajó toda su vida. Descansa en paz”.

Había nacido el 3 de marzo de 1864[i] en el imperio de los Zares, pero, curiosamente, no en Rusia sino en Finlandia, en ese tiempo anexada a Rusia. Su pueblo de nacimiento fue Imatra, una localidad de la frontera con Rusia.
Pertenecía a una familia numerosa que ocupaba una posición social y económica destacada. Cursó sus estudios de liceo en Perm, una ciudad industrial en el centro de Rusia, y sus estudios universitarios en la Facultad de medicina de Kazan, donde se graduó de médico el 7 de junio de 1887. En la misma universidad estudiaron, entre otros, Tolstoi y Lenin, quien entró en la facultad de derecho en ese mismo año 1887.  
Según Raúl Marcó del Pont,  mientras estudiaba en Kazan fue acusado –junto a otros muchachos– de participar de movimientos revolucionarios contra el Zar Alejandro III y fue confinado a Siberia donde lo obligaron a ocuparse de la educación de los hijos del representante local del gobierno. Luego, como las acusaciones en su contra provenían de simples sospechas, lo mandaron a Oms, un lugar más civilizado, donde el gobernador resultó ser amigo de su padre. Lo liberaron bajo palabra de no actuar contra el Zar.

Pudo haber realizado una carrera cómoda, brillante y destacada. Sin embargo, consecuente con su ideal superior de liberación y justicia, sacrificó comodidades, fortuna y halagos para no traicionar sus principios. Había prometido no luchar contra el gobierno, pero no podía vivir en un pueblo tiranizado. Por eso, en 1889 abandonó Rusia sin rumbo fijo. Su afán de aprenderlo todo lo llevó recorrer casi toda Europa, el cercano Oriente y el norte de África. De paso, amplió sus estudios en hospitales de las más diversas ciudades; luego se inscribió en los cursos de la Facultad de Lyon, y más tarde en la de Ginebra donde revalidó su título en 1894. Su director de tesis fue el célebre Jacques Louis Reverdin, uno de los padres de la cirugía contemporánea. Recibió premios por sus trabajos de tesis en ambas universidades.
En sus recorridas conoció a las más grandes figuras médicas de Europa, como Pasteur y su asistente Pierre Roux (bacteriólogo, inmunólogo, descubridor del suero antidifteria y cofundador del Instituto junto a su maestro Pasteur), o gran cirujano suizo Emil Kocher.
Curiosamente, hizo sus recorridas por los hospitales y universidades europeas en los mismos años que Eduardo Wilde. Tal vez se hayan cruzado en alguna sala.

Estaba en Ginebra, ya listo para buscar un nuevo destino, cuando alguien le habló de una pobre colonia francesa, allá en los confines de América del Sur. Dicen que el colono Paul Matile, quien éste acababa de perder dos hijos de fiebre tifoidea, mandó a sus parientes en Suiza una carta pidiendo un médico joven para hacerse cargo de la apremiante situación médica de la Colonia Francesa. Aquí sólo venía, de tanto en tanto, algún médico de Mendoza.
Teodoro Schestakow sólo pidió que se le pagara el pasaje.
Llegó en 1896, a los 33 años. Seguramente se asustó pues, usando una frase de Abelardo Arias, nieto de Julio Ballofett, estas comarcas eran puro polvo y espanto.
Si bien la Colonia era bastante pequeña, la población diseminada por todo el entonces inmenso departamento alcanzaba a unos diez mil habitantes.
Rodolfo Iselín lo hospedó en su casa y pronto lo instaló en el único Hotel –el Unión– donde atendió hasta que tuvo un consultorio con pequeño sanatorio en el predio donde hoy está en Banco Nación local, propiedad de Iselín.
De esos primeros años de práctica se destacan tres hechos científicos importantes:
En 1898 Schestakow fue el primer médico que empleó con éxito en el país el suero antidiftérico logrando salvar muchas vidas y combatir una tremenda epidemia.
Más tarde, en el comienzo de otra terrible epidemia, de peste bubónica, supo diagnosticarla a tiempo y supo vencerla eficazmente gracias a las medidas que él personalmente llevó a cabo, a costa de su propio peculio.
Finalmente, cuando San Rafael fue asolada por la viruela, solicitó a las autoridades sanitarias del país las vacunas necesarias para combatirla. No le enviaron nada. “No había vacunas; otro médico hubiera aislado los enfermos y se hubiera cruzado de brazos dejando que la muerte diezmara la población”, dice el doctor Francisco Yazlle en 1953, “El Dr. Schestakow con su alto espíritu de responsabilidad y su saber unido a su ingenio y al propósito de vencer, supo resolver el problema y salvar a la población: inoculó la enfermedad a dos terneras donadas por su amigo Iselin y así obtuvo el material para propagar la vacuna salvadora”[ii].
Muchas veces en estas tareas, que efectuaba personalmente, expuso su propia vida para salvar las de los demás. Y agrega Yazlle: “¡Y pensar que hubo quien pretendió prohibirle ejercer la profesión! Cabe mencionar que desempeñó los cargos de médico municipal, policial, provincial, nacional y hasta militar durante largos periodos. Y todo con carácter ad-honorem”.

Los nacidos en San Rafael hemos crecido escuchando historias, escritas y no escritas, sobre la actividad legendaria de este médico y ser humano excepcional. A caballo o en carreta recorría los pedregosos, interminables caminos, callejones y senderos, cruzando vados y ríos helados, para atender a los dolientes de los distritos más alejados, hasta llegar a General Alvear (a 90 km de San Rafael). Tenía casa propia y una frazada en cada rancho, y cuando no le podían pagar ni con una gallina, él sacaba mercadería a su cuenta en los almacenes para dársela a sus pacientes más pobres, los más queridos.
Schestakow era comunista practicante y probablemente ateo, pero buen seguidor de las enseñanzas de Jesús. Muchos habrían dado la vida por él, y por allí se recuerda que cierta vez, mientras cabalgaba solo en uno de sus larguísimos viajes, fue asaltado por bandidos. Cuando lo reconocieron, los maleantes se descubrieron la cabeza, le pidieron disculpas y se alejaron avergonzados. También se cuenta –no sé si será verdad o leyenda- que cuando, ya grande, quiso volver a su patria, todo el pueblo se agolpó en la estación, para impedir su partida.
Cada familia tiene su historia particular, y la mía también. Mi abuelo Felipe Brown, un inglés que llegó en 1905, era amigo de Schestakow. A pesar la diferencia de edad, compartían sentido del humor, trasnochadas y larguísimas conversaciones. Andando lo tiempos, salvó la vida de mi madre que de chica enfermó gravemente de fiebre tifoidea. Mi abuelo contaba que cierta vez, estando en Buenos Aires, sufrió de alguna dolencia que no recuerdo y fue allí a un especialista quien, luego de revisarlo, tomó de su biblioteca un libro para buscar detalles de esa dolencia. Se sentó a consultarlo y mi abuelo vio que el trabajo que leía era de Teodoro J. Schestakow.

El periódico local, El Comercio, del 16 de octubre de 1953 informa sobre un homenaje que se rindió a Schestakow, consistente en descubrir una placa de bronce en el frontispicio del hospital que ya llevaba su nombre. El diario reproduce completo el discurso del Dr. Francisco Yazlle, en nombre de la Sociedad Médica de San Rafael, frente a un Schestakow de 90 años, que lo escuchaba atentamente sentado en su auto, con la puerta abierta, a un metro de distancia. Estaba viejo y delicado de salud, pero perfectamente lúcido.
Yazlle, emocionado, decía que la sociedad médica lo había nombrado socio honorario, único hasta entonces, pues para todos ellos era, además de su decano, un “verdadero sacerdote de la medicina”, un ejemplo de vida.
Fue también un acto de desagravio. Años antes, algunos se habían opuesto a poner su nombre al Hospital por ser un médico extranjero; es más, hubo quienes iniciaron gestiones para prohibirle el ejercicio de la medicina por la misma razón, buscando resquicios en leyes absurdas. Al parecer, hacía mucho que no pisaba ese hospital que llevaba su nombre. Eran tiempos del primer gobierno de Perón.
“En esta era de tergiversación de valores –decía Yazlle–, en la que se recuerda y se admira más fácilmente el nombre de un boxeador o de un caballo de carrera y se olvida o se desconoce los de los grandes benefactores de la humanidad, resulta reconfortante para el espíritu comprobar o participar de los actos de reconocimiento a las figuras que constituyen auténticos valores”.
Y contaba que había sido muy difícil conseguir que Schestakow accediera a ese simple acto de reconocimiento. “Su desinterés y su modestia fueron seria valla para obtener su aprobación, y aun así, lo aceptó con la condición que él expresara el homenaje al médico anónimo tal como cuando se rinde honores al soldado desconocido”.
Dirigiéndose directamente a Schestakow, Yazlle le aseguró que no se lo homenajeaba por ser el primer médico de San Rafael, sino por sus más de 60 años de actividad eficiente y progresista en beneficio de este pueblo; por las miles de vidas que salvó, por la infinidad de ideas y gestiones que realizó en favor de la higiene y la cultura de ese pueblo: “Bien sabemos que su espíritu altruista nunca buscó el halago y la riqueza, ni le seduce la bambolla barata del elogio; pero usted doctor Schestakow no puede evitar la entusiasta y sentida expresión de gratitud que brota espontáneamente del corazón de todos y que le dicen: gracias Dr. Schestakow por todo el bien que usted ha hecho en este magnífico y pujante pueblo; y que es magnífico y pujante porque usted fue un puntal importante que, junto con otros valientes y esforzados visionarios, supieron y pudieron hacerlo así”
Yazlle recordó la abrumadora tarea que debió desarrollar en un departamento tan extendido como San Rafael (y Alvear y Malargue), sin caminos, casi sin medios de transporte, con una pésima higiene y sin los materiales necesarios para poder actuar. Así debió ingeniárselas para resolver los infinitos problemas que la medicina le planteaba. “Él todo lo suplió con el dínamo grande de su corazón generoso, con el sentido de la responsabilidad que le cabía en este medio en que todo estaba por hacerse. No tenía para él valor el tiempo, las inclemencias de la naturaleza: si el enfermo necesitaba de él, iba a caballo, en sulky, en lo que tuviera más a mano, pero iba. Sus puertas estaban abiertas, como abierto ha estado su corazón y su mano. Sobran los antecedentes para afirmarles ahora de que el menesteroso encontró en él además de la atención médica gratuita, el remedio y junto con el remedio, los consejos paternales, la mano sobre el hombro y, no pocas veces, hasta el dinero deslizándose en el bolsillo de aquel que encontró todo, no en un consultorio, sin en la casa de un amigo”.
Así fue la larga vida de este médico ruso que habiendo podido ser una eminencia reconocida mundialmente, eligió servir como un sacerdote en un pueblo rural de los confines de Sud América.
El mejor homenaje que se le podría hacer sería lograr que el hospital que lleva su nombre fuera digno de sus enseñanzas de vida.




[i] El año de nacimiento surge de la Federación Universitaria de Cuyo; otros la sitúan en 1867.
[ii] El Comercio 16.10.1953.

martes, 12 de mayo de 2015

¡Argentina, levántate!


Pido disculpas por hablar en primera persona, pero estoy argentinamente deprimida. Mi espíritu patrio está harto y asqueado de este sistema de pavura.

Argentina está sitiada por un gobierno de impostores: ladrones que dominan a los más humildes con limosna; a los amorales con negocios; a la clase media con cuotas; a los ignorantes con circo; a los desmemoriados con cuentos de hadas y monstruos; a los díscolos con amenazas, y al resto con impotencia paralizante.
Me incluyo en el último grupo, con tristeza y bastante vergüenza.

¿Cómo salir de esta encrucijada?
Sólo con dirigentes políticos probos que no vayan tras las encuestas, sino que sean lo suficientemente creativos como para despertar la dignidad dormida, para poner de moda la República Honesta, para restablecer la cultura del trabajo.

El mayor logro de Sarmiento no fue levantar escuelas sino poner de moda la educación en un país que acababa de salir de un tiempo tan oscuramente oscuro como el actual.
La impotencia nos hace pensar que la decadencia de la educación y los valores nos priva de futuro.  Pero me permito recordar que la brillante Generación del 80 creció en tiempos de Rosas, con similar desintegración social, política y educativa. Con similares relatos y una grieta notoriamente parecida.
Es cierto que éramos muchos menos, y es cierto que el sistema democrático en el que estos hombres actuaron era bastante defectuoso. Ellos lo sabían, pero estaban convencidos que el sufragio sólo se perfeccionaría con educación, que sólo los hombres educados pueden ser libres para elegir a sus gobernantes. Con ese convencimiento hicieron de la educación sarmientina una idea fuerza, una religión. Sabían que todo progreso –social, político, industrial o científico- estaba íntimamente ligado a la educación.

Por supuesto que el mundo ha cambiado mucho, pero si es cierto aquello de que sólo los pueblos que conocen su historia pueden proyectarse un porvenir, entonces estudiemos lo que la Generación del 80 hizo para salir de un presente tan sórdido como éste.

Basta de futbol para todos, pasajes de avión para todos, ladrones para todos, y cuotas y cuotitas para todos. Basta de limosnas para los pobres, basta de Estado-Sociedad de Beneficencia.

Concentremos nuestros esfuerzos –y el dinero del Estado- en lograr Trabajo para Todos, Salud para Todos, Educación para Todos, Justicia para Todos y jubilaciones dignas para todos nuestros viejos. Así lograremos, con el tiempo, Seguridad para Todos, y tal vez, algún día, la ansiada República para Todos.  



martes, 7 de abril de 2015

Párides Pietranera: Un valiente olvidado.

Si hubiera vivido, tal vez habría un hospital con su nombre. Murió en un día de Pascuas de 1871, cumpliendo con su deber en una ciudad devastada por la aterradora fiebre amarilla.
Eduardo Wilde decía que el médico que se atreve a entrar en un pabellón apestado de fiebre amarilla, es tanto o más valiente que el soldado que entra en un campo de batalla.
Pietranera nació allá por 1846 en Buenos Aires, aunque hay quien dice que fue en Entre Ríos. Lo cierto es que se formó –como pupilo– en el histórico colegio de Concepción del Uruguay. Allí lo conoció Wilde, quien lo quiso como a un hermano menor.
No pudo terminar su secundaria en Entre Ríos porque fue expulsado en tiempos del  mediocre rector Domingo Vico, quien, a poco de asumir, debió sufrir un motín de naranjazos. Pietranera no sólo fue uno de los cabecillas, sino también uno de los que galopó hasta San José para pedir la intervención de Urquiza. Tal vez por eso, cuando en agosto de 1864 pidió al ministro de Instrucción Publica una beca para concluir sus estudios en Buenos Aires y  poder “seguir en la larga carrera que me he impuesto, cual es el estudio de la medicina”, el gobierno de Mitre se la negó, alegando que el número de plazas estaba completo.
Finalmente, a puro esfuerzo, pudo terminar sus estudios en el Nacional Buenos Aires e iniciar su carrera médica. Compartió pobreza, estudios y estudiantinas con su “hermano” Wilde y futuras celebridades como Ignacio Pirovano, Lucio Melendez, Ricardo Gutierrez, Tomás Perón, Juan Bautista Gil, etcétera, etcétera.
Era un muchacho de figura desgarbada y generosa cabellera, detrás de cuyos ojos mansos se escondía un idealista dispuesto a jugarse por las buenas causas. Y la primera buena causa le llegó temprano en la vida, cuando a fines de 1867, en plena guerra con el Paraguay, estalló  la bestia del cólera. La devastadora  epidemia dejó unos 8.000 muertos en Buenos Aires.
Muchos estudiantes tuvieron un comportamiento ejemplar, tanto en la ciudad como en la campaña, donde habían ido a refugiarse los porteños llevando el mal a cuestas. Mientras Wilde, estudiante de cuarto año, dirigía el principal lazareto de la ciudad, porque no se consiguió médico presente que se hiciera cargo, Pietranera, alumno de segundo año, debió ir a Navarro. Ese pueblo, como tantos otros, había pedido médicos a la capital y lo único que consiguió fue este estudiante de 22 años, quien partió para hacerse cargo, él solo, de un dramático caos: las víctimas caían de a cientos y aumentaban día a día, el único médico había desertado, los inteligentes que venían actuando estaban enfermos de agotamiento, los cadáveres se dejaban tirados y muchos vecinos sanos huían abandonando a sus parientes enfermos. Pietranera no se achicó: trabajó semanas y semanas, sin descanso, atendiendo en el lazareto y acudiendo a los desesperados llamados en casas y ranchos infestos, mugrientos, sanando, consolando y ayudando a bien morir.
Terminada la epidemia, los estudiantes siguieron con sus estudios. Wilde se recibió a principios de 1870 y rápidamente comenzó a adquirir prestigio y dinero. El solía decir –medio en broma, medio en serio- que parte de su éxito se debía a que tenía un apellido inglés, pues los porteños siempre preferían a los extranjeros. Y contaba que su compañero Pietranera cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose  Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico.
A principios de 1871 Blackstone estaba por iniciar su sexto año cuando llegó una nueva peste, fiebre amarilla, la peor tragedia que ha vivido la ciudad de Buenos Aires: 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una ciudad envuelta en caos, atendida por muy pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron.
Wilde combatió en el foco central de San Telmo, asistido por el practicante Pietranera, hasta que después de un mes y medio de tremenda lucha, el muchacho cayó herido por la fiebre. Murió en sus brazos el 4 de abril, día en que los muertos fueron 400.
Esa misma noche Wilde escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión Popular, esta  conmovedora carta:
“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de tantos.
Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”.
Bilbao cumplió inmediatamente. Al día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería él también.
“La Comisión ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Pietranera”, decía la nota, “que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensible la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…” .
Una vez cumplido el primer encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Eduardo le había pedido, transcribiendo su conmovedora carta, y comunicando la compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “El Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir a Pietranera”.
Wilde volvió a la lucha al día siguiente, pero pocos días más tarde él también fue gravemente atacado por la fiebre que combatía. Se salvó y fue uno de los pocos médicos que recibió todas las medallas y distinciones que se otorgaron a los héroes de la fiebre amarilla.

Pietranera, en cambio, quedó en el olvido.