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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


CASARES
ALBERTO CASARES
Suipacha 521 - (1008) - Buenos Aires
Sr. Alberto Casares
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FERNÁNDEZ BLANCO
Tucumán 712 - (1049) - Buenos Aires
Sr. Lucio Fernando Aquilanti
4322-1010
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EL INCUNABLE
Montevideo 1519
Ciudad de Buenos Aires, Bs.As, Argentina
1018.

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sábado, 9 de julio de 2016

Hawai y la Independencia.

Se ha comentado hoy que Hawai fue el primer Estado en reconocer la independencia argentina.
Aquí va la historia que me toca de cerca.
George Macfarlane, londinense, de sangre escocesa, llegó al Río de la Plata en tiempos de las invasiones inglesas. Después de establecer una casa de comercio internacional en Río de Janeiro, se estableció en Buenos Aires en 1812. Entre sus actividades estuvo la de armar buques corsarios, para lo cual recibía patentes de corso del gobierno nacional. 
Así, por ejemplo,el 7 de mayo de 1817, recibió la patente N° 88, de la fragata Santa Rosa (a) Chacabuco, cuya solicitud dice así: “Excmo. Sr. Director Supremo. Don Jorge Macfarlane, ante V.E. con el mayor respeto parece y dice: que deseando sostener los derechos de la América por aquellos medios que estén a su alcance y son permitidos en el derecho de la guerra entre naciones civilizadas ha resuelto armar en corso una fragata de mi pertenencia nombrada la Santa Rosa alias Chacabuco su comandante D. Josef Turner para cruzar en contra los enemigos de esta Provincias en el punto donde sea más conveniente”. La corbeta (según se la clasifica después) Santa Rosa, fue construida en Filadelfia en 1812 como Liberty, con un porte de 280 toneladas y forrada toda en cobre. Partió como nave corsaria en mayo del 1817, al mando del capitán Joseph Turner, con 140 hombres a bordo, 14 cañones, fusiles, pistolas, chuzas y sables. 
Cerca del Cabo de Hornos, sus tripulantes se amotinaron y terminaron abandonando a los oficiales engrillados cerca de Valparaíso. La nave se convirtió en pirata y navegó a la deriva por las aguas del Pacifico, asaltando a cuanto barco encontraba a su paso. 
Los aventureros desembarcaron, finalmente, en la isla de Hawai. El rey de aquel estado, Kamehameha I, les compró la corbeta “por dos pipas de ron y seiscientos quintales de sándalo”. Ahí quedó, desaparejada y sin pertrechos, hasta que la encontró el corsario Hipólito Bouchard, que venía batallando con su fragata La Argentina desde el Atlántico hasta el Pacifico. 
Para recuperar la corbeta, Bouchard debió firmar un tratado con el monarca, mediante el cual éste reconoció, formalmente, la independencia de las Provincias Unidas. 
La Santa Rosa/Chacabuco fue desde entonces compañera de aventuras de La Argentina: con ella izó nuestra bandera en Monterrey, fue temida en el Caribe, apresada por Lord Cochrane en Chile, y, finalmente, acompañante de San Martín en su expedición al Perú. 
Para mi lejano abuelo George Macfarlane, la operación fue, por supuesto, un rotundo fracaso.

¡SALUD PATRIA MIA!


En 1901, al despedirse de la embajada argentina en Estados Unidos, Eduardo Wilde profetizaba, ante un periodista, sobre la futura grandeza argentina: con buen gobierno, buena educación y los previstos progresos en ciencias y artes, en el año 2000 tendríamos unos 100.000.000 de habitantes “ocupados en trabajos que conducen a la independencia y felicidad individual”. Analizando nuestras perspectivas de comercio e industria, agregaba que la Argentina y Estados Unidos serían para entonces fuertes competidores en los mercados mundiales.
No pudo ser, quién sabe por qué. Tal vez porque, entre otras muchas causas, no aparecieron más estadistas ni pensadores a la manera de Sarmiento, Alberdi, Urquiza, Avellaneda, Roca o el mismo Wilde o Leguizamón, gente que –con sus luces y sus sombras, virtudes y defectos- pensara y gobernara la Argentina mirando al futuro. Tal vez porque nos enmarañamos en el populismo, la incomunicación y la pura ambición personal. Tal vez porque nuestro bendito crisol de razas nos jugó una mala pasada. El objetivo esencial de la Constitución Nacional –expresado en su preámbulo-, y de la ley de educación pública, laica, obligatoria e higiénica para los hijos de los inmigrantes no pudo cumplirse. Ese objetivo era  “la argentinidad”.
 En el siglo XX hemos parido individuos brillantes, pero la gran Argentina, que soñó la generación del 80,  brilla por su ausencia.
Vale recordar, como ya lo he hecho, estas palabras de Onésimo Leguizamón, al debatirse la ley de educación primaria en 1883:
“Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconsciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!”.
Y vale recordar  estos párrafos de Eduardo Wilde, en una de sus memorias de gestión del Ministerio de Instrucción Pública, donde relaciona la educación con la industria:
“...todo cuanto una nación puede aspirar para ocupar un rango prominente, fortuna, renombre, fuerza, felicidad y gloria, es el producto de su instrucción esparcida, difundida, aplicada, transformada, adherida por último a los objetos para cambiar las condiciones de su existencia (…)
“Toda nuestra riqueza está encerrada en nuestras materias primas; exportamos metales y sustancias orgánicas casi exactamente como la tierra nos las presenta. Tomemos un solo ejemplo, el de nuestros productos animales. La carne, la lana, los cueros, la cerda, los huesos, son elementos que enviamos al extranjero y que nos vuelven manufacturados. Es decir, enviamos un valor dado y compramos luego ese mismo valor por un precio cien o mil veces mayor. Nuestro ganado lanar nos vuelve en forma de paños u otras telas; nuestras vacas regresan convertidas en suelas, equipos, arreos de carruaje y otros objetos en cuyo valor es apenas perceptible el valor inicial de la materia prima. Si fuéramos un país manufacturero, es decir si aplicáramos a los productos que la tierra nos brinda una cantidad mayor de trabajo, una preparación inteligente, en suma, una dosis mayor de instrucción, esa enorme contribución que pagamos al extranjero por la manufactura de nuestras propias materias se quedaría en el país para aumentar su riqueza y por lo tanto el caudal de bienestar público”.
Brindo porque retomemos ese rumbo, el de la educación para el progreso.
Mirada simplista, segada. Tal vez, pero tan válida como todas las otras miradas, complicadamente ideologizadas.




lunes, 20 de junio de 2016

En tiempos de bicentenario y feriados.

En estos días, cuando se discutía el feriado en homenaje al general Guemes, un descendiente de Guemes me contaba que charlando con un Pueyrredón, que bregaba por un homenaje para su héroe familiar, él, el Guemes, le dijo -despreciativo- "cuando tengas tu feriado hablamos".
Creo que nuestra Independencia le debe mucho, muchísimo, al general Juan Martín de Pueyrredón.

Para todos los Pueyrredón, aquí va mi homenaje. Escribí este texto para un libro (Ocasos) que nunca terminé:


El carrito colorado, medio destartalado,  viene a los saltos por el camino de Palermo, con su cochero agachado apurando a los caballos a puro látigo. Atrás se distingue la silueta solitaria de un jinete, semioculto por la polvareda.
Algún labrador se saca el sombrero y saluda con la cabeza, por costumbre. Alguna doña se hace la señal de la cruz.
A la altura de la Recoleta, el carro fúnebre sube, penoso, la cuesta, y detiene su marcha en el  portón del Cementerio. Allí lo esperan dos o tres señores, que ayudan al único integrante del cortejo fúnebre a bajar el cajón.
–¿Qué corta memoria tienen estas provincias, che!– exclama un anciano de larga barba, interrumpiendo su paseo para observar la escena.
–¿Quién es el finado?- pregunta el mozo que lo acompaña.
–Ha de ser el general don Juan Martín de Pueyrredon, que ha muerto ayer. ¡Descúbrase la cabeza, m’hijo!
El hijo obedece y pregunta, medio avergonzado, quién era el tal Pueyrredon.
–Sin él, posiblemente Liniers no habría logrado reconquistar de Buenos Aires de los ingleses. Sin él, quién sabe si San Martín cruza los Andes para liberar a Chile y Perú.
–¿Y cómo es que va en ese carro municipal?
–Dicen que don Juan Manuel le ha negado el permiso para traerlo en carruaje. Como se ve, ni siquiera le ha dispensado el honor de una mísera salva de artillería.

Hacia la Reconquista de Buenos Aires

Juan Martín de Pueyrredon nació en Buenos Aires –en la calle Méjico, entre Defensa y Bolivar– el 18 de diciembre de 1776. Era el sexto hijo –de un total de once– de Juan Martín de Pueyrredón y de la Boucherie, de noble familia vasco-francesa, y María Rita Dogan, descendiente de irlandeses y criollos.
Tenía apenas 15 años cuando perdió a su padre, por lo que debió abandonar sus estudios en el Real Colegio de San Carlos para ocuparse, junto a sus hermanos, de los negocios familiares.
A los 18 ya estaba en España, aprendiendo y trabajando con un tío suyo, conocido comerciante de Cádiz. Regresó en 1802, con capital suficiente para comenzar su propio negocio, pero antes de establecerse volvió a España para casarse con una prima hermana, Dolores Pueyrredon, que moriría dos años más tarde en Buenos Aires.
Estaba en su ciudad natal cuando los ingleses invadieron Buenos Aires, y dicen que en un primer momento, abrigando anhelos de independencia, fue uno de los que se entrevistó con los jefes británicos para que éstos apoyaran la emancipación. No pudo ser y entonces se metió de lleno en la resistencia. Junto a sus hermanos concentró a paisanos y amigos –bautizados los Húsares de Pueyrredón– en la chacra familiar de Perdriel, donde además de ser derrotado casi perdió la vida.
Lejos de desmoralizarse, el mismo día de la derrota (1 de agosto) se fue a Las Conchas a coordinar con Liniers la travesía y ataque del ejército que venia de Montevideo. Su ayuda fue fundamental en  el desembarque de las tropas, y fue fundamental su labor –como jefe de la caballería, a la cabeza de sus Húsares– el 12 de agosto de 1806, día de la Reconquista.
Su acción en aquella jornada le valió ser aclamado como héroe, a la par de Liniers.

Fervor independentista

En octubre de 1806 fue enviado a España como diputado del Cabildo de Buenos Aires para informar los sucesos al Rey y pedirle gracias y auxilios.
Llegó a la Corte eufórico y orgulloso de su patria chica, pero pronto la euforia se transformó en indignación y de su orgullo herido creció el fervor independentista. Su misión fue un rotundo fracaso, no recibió ni las gracias ni los auxilios, y sus entrevistas con el ministro Godoy le mostraron claramente que a España no le interesaba el adelantamiento de sus colonias. Después de tres años de trajinar por las oficinas públicas, pudo convencerse que la burocracia española estaba tan corrupta que era imprescindible cambiar de sistema. Conoció a Carlos IV, a Fernando VII y al invasor Murat; fue testigo directo de la caída de España en manos de Napoleón, de las rebeliones y de la anarquía de las juntas provinciales que se disputaban la herencia de América. Su indignación llegó a tal punto que desde Cádiz envió a Londres a sus compatriotas José Moldes y Manuel Pinto  con el propósito de pedir armas y dinero para lograr la emancipación. Nada logró porque Inglaterra priorizó sus relaciones con los rebeldes españoles, pero sus informes lapidarios al Cabildo de Buenos Aires convencieron a Martín de Álzaga y los suyos de que este “revolucionario” era demasiado peligroso para sus intereses.
Por eso, en cuanto llegó a Montevideo en enero de 1809 fue engrillado por el gobernador Javier de Elío, que lo reembarcó a España con recomendación de pena de muerte.  Logró escapar en las costas del Brasil y vuelto a Buenos Aires fue apresado una y otra vez. Regresó entonces al Brasil donde la Corte de la Infanta Carlota le propuso marchar sobre el Plata con 10.000 soldados portugueses, a lo que se negó porque “ni siquiera en nombre de la libertad” aceptaría presentarse a su patria al frente de tropas extranjeras. Volvió finalmente a Buenos Aires en el primer mes de la revolución.

Al servicio de la Revolución

El 3 de agosto de 1810, la Primera Junta le dio el grado de coronel y lo envió a Córdoba para hacerse cargo de la gobernación en reemplazo del realista Juan Gutiérrez de la Concha, capturado junto con Liniers.
Llegó a Córdoba el 15 de agosto, en un momento extremadamente delicado pues Ortiz de Ocampo, jefe del Ejército Auxiliar, influido por los ruegos desesperados de la dirigencia política y social de Córdoba, había suspendido la orden de la Junta de ejecutar a Liniers y sus compañeros, y se aprestaba a enviar a los prisioneros a Buenos Aires. Tal vez por eso, al día siguiente de su llegada, Pueyrredon lanzó una proclama invitando a la unión de peninsulares y criollos para evitar todo espíritu de revancha. No sería fácil conseguir la calma pues Liniers y demás líderes contrarrevolucionarios fueron fusilados diez días más tarde. Pero lo logró, y desde Córdoba realizó una intensa actividad a favor de la causa patria.
En diciembre del 10 dejó a su hermano Diego en la gobernación para trasladarse a Charcas como gobernador intendente. Luego fue inspector general del Ejército y testigo de la enorme derrota de Huaqui (20 de junio de 1811), de la que emergió como único héroe cuando todos huían, arrastrando él solo desde Potosí a Salta el oro de la Casa de la Moneda, que en la noche realista logró robarse para pagar la revolución.
Su prestigio ya era grande, y aun cuando no era realmente militar -y estaba tan enfermo que hasta le costaba andar a caballo- debió aceptar la jefatura del Ejército del Norte.  En 1812 le entregó la posta a Manuel Belgrano y volvió a Buenos Aires, siendo elegido vocal del Primer Triunvirato en reemplazo de Juan José Paso.
Desde abril a octubre de 1812 integró aquel Triunvirato, junto con Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea, aunque el hombre fuerte era el secretario de Guerra: Bernardino Rivadavia. A instancias de este último, en ese periodo le tocó firmar las sentencias de muerte de Martín Álzaga y sus presuntos conspiradores, incluyendo la de don Francisco de Tellechea que, por razones muy íntimas, le pesaría toda la vida.
Eran tiempos sumamente difíciles y el Primer Triunvirato terminó en derrota. Pueyrredón fue derrocado, apedreada su casa, confinado en Maistintos lugares de la provincia de Buenos Aires, y finalmente desterrado a San Luis, donde por fin descansó de siete años de lucha febril.
Llegó a San Luis en enero de 1813 con uno de sus hermanos menores, José Cipriano, quien desempeñó allí algunos cargos militares y dedicó parte de su tiempo en defender el honor de su hermano.
Pronto, Juan Martín compró una pulpería, y luego una hacienda –La Aguadita–, próxima al poblado, donde se dedicó a tareas rurales. En la pulpería o en La Aguadita convivió con Juana Sánchez, de cuya unión nació una hija natural, que luego educó la familia Pueyrredón en Buenos Aires.
Y aquí una conjetura. Cuentan que Juan Martín, aficionado a la pintura, solía pintar miniaturas. Se sabe que su hermano José Cipriano, aficionado a las letras, escribía versos. ¿Por qué no conjeturar que juntos se iniciaron en sus distintas aficiones en las soledades del destierro de San Luis?  Juan Martín sería el padre de nuestro primer gran pintor: Prilidiano Pueyrredon; José Cipriano sería el abuelo de nuestro mayor juglar: José Hernández Pueyrredón.

El hermano de San Martín

Su vida de desterrado comenzó a cambiar en marzo de 1814 cuando Vicente Dupuy, un amigo suyo, fue designado gobernador de San Luis. Y cambió mucho más en agosto de ese año, cuando José de San Martín pasó por San Luis rumbo a Mendoza para hacerse cargo de la Gobernación de Cuyo. San Martín visitó al proscripto y de las largas conversaciones que mantuvieron nació una de las hermandades –masónicas– más trascendentes de nuestra historia. Pocos meses después, Pueyrredon pudo viajar a Mendoza a retribuir la visita y fue recibido con los honores correspondientes a su jerarquía militar.
Había concluido su proscripción, por obra y gracia de San Martín y, probablemente, de la Logia Lautaro.
Retornó a Buenos Aires en enero de 1815, y en febrero el nuevo Director Supremo, Carlos María de Alvear, lo ascendió a coronel mayor de caballería.
Ahí nomás, según le contaría en junio a su amigo Dupuy: “Vi una niña, me agradó, nos comprometimos y hoy hacen ocho días que me casé con Doña Mariquita Tellechea y Caviedes, joven que aun no cuenta catorce años, educada en los mismos principios de nuestras familias y acostumbrada al recogimiento y a la virtud”. En efecto, el 27 de mayo se casó en la Merced con María Calixta Tellechea, que sin duda era una niña “acostumbrada al recogimiento”: su madre murió cuando ella apenas nacía; su padre, a quien tampoco conoció demasiado, quedó colgado en la horca infamante cuando ella cumplía 10 años, y tres años después se casaba con el “verdugo”. Todavía le tocaría sufrir los ataques y calumnias a su marido, lo que con el correr de los años la sumiría en una profunda depresión.
A fines de 1815 Juan Martín partía con su Mariquita al Congreso de Tucumán, con título de diputado por San Luis bajo el auspicio de su amigo San Martín. Allí fue ungido Director Supremo –un mes antes de la Declaración de la Independencia– en medio de la anarquía y con un ejército desintegrado por las rencillas internas.
Así, fue el primer jefe de la nación designado por el Congreso de Tucumán que, en representación de la voluntad popular, declaró la Independencia.

Yo no quiero vida sin la vida de mi patria

Antes de instalarse en Buenos Aires repuso a Belgrano en el mando del Ejército del Norte y se reunió en Córdoba con San Martín para gestar la campaña a través de los Andes, comprometiéndose con cuerpo y alma.
Y realmente dejó cuerpo y alma en los tres años de su gobierno. Los portugueses avanzaban sobre la Banda Oriental y la oposición le exigía atacarlos; los caudillos sólo comprendían sus intereses provinciales; los opositores lo criticaban e injuriaban;  los españoles acechaban por el norte y Belgrano le rogaba auxilios; desde España el resucitado Fernando VII preparaba una gran expedición para aplastar la revolución, e Inglaterra, comprometida con la Santa Alianza, le daba la espalda. Pueyrredón –ascendido a brigadier general del ejército– luchó contra todo y contra todos, con la mira puesta en su único objetivo: que el general y su ejército cruzaran los Andes para libertar a América de los españoles.
Había que conseguir soldados y vestirlos, producir dinero, caballos, monturas, alimentos y armas, y él esquilmaba a los porteños con empréstitos forzosos mientras San Martín hacía lo propio en Mendoza, donde pueblo y gobierno –al contrario de Buenos Aires- eran uno solo tras la gran empresa.
El Director, ciego, sordo y mudo, apoyado por muy pocos, iba dejando la vida –y echando su honra a los perros- para cumplir su pacto con el General, que cada día le reclamaba algo.
Veamos cómo a pesar de todo conserva el sentido del humor en esta carta a San Martín de noviembre de 1816: “...Como ayer fue día de Todos los Santos, no se ha podido buscar entre los comerciantes libranzas para los treinta mil pesos, pero haré diligencia con empeño, y si no se consigue remitiré la plata a todo riesgo, aunque sea en oro, por la posta, para el tiempo que usted me la pide. A más de las cuatrocientas frazadas remitidas de Córdoba, van ahora quinientos ponchos, únicos que se han podido encontrar... Está dada la orden para que se remita a usted mil arrobas de charqui, que me pide para mediados de diciembre: se hará. Van oficios de reconocimiento a los cabildos de esa y demás ciudades de Cuyo. Van los despachos de los oficiales. Van todos los vestuarios pedidos y muchas más camisas... Van cuatrocientos recados. Van hoy por el correo en un cajoncito los dos únicos clarines que se han encontrado... Van los doscientos sables de repuesto que me pidió. Van doscientas tiendas de campaña o pabellones, y no hay más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo, a bien en que quebrando, chancelo cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando y no me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza...”.
Así se hizo la campaña a Chile. La debemos al genio de San Martín y a la voluntad indomable de su hermano porteño, que antes de iniciar la escalada le escribió: “Adiós mi hermano: sea usted feliz para que también lo sea su invariable hermano: Juan Martín”.
Después del respiro que le dieron las victorias de Chacabuco y Maipú, y la visita de San Martín a Buenos Aires para organizar la expedición al Perú, sus opositores volvieron a la carga: injurias, calumnias y ataques, hasta que el Congreso le aceptó la renuncia el 9 de julio de 1919, meses antes de que estallara la anarquía del año 20, que había comenzado en el 15 pero que nuestro hombre pudo aplazar varios años para que se cumpliera la epopeya de San Martín.
Sin fuerzas ni amigos, Pueyrredón se exilió para volver en 1821. Ya casi no actuaría en política, pero cabe agregar que en todos los puestos que le tocó servir demostró ser un notable estadista y un administrador progresista, especialmente en las áreas de economía y educación. Muchas de las iniciativas de su gobierno fueron luego concretadas por el gobierno de Rivadavia. Y si bien fracasó en su política interna para dominar a los gobernadores y fue criticado por su actuación en la cuestión de la Banda Oriental, ello se debió a que priorizó siempre la lucha por la independencia. Por eso tuvo tantos enemigos, por eso moriría en el ostracismo, por eso fue durante mucho tiempo uno de grandes olvidados de nuestra historia.
Como militar, volvió para colaborar en tiempos de crisis: durante la guerra con el Brasil formó parte del Consejo Militar, y durante la revolución de Lavalle de 1829, fue miembro de la Plana Mayor del Ejército.
En ese último año se retiró definitivamente de la actividad pública, estableciéndose en Santa Calixta, una quinta en pleno Retiro, de unas dos cuadras largas de cresta y barranca, entre Libertad y Cerrito. La casa se ubicaba donde hoy se levanta el Jockey Club.


Camino al olvido

A pesar de haber sido buen amigo de la familia Rosas, allá por 1835, cuando se iniciaba el segundo gobierno de don Juan Manuel, se alejó del país temiendo una persecución. Viajó a Francia con su mujer y su hijo Prilidiano, nacido en 1823, y residió allí algunos años. Luego, volviendo a América, vivió un tiempo en Río de Janeiro, ciudad a la que nunca pudo adaptarse. Regresó a Francia en 1844 para que Prilidiano siguiera estudios de arte e iniciara la carrera de arquitectura.
Dicen que durante cinco años vivió en la misma calle que San Martín, pero que raramente se veían. ¡Cosas de las hermandades!
Finalmente, ya enfermo, volvió a Buenos Aires a fines de 1849, para retirarse a la vieja quinta familiar de San Isidro, bien alejado del centro.
Murió en silencio el 13 de marzo de 1850, cinco meses antes que San Martín.
Su biografía está jalonada de hechos heroicos, de derrotas, de renunciamientos y de sacrificios por la patria. Alguna vez dijo: “Yo no quiero vida sin la vida de mi patria, y viviré con ella o moriré por darle vida”. y así vivió, dejando todo de lado para servirla.
Alto, de facciones armoniosas y carácter jovial, Groussac supo definirlo como “hermoso ejemplar de la burguesía porteña, valiente, ponderado, tan elegante en lo moral como en lo físico, caballero por todos cuatro costados”.

Hanon, Maxine, Ocasos (inédito). He omitido las citas y bibliografía que pueden encontrarse en Hanon, Maxine, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta, Buenos Aires 2000; Raffo de la Reta, J. C.,  Historia de Juan Martín de Pueyrredón, Espasa Calpe, 1948; Cutolo, Vicente, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Editorial Elche, Buenos Aires.







sábado, 16 de enero de 2016

De héroes, animales y billetes


A propósito del comentario de Pacho O’Donnell sobre que prefiere héroes que animales, recordé algunas reflexiones de Eduardo Wilde.

Allá por 1895, después de cruzar la cordillera de los Andes en mula, a la madrugada, escribía:
“ Es imposible encontrar animales más inteligentes que estas mulas de arriero acostumbradas a tan peligroso camino; la mía se paraba cuando quería o se metía por donde le daba la gana; una vez quise inducirla en una senda oblicua; rechazó la oferta; le di un talonazo, se paró; le di otro, ella meneo la cabeza con tales muestras de energía que me desarmó; después de un momento emprendió de nuevo la marcha a su capricho; tenía razón, el elegido por ella era el buen camino. Entonces yo, obedeciendo a uno de esos impulsos de imparcialidad y de justicia que me son familiares, alcé las manos al cielo estrellado y exclamé: ¡Dios de las alturas, permite que algún día mi patria tenga un Congreso de mulas y un Poder Ejecutivo compuesto de machos, para que la República sea conducida por un buen camino!”

En otra ocasión, cuando se comenzó a cambiar los denominaciones tradicionales de las calles por nombres de héroes, le escribió a un amigo comentándole que ahora vivía “en la calle general Lavalle 362 –antes Parque (ahora hasta las calles son generales –tenemos necesidad de héroes y de santos y es necesario hacerlos conmemorándolos en tablillas municipales)” .

Por último, en otra carta de 1902 le decía a Roca:
“También tienes razón en tu juicio respecto de la ferocidad de los hombres, tan grande y tan reconocida que hasta ellos mismos la consagran. Así observarás que jamás a un chacarero se le ocurre poner como espantapájaros la figura de un animal que no sea él mismo, para preservar su sembrado. Nunca verás en los campos la figura de un león, de un tigre, de una hiena, para tal objeto; siempre, en cambio, se le presentará en los cercados, un palo vestido de hombre, con sombrero grande o chico y con la temeraria apostura de un ejemplar de la raza humana; es decir de la bestia más temible de la tierra. Y lo que es más, mi General, nuestra noble fama está sancionada por la invariable conducta de los otros animales. Jamás un pájaro se espanta ni huye al ver un león, un tigre, un toro o un elefante, pero levanta el vuelo apenas se dibuja en el horizonte un sombrero alto. ¡Cómo no volarían si sospecharan que detrás de tal sombrero pudiera haber un diputado, un periodista, o un miembro del superior tribunal de justicia!

Que Dios lo libre a usted de nuestros semejantes es cuanto le deseo, mi General.”

miércoles, 16 de diciembre de 2015

De relatos y campañas de miedo. El Chocolate Perón es el mejor chocolate y El Poder de la Imaginación.


Durante la pasada campaña electoral que precedió al ballotaje, recordé los episodios ocurridos en 1874, en la campaña electoral que terminó con Avellaneda presidente electo y luego generó la Revolución mitrista de 1874.

Tanto durante la campaña como en los meses que precedieron a la jura del presidente electo, se usó y abusó del relato y de una tenaz y fantasiosa propaganda de miedo.

Los mitristas –cuya voz era La Nación- decían que su candidatura era ridícula y vergonzosa, que si ganaba se demostraría que “la mayoría del país ha perdido el sentido común”; que la única fuerza electoral del tucumano era “un ejército de maestros famélicos”, de canónigos gordos y de descamisados venidos del interior; que no podría gobernar si no era con represión.

Cuando finalmente fue elegido, los mitristas comenzaron a tramar una Revolución, en nombre de un supuesto fraude (hubo, como siempre, fraude en ambos bandos), y para conseguir el apoyo popular siguieron con la campaña del miedo. La tensión que se vivía en Buenos Aires y las disparatadas versiones que corrían llevaron a Eduardo Wilde a escribir, en agosto de 1874, dos excelentes artículos periodísticos, que la posteridad catalogaría, simplemente, como cuentos humorísticos: El Chocolate Perón (Pirron) es el mejor chocolate  y El Poder de la Imaginación. Uno habla del relato, el otro, del miedo.

En el primero presenta la historia, apócrifa, de un chocolatero francés que, no teniendo medios para publicitar su producto de pobrísima calidad, redujo sus anuncios a esa sola frase contundente, publicada durante años en los periódicos: “El Chocolate Perón es el mejor chocolate”. Y cuenta: “Todos los habitantes de París primero, los de Francia después y los lectores de los diarios franceses de todo el mundo, leyeron durante años el magistral anuncio, y como los hombres tienen mucho de monos, verdad que se ha reconocido mucho antes que Darwin demostrara nuestro parentesco con esos animales, todos a una leían y repetían: el chocolate Perón es el mejor chocolate. Sea que fuera la costumbre de oír y repetir la mencionada afirmación, sea que alguien la tomara como verdad admitida, desde el primer momento, lo cierto es que por esa especialidad del género humano que consiste en hacer verdad de lo que no es a fuerza de repetirlo, llegó un día en que todos se convencieron de que, en efecto, el chocolate Perón era el mejor chocolate. El anuncio sin contradicción había hecho su efecto; la casa de Perón era un verdadero jubileo y el mencionado Perón, expedía por precios fabulosos una infame mercancía”. Así, el chocolate del francés se fue expandiendo por el mundo entero, hubo falsificadores y aun los que hacían un chocolate mucho mejor que el de Perón, “se vieron obligados a poner el rótulo francés a su chocolate, pues no tomando nadie sino chocolate de Perón, se exponían a quebrar si se obstinaban en vender otro chocolate”. Por supuesto, el artículo terminaba con una reflexión sobre la última campaña electoral en que un partido repitió todos los días durante un año: “El partido del general Mitre es el partido de los principios”.
Como la frase repetida de los mitristas no surtió el efecto buscado, dice, intentaron otra durante muchos días: “Hemos triunfado en las elecciones de febrero”. Y como tampoco fue exitosa, ahora repetían incansablemente: “No hay libertad de sufragio. Los gobiernos actuales son gobiernos de hecho. Es necesario que la moral y la opinión derroque esos gobiernos”. Perón no demostró lo que afirmaba su anuncio, pues sabía perfectamente que “lo menos que necesitaban los partidarios del chocolate era demostraciones de que el suyo era el mejor”. Tampoco los mitristas, que “cuentan con la facilidad con que cierta parte del pueblo acoge las afirmaciones sin fundamento y repiten: el chocolate mitrista es el mejor chocolate, confiando con que a fuerza de repetirlo ellos, todos han de llegar a creerle”.

Por esas curiosidades que tiene la historia argentina, y Wilde mismo, el artículo apareció como El chocolate Pirron es el mejor chocolate, pero cuatro años después, al reproducirlo en un libro, Wilde cambió el apellido del chocolatero embustero por Perón. El único Perón que él conocía era su amigo Tomás, el médico, que sería abuelo de Juan Domingo Perón.

En El Poder de la Imaginación , relata un drama in crecendo de una aldeana española de gran imaginación, cuyo hijo de diez años se ha comido un bollo de pan sin su autorización. La mujer, tomando una actitud trágica, comienza reprendiéndolo: “¿Sabes lo que has hecho?, has cometido un robo, insignificante, es verdad, pero así se comienza; has cometido un robo y quizás ignoras que este crimen es penado severamente por las leyes de España”. Poco a poco, la mujer se va dando cuerda, mientras el chico la mira abriendo tamaños ojos. “¡Un robo, un robo a tu edad! (…). Hoy es un bollo que tomas de la alacena, aunque sea en tu propia casa: mañana será una gallina que tomarás en corral ajeno; tendrás que saltar las paredes; te perseguirán como a un ladrón; si te alcanzan te llevarán preso; si consigues escaparte te sentirás alentado para proseguir tu carrera del crimen; ya no te contentarás con robar pequeños objetos; te volverás ambicioso; querrás fortuna e irás a buscarla en las casas de los ricos y como en las casas de los ricos no se entra sin dificultad, tendrás que buscar el amparo de las sombras de la noche, para forzar las puertas y perpetrar tu crimen. Si hay quien se oponga a tus pasos, añadirás el asesinato al robo; el puñal de que irás armado se clavará en el pecho de tus semejantes indefensos; serás un asesino; un asesino ladrón; caerás en manos de la justicia; te meterán en un calabozo, allí te iré a ver, no me dejarán hablarte, lloraré en la puerta noche y día y cuando te saquen para ahorcarte en la plaza pública, yo correré como una loca por esas calles, gritando: matan a mi hijo, y te veré subir al patíbulo y asistiré a tu agonía y a tu muerte, con el corazón destrozado; los hombres malos dejarán tu cadáver tirado en el suelo y yo tendré que ir a pedir por caridad que te entierren y el cura no querrá dar licencia para que te entierren en sagrado, porque serás el cadáver de un ajusticiado y yo tendré que llorar, que suplicar y que desesperarme y nadie me hará caso y mi hijo será enterrado como un perro, fuera del cementerio… ¡Ay!, mi hijo querido, hijo de mi corazón, que ni en sagrado me lo quieren enterrar… Voy ahora mismo, voy que vuelo a casa del cura, a pedir por la virgen, por lo que más quiera en este mundo, que me de una licencia para sepultar al hijo de mis entrañas al lado de su padre”. Y así, diciendo y haciendo, salió despavorida y angustiada en busca del cura para que le permitiera sepultar al hijo en sagrado, por haberse comido un bollo de pan.
Wilde comparaba este caso con el accionar diario de la prensa mitrista, que tomaba un hecho, lo bordaba, lo comentaba, lo revolvía y lo desfiguraba tanto que terminaba en las exageración más sorprendente. A veces, ni el bollo existía. Y aplicando cuento sobre cuento, decía que la prensa mitrista imaginaba que el futuro gobierno de Avellaneda castigaría a “los rebeldes”, es decir a los opositores, y como no podría castigarlos por sí solo porque no tenía fuerza en Buenos Aires, se apoyaría en sus aliados alsinistas, quienes tratarían de absorberlo y lo absorberían: “¿Cómo hará para tiranizar? Entregará el ministerio a su aliado, en cambio este le ayudará a oprimir al pueblo, se declarará en estado de sitio la provincia, la prensa será amordazada, las cárceles serán llenadas con los ciudadanos libres, las provincias humillarán a Buenos Aires, la reacción se viene encima! ¡Rosas! ¡la tiranía! ¡los bárbaros! ¡a las armas! ¡alerta el pueblo! ¡la república y la democracia están en peligro!, el estado de sitio, la montonera, el odio a Buenos Aires; todo está amontonado en las nubes que van a descargarse sobre nosotros! ¡adiós patria!”. Wilde concluye su artículo diciendo: “No falta más que añadir: Voy que vuelo en busca de la licencia del cura, para enterrar a mi hijo en sagrado”.

Así fue como los mitristas gestaron esa absurda revolución que finalmente se inició a fines de septiembre de 1874, con Mitre a la cabeza. 
Fue una revolución tan caprichosa como ilegítima, que de triunfar, habría atrasado los relojes en veinte años Baste decir que todo fue sucediendo en el campo mientras en la ciudad tensa, custodiada por la Guardia Nacional, Avellaneda juraba el 12 de octubre en el Congreso y Sarmiento, en la casa de gobierno, le entregaba el mando, diciéndole: “Sois el primer presidente que no sabe disparar una pistola, y entonces habéis debido incurrir en el desprecio soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas y hacerse los árbitros del destino de la patria…”.
Dos meses y medio duró la contienda, con varios éxitos de los mitristas en un principio, y dos batallas definitorias: la del 26 de noviembre en La Verde, donde los leales, comandados por José Inocencio Arias, vencieron en la provincia de Buenos Aires a una fuerza varias veces superior comandada por Mitre, dejando un campo inútilmente cubierto de cadáveres y al jefe opositor rendido, y la del 7 de diciembre en Santa Rosa, Mendoza, donde el coronel Julio Roca venció al general Arredondo. 


Extractos de Eduado Wilde, una historia argentina…

lunes, 23 de noviembre de 2015

"Arriba pensadores, un nuevo día comienza".

En enero de 1878, cuando el poeta Olegario Víctor Andrade publicó su poema Prometeo, Eduardo Wilde escribió en La República una larga carta sobre el despertar del libre pensamiento. Allí describe la ciudad que despierta cuando la aurora asoma por el horizonte (alegoría del despertar del libre pensamiento y el progreso que vendrá).

“Primero se oye un ruido, luego otro; se ve a los apagadores municipales correr de vereda a vereda con su caña larga, como perseguidos por el demonio, punzando el vientre a los faroles, hasta dejarlos más tristes que una estufa en verano; uno que otro transeúnte aprovecha de la ausencia de sus contemporáneos, para decirse algunas verdades por la calle, hablando solo, como si le durara la cuerda del café o del lecho matrimonial, en el que discutió con su mujer toda la noche en lugar de dormir; algún industrial apurado que ató a tientas su carro, se apresura a ganar el pan con el sudor de su frente y el trote pavoroso de su mancarrón; una vieja beata madrugadora se dirige a paso de gato por contra las paredes, a una iglesia donde se dirá una misa con olor a fraile, según lo acaba de anunciar el lego, con todo el mal humor de una campana a quien le cortan el sueño; algún octogenario caviloso, desvelado crónico por su tos secular, abre los postigos viejos de su antigua ventana y asoma una cara de esfinge, para mirar con sus ojos egipcios si el que llama a la vetusta puerta de su casa fósil, es el lechero que vende leche del río.
Y tras de esto, cien apagadores, mil transeúntes, tres mil industriales, once mil viejas, todos los octogenarios, todos los panaderos, los proveedores de los mercados, los mozos, los viejos, las mujeres, los perros, los caballos, los lecheros saltando a compás, arrodillados sobre un edificio de tarros, los ratones de vuelta a sus albañales, después de haber hecho una visita a sus vecinos y de haberse informado del estado de los negocios de las gentes por los despojos de las cocinas; los dueños de tiendas desiertas que abren las puertas, con el fastidio pausado de una obligación cotidiana, y comienzan a colgar sus atractivos en las paredes indiferentes; los repartidores de diarios y en fin, los vendedores de todo y los compradores de todo, aparecen, brotan, llueven, salen, bajan, pululan, se atropellan, se empujan, hablan, gritan, llaman, golpean, produciendo un ruido hipócrita, que parece silencio, y la algazara humana comienza a las barbas del sol, transformación de la aurora que ha cambiado de sexo en el espacio de un par de horas.
Pues tal, señor Andrade, su Prometeo se levanta de un sueño de tres siglos y asiste al despertar de la ciudad del libre pensamiento. Las puertas del pasado recinchan y se alzan en tropel las razas extinguidas; todo vive, alienta, brota, todo se expande y reverbera.
La lucha comienza de nuevo, la lucha por la vida. Arriba pensadores, un nuevo día comienza (…) Arriba pensadores, arriba, que ya asoma el claro día en que el error y el fanatismo expiren…” .

Ojalá, en esta Argentina, comience un nuevo día en que el error y el fanatismo expiren.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Imagine, por Carlos Ares

En este día de visperas, quiero compartir este artículo conmovedor de Carlos Ares, publicado hoy en diario Perfil.

Imagine. Si cada voto fuera un grito a la medida del dolor y de la humillación padecida, al sumarlos el volumen de esa angustia haría vibrar ciudades y pueblos en todo el país. Las calles serían ríos de personas deshechas en lágrimas secas. Parece exagerado pensarlo así. Pero tanto así fue. Salvo que, en silencio, viviendo los días de a uno, haciendo la cola de a uno, luego solos en el cuarto oscuro, sin cuerpo al que abrazarse, no se nota. No da andar exponiendo la pena a corazón abierto. Somos más de llorar cuando nadie nos ve.

Sin embargo, si no nos hacemos trampas jugando a un solitario de preguntas a conciencia, es casi imposible negar lo que seguramente hemos visto y soportado. Un robo, mayor o menor, en el barrio, en la calle, que nos obligó a desconfiar, a enrejarnos, un crimen violento cercano, la corrupción rampante que causó la muerte de los pibes en Cromañón, de los que iban a trabajar en la estación de Once, de los inundados en La Plata, el narco, los soldaditos, los sicarios, los “ni-ni”, los que voltea el paco, los desnutridos, las villas, las comunidades abandonadas, la indignidad de encubrir la pobreza con “asignaciones” a las que, además, hay que agradecer como un gesto de caridad. Sin contar el choreo de ilusiones y esperanzas por promesas incumplidas.

Es tanto el mal y tan larga la lista que al grito desgarrado del voto deberíamos añadir una formidable puteada que clame al cielo por la tremenda injusticia de que un país como éste no dé, al menos, la oportunidad a todos de comer, educarse y vivir en paz. Imagine el estallido de semejante insulto nacional. Ahí sí que salta todo desde los cimientos. Los hoteles de Cristina, la chacra de De Vido, se fracturan las tierras de Báez, los médanos de Boudou, las cajas fuertes que heredó Máximo, las propiedades de Jaime, el anillo de Oyarbide, las toneladas de efedrina, los espías de Milani, los “sueños compartidos” de Schoklender y Bonafini, el pacto con Irán.

La catarsis colectiva nos liberaría de la energía negativa que nos consume sin siquiera producir el beneficio de calentarnos por lo que pasa. Imagine. Vuela todo por los aires y los restos caen en manos de los jueces federales. Estremece de sólo pensar. Otro país. Con otros presos en las cárceles, no los de siempre. Con otras caras en el poder político, en los sindicatos, no las de siempre. Con otra rendición de cuentas, no la de siempre.
Y en una de ésas, en el revoleo de cosas, papeles y personas, te cae de arriba un Guillermo Moreno, el que apretaba mujeres y hombres, el que ponía el arma sobre el escritorio, el “guapo” que se hacía custodiar por Acero Cali. Y lo tenés ahí, a mano, sin amigos protectores, sin cámaras, sin testigos, solo, solito. En todos estos años imaginé muchas veces situaciones como ésa. Con Moreno, con Aníbal, con Kunkel, con D’Elía. Pero, antes, no era “políticamente correcto” y, ahora, vencidos, dan lástima. Por una razón o por otra, nunca hay chance para que un ciudadano de a pie arregle por las suyas las cuentas pendientes con alguno de los responsables. Así es que, de última, la salida democrática sigue siendo el cachetazo del voto.
Sé que la fama, la guita y el poder no cambian a nadie, lo muestran como de verdad es. Pero también se conoce a esos tipos cuando pierden los atributos del cargo y quedan desnudos, en bolas, expuestos a lo que son: una sarta de miserables, incapaces de tener algún gesto que los honre. Se atribuyen “la patria” y, cagados en las patas, se llevan hasta el papel higiénico de los despachos.


En esas estaba, metiendo todo lo que sentía en mi voto, cuando vi por televisión que, en París, una persona se acercaba con su piano a la puerta del lugar donde habían atacado a gente inocente y tocaba Imagine de John Lennon. Fue inspirador. Imagine, imaginar, desear. Escuché la melodía, recordé la letra: “... Nada por lo que matar o morir/ ni tampoco religión/ Imagina a todo el mundo/ viviendo la vida en paz...”. Y fue así, que se me dio por poner el tema de fondo mientras escribía estas líneas. “Puedes decir que soy un soñador/ pero no soy el único...”.

viernes, 24 de julio de 2015

Hace 99 años moría Guido y Spano.


El 25 de julio de 1927 se fue el gran poeta –y gran patriota– Carlos Guido y Spano. Quiero recordarlo transcribiendo algunos fragmentos de una bellísima carta que le mandó a Eduardo Wilde cuando éste publicó La Lluvia, su magnífico poema en prosa.

Fue durante la grave crisis política de 1880. Wilde escribió su Lluvia a fines de mayo, justamente en días de lluvias torrenciales, y empezó así:
No hay tal vez un hombre más amante de la lluvia que yo./ La siento con cada átomo de mi cuerpo, la anido en mis oídos y la gozo con inefable delicia. / La primera vez que, según mis recuerdos, vi en conciencia llover, fue después de una grave enfermedad, en mi infancia…”.
Los párrafos siguientes pintaban las mil facetas de la lluvia, las mil escenas del agua en cada rincón del campo, de la ciudad, de la tierra, las montañas, los mares y el cielo. Contaba, por primera vez, episodios de su niñez en Tupiza, donde recordaba la lluvia en el colegio del Uruguay, en los patios de la facultad, en sus paseos por las calles de Buenos Aires; donde su imaginación corría de aquí para allá describiendo “el agua eterna, siempre agua, viajando de la flor al océano, de la fosa a las nubes, del vapor al hielo”, la lluvia golpeando los cristales de una ventana del convento de un fraile muerto en vida, la lluvia acompañando a las niñas costureras en una casita de los suburbios, a los recién casados, a los moribundos…
Sería éste uno de los tres relatos de Wilde que Borges incluirá entre las “generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.
No eran tiempos de generosidades literarias, pues el mismo 1 de junio en que algún diario publicó La Lluvia como folletín, el gobierno se enteraba de que el gobernador bonaerense Carlos Tejedor estaba por desembarcar cinco mil fusiles y quinientos mil cartuchos en el Riachuelo. La insurrección armada se había iniciado. En la tarde del día siguiente, el Presidente subió a un coche y partió, con sus colaboradores, rumbo a Chacarita, donde acampaba el Regimiento Primero de Caballería; al otro día ya estaba instalado en el pueblo de Belgrano, y al otro firmaba un decreto designando a esa aldea sede provisoria de las autoridades de la Nación.

Pocos tuvieron tiempo y ánimo para leer La Lluvia, que guardaron en un cajón para disfrutarla en horas mejores. Probablemente, ni el mismo Eduardo Wilde la vio impresa.
Sin embargo hubo un hombre de barba larga, protagonista de mil batallas, que hizo un alto en esa noche aciaga del 1 de junio, y se permitió saborear, a la luz de un velador, aquel manjar de agua condimentado con ternura, humor y desparpajo. Era el poeta Guido y Spano, en quien también había calado hondo la lluvia y el sentimiento de esos días. Por eso, mientras unos tomaban la ciudad, otros la abandonaban, otros dudaban y otros se reunían a conjurar, él se sentó, como si aquí nada pasara, a escribir una carta titulada “Al Dr. Wilde, en días de tormenta”:
“Junio 2
Anoche, amigo, leí su folletín: La lluvia.
Me ha refrescado. Otros al final de su lectura no dejarán de santiguarse.
He escuchado a usted como quien oye llover; no en el sentido extravagante dado a esa expresión, sino como si fuese un pato de laguna: volátil de mi especial envidia.
Reconozco en V. un hermano.
¿Acaso en la libertad, en las ideas (que mucho me honraría) o un hermano de leche?
No señor, un verdadero hermano de agua.
Tener una especie de culto por la lluvia, invocarla, impregnarse en ella hasta los huesos, sacrificar en cada rociada celestial, sin mirar para atrás, el sombrero y los botines, las dos extremidades, los dos polos, la base y la corona de la figura humana, es fraternizar subiéndose a las nubes entre relámpagos y truenos.
Establecida la afinidad de nuestros gustos por todo lo que sea o se parezca a un chaparrón, chubasco, llovizna, o levísima niebla, estoy en el caso de protestar con franqueza, armado si necesario fuere de un pluviómetro, contra la pretensión manifestada por V. de ‘amar la lluvia más que nadie’.
¡Alto ahí! Aquí está su humilde servidor. Aunque me encontrase con el agua hasta el tobillo, no le cedería en ese punto.
La lluvia es elemento esencial de mi existencia. Un trigal no ha menester más para granar del riego de las nubes, que yo para producir cualquier cosa.
Si no llueve, me seco. De hombre, me transformo en un mazo de esparto. A ser barómetro, siempre marcaría tiempo lluvioso. Detesto los hongos que crecen en forma de paraguas. (…)
¡Viva el pampero! ¡Viva la tempestad!
La naturaleza tiene muchas maneras de ataviarse en su trono inmortal. ¿Qué se diría de una patricia, de una reina, que se levantase todos los días muy peinada por el peluquero, muy puesta de diadema desde el amanecer y aderezada con los arreos de su coloración?
La melena suelta, el traje desaliñado, el peignoir, son accidentes preciosos del tocado femenino, que recorre la gradación de todos los colores desde el blanco hasta el negro: preliminares o finales de fiesta.
¿Nos parecerían tan bellos los espectáculos del universo, y en particular las mujeres, si no variasen tanto?
¡Siempre lo mismo! ¡Aguante V. eso!
Luz y sombra, serenidad y borrasca, ecco.
Dejemos que la tierra, el cielo, el mar, se oscurezcan o alegren, sonrían o rabien a sabor; y para animar el cuadro, llueva entretanto pausadamente o a cántaros, que es lo que a nosotros interesa, gozándome yo en ello con la más viva intensidad.
Para comprobarlo, dejando otras razones, opondré al episodio de la niñez de V., tan gentilmente narrado por su pluma, otro de cuando yo empezaba a ser núbil…” .
La larguísima carta sigue con un relato de una serie de escenas que Guido vivió en Río de Janeiro, cuando era un adolescente sin más ocupaciones que zambullirse en el mar o cazar mariposas. Cuenta que en una de sus excursiones por los alrededores descubrió luz en una casa abandonada y supo que la habitaba una hermosa recién llegada, a quien nadie visitaba, que apenas se asomaba a la puerta por las tardes. Era una veinteañera, alta, “el seno levantado como el de Dulcinea de Toboso, adornado de corales sobre un corpiño blanco; buen cuerpo, un poco gruesa de cintura; morena, ojos grandes y negros, de esos que han echado al infierno a tanta gente; pelo fuerte y lustroso, un aire en nada parecido al de las vestales, medio decente, medio compadrito, y sobre todo el poderoso imán, atribuido a una joven hermosa, libre al parecer, rodeada en un sitio amenísimo, de soledad y de misterio”. El joven Guido abandonó la caza de mariposas para ponerse al acecho de aquella incógnita paloma. Logró abordarla y le arrancó una promesa de cita nocturna, que ella le confirmaría con una lámpara prendida a media noche tras una ventanita alta, de vidrios pintados. Así, fue preparando, cada minuto más conmovido, su primera experiencia amorosa, cuidando que su padre, el General, no se diera cuenta de sus intenciones.
En bellísima prosa poética, Carlos Guido y Spano va pintando el paisaje carioca y sus propias inquietudes tibias, mientras espera que se encienda la luz que llama a la cita. Pero poco antes que dieran las doce en el reloj del comedor familiar, la noche se cubrió de gruesos nubarrones.
“En esto un relámpago vivísimo ilumina mi estancia, hasta entonces en completa tiniebla. Se oye un trueno sordo y prolongado. Gruesas gotas de lluvia azotan las vidrieras cayendo sobre la techumbre en golpes secos. A poco más, la lluvia aumenta, fresca, sonora, deliciosa. Mi balcón está abierto. Ese olor a tierra mojada de que V. habla, sólo comparable en lo riquísimo, diré con Alarcón, al de mujer, o al de papel recién impreso, me penetra y satura.
El aire purificado por el agua que cae en hilos finísimos, dorados por la luz del relámpago, ha refrescado mi sangre. Mi imaginación se serena, mis pasiones se calman…”.
Siente el muchacho la cercanía de sus padres, las plegarias de su inocente hermana, la honradez y la virtud esparcida por la casa silenciosa. Aspira esas emanaciones místicas y se arrepiente de su pasión sensual y libertina. Le parece que “el amor es demasiado sublime para que sus caricias se ofrezcan deliberadamente en holocausto a una diosa fácil y sin templo”. Y mientras tanto, llueve y llueve.
“Salí al jardín a recibir aquel bautismo de cielo, y cuando cubierto con una manta, volví a entrar empapado a mi cuarto, vi lucir a lo lejos el fanal entre los vidrios de colores. Estuve largo rato contemplándolo. No podía apartar los ojos de ese faro encendido por la mano del amor fugitivo. Me atraía con fuerza imponderable. ‘Ven’, parecía decirme, ‘¡aquí te esperan inefables placeres!’. Sentíame flaquear; quizá ya iba a ceder, cuando oí la voz grave de mi padre que me llamaba: ¡¡Carlos!!...”.
No hubo encuentro. Se pasó la noche en vela sintiendo llover y haciéndole versos a la lluvia que apagó la llama impura. La carta sigue y sigue, y termina así:
“Respecto del asunto que tratamos, mi preocupación es constante; suelo llegar al fanatismo. Hoy nomás, impresionado por el folletín de V., en vez de decirle a mi criado ‘tráeme chocolate’, le dije ‘traeme lluvia’ y bien puede ser que esta carta amistosa no pase de una lluvia de desatinos.
Dispense V. si caigo aquí como llovido. El tema que ha elegido es tan interesante que me ha animado a dirigirle la presente, felicitándolo, y reclamando mi parte de admiración hacia el fenómeno atmosférico, tratado por su pluma con tanta novedad y agudeza de ingenio. Al colorirlo y ensalzarlo, recordando la influencia ejercida sobre su ánimo, describe V. cuadros preciosos. El de la convalecencia, da ganas de ponerse a golpear las puertas de la muerte, por solo el gusto de reverdecer como el pasto comido y pisado por los caballos patrios. Asimismo se ha metido V. desenfadadamente en honduras, penetrando y describiendo la alcoba de los recién casados, y la actitud al desnudo del novio impenitente. (…)
Deseándole a V. un buen aguacero y sendas duchas, le saluda su servidor y amigo. C. G. S.”.

La carta se publicó en La Nación el 4 de junio, el mismo día en que comenzó el éxodo de políticos hacia Belgrano. Probablemente pocos la hayan leído.

sábado, 20 de junio de 2015

El discurso a la Bandera de Sarmiento y el Bosquejo crítico de Wilde.


En el día de la bandera, recuerdo algunos fragmentos del célebre discurso pronunciado el 24 de septiembre de 1873 por el presidente Sarmiento al inaugurar la estatua de Belgrano. 
Este discurso mereció un artículo de Eduardo Wilde en el diario La República que, según Sarmiento, rivalizaba en belleza con el discurso mismo.

Decía Sarmiento:
“…Hace cincuenta años que desapareció de la escena y no ha muerto sin embargo. Apenas se conserva el recuerdo de la casa en que nació aquí, y todas las ciudades y pueblos argentinos lo reclaman como suyo. Su apellido puede extinguirse según la sucesión de las generaciones; pero dos millones de habitantes desde ahora lo aclaman Padre de la Patria.
No es la biografía del General Belgrano la que intentaría trazar, para dar mas vida al bronce, que la que le ha comunicado al artista. Belgrano era muy hombre de la época crepuscular en que apareció. General sin las dotes del genio militar, hombre de estado, sin fisionomía acentuada. Sus virtudes fueron la resignación y la esperanza, la honradez del propósito y el trabajo desinteresado.
Su nombre, empero, sin descollar demasiado, se liga a las mas grandes faces de nuestra Independencia, y por mas de un camino, si queremos volver hacia el pasado, la candorosa figura de Belgrano ha de salirnos al paso.
Cuando el Gobierno agradecido, quiso premiarlo, por la memorable victoria ganada en Tucumán en este día, disminuyendo su pobreza fundo con el premio cuatro escuelas primarias, las primeras, que cuatro ciudades, que son hoy capitales de Provincia, veían abrirse para la educación de sus hijos. Acaso algún Senador hoy, asistió a alguna de ellas en su niñez.
Estos desvelos por levantar al pueblo de su postración intelectual, sin la cual no hay libertad duradera; su empeño de establecer la moral relajada en escuelas y ejércitos; su profundo sentimiento religioso que difundía sobre el soldado, para santificar la causa de la independencia, poniéndola bajo la protección de la virgen de Mercedes que conserva aun el bastón del mando depositado por el al pie de su imagen en Tucumán; su eclipse de la escena, cuando en los tiempos de discordia y de guerra civil, como dice Tácito, "el poder pertenece a los mas perversos"; su muerte oscura; su carrera tan gloriosa, tan olvidada, todo esto lo caracteriza como a Rivadavia, como al General Paz y a otros; y es esa la base firme en que se asienta la estatua que hoy levantamos en su honor.
Los primeros movimientos del patriotismo americano, se sienten en el alma de Belgrano. Funda la primera Escuela de Educación Científica que existió en Buenos Aires, pues Charcas y Córdoba eran hasta entonces el centro de la civilización colonial.
Como el malogrado Montgomery que llevo en vano al frígido Canadá la noticia de que sus hermanos estaban en armas para conquistar la libertad, Belgrano llevó al tórrido Paraguay la enseña de la nueva Patria. La historia castiga á los retardatarios de la primera hora. El Canadá es todavía dominio de la corona, como el Paraguay menos feliz, por haberse tapado los oídos al llamado de sus hermanos, entonces, cayó en las redes sombrías del tirano Francia, en las garras del tigre López, y todavía no ha visto el último día de sus tribulaciones.
Como Franklin, Belgrano fue a buscar acomodo con la dinastía real, para poner término al conflicto, y como Franklin volvió desesperando de la prudencia, y de la previsión humana a activar el Acta de nuestra Independencia.
En nombre del pueblo argentino abandono a la contemplación de los presentes, la estatua ecuestre del General D. Manuel Belgrano, y lego a las generaciones futuras en el duro bronce de que esta formada, el recuerdo de su imagen y de sus virtudes.

Que la bandera que sostiene su brazo flamee por siempre sobre nuestras murallas y fortalezas, a lo alto de los mástiles de nuestras naves, y a la cabeza de nuestras legiones; que el honor sea su aliento, la gloria su aureola, la justicia su empresa!
Todos los Capitanes pueden ser representados como en esta estatua, tremolando la enseña que arrastra las huestes a la victoria.

En el caso presente, el artista ha conmemorado un hecho casi único en la historia, y es la invención de la Bandera con que una nueva Nación surgió de la nada colonial, conduciéndola el mismo inventor, como Porta Estandarte. Nuestro signo como nación reconocida por todos los pueblos de la tierra ahora y por siempre, es esa Bandera, ya sea que nuestras huestes trepasen los Andes con San Martín, ya sea que surcaran ambos Océanos con Brown,  ya sea en fin que en los tiempos tranquilos que ella presagio, se cobijo a su sombra la inmigración de nuevos arribantes, trayendo las Bellas Artes, la Industria y el Comercio.

Tal día como hoy, el General Belgrano en los campos de Tucumán, con esa Bandera en la mano, opuso un muro de pechos generosos á las tropas españolas; que desde entonces retrocedieron y no volvieron á pisar el suelo de 'nuestra Patria, siendo nuestra gloriosa tarea, de allí en adelante, buscarlas donde quiera conservasen un palmo de tierra en la América del Sur, hasta que por el glorioso camino de Chacabuco y Maipú fueron solo escalones, nos dimos la mano en Junín, y Ayacucho con el resto de, la América, independiente ya de todo poder extraño.

Y sea dicho en honor y gloria de esta Bandera. Muchas repúblicas la reconocen como salvadora, como auxiliar, como guía en la difícil tarea de emanciparse. Algunas, se fecundaron a su sombra; otras, brotaron de los jirones en que la lid la desgarró. Ningún territorio fue, sin embargo, añadido a su dominio; ningún pueblo absorbido en sus anchos pliegues, ninguna retribución exigida por los grandes sacrificios, que nos impuso.

En la vasta extensión de un continente entero, no siempre son claros y legibles los términos que Dios y la naturaleza imponen a la actividad de las grandes familias humanas que pueblan la tierra. ¿Cuál es la extensión de la que cubre hoy y protege nuestra Bandera?

La República Argentina ha sido trazada por la regla y el compás del Creador del Universo. Ese anchuroso Río que nos da nombre, es el alma y el cerebro de todas las regiones que sus aguas bañan. Puerta de esta América que abre hacia el ancho mar que toca al umbral de todas las naciones, por ahí subirán ríos arriba con la alta marea del desarrollo, las oleadas de hombres de ideas, de civilización que, acabarán por transformar el desierto en Nación, en pueblo. Aquí, en estas playas, han de cambiarse los productos de tan vasta olla, de tantos climas, por los que hayan en todo el globo prepararlo siglos de cultura, y la lenta, acumulación de la riqueza. Aquí ha de hacerse la transmutación de las ideas; aquí se amalgamaran las de todos los pueblos; aquí se hará su adaptación definitiva, para aplicarse a las nuevas condiciones de la existencia de pueblos nuevos, sobre tierra nueva.

No hablo del porvenir. Es ya, este sueño de nuestros padres, un hecho presente.

He ahí, en esos millares de naves, nuestros misioneros hasta el seno de la América. Ved ahí en la masa de este pueblo el ejecutor de la grandes obras, acudiendo de todas partes á alistarse en nuestras filas, y por el trabajo, la industria, el capital, las virtudes cívicas, hacerse miembro de la congregación humana que lleva por enseña en la procesión de los siglos hacia el engrandecimiento pacífico, la Bandera bi-celeste y blanca.

Esta Bandera cumplió ya la promesa que el signo ideográfico de nuestras armas expresa. Las Naciones, hijas de la guerra, levantaron por insignias, para anunciarse a los otros pueblos, lobos y águilas carniceras, leones, grifos, y leopardos. Pero en las de nuestro escudo, ni hipogrifos fabulosos, ni unicornios, ni aves de dos cabezas, ni leones alados, pretenden amedrentar al extranjero. El Sol de la civilización que alborea para fecundar la vida nueva; la libertad con el gorro fijo sostenido por manos fraternales, como objeto y fin de nuestra vida; una oliva para los hombres de buena voluntad; un laurel para las nobles virtudes; he aquí cuanto ofrecieron nuestros padres, y lo que hemos venido cumpliendo nosotros, como república, y harán extensivo a todas estas regiones como Nación, nuestros hijos.

Hasta la exclusión del sangriento rojo, del blasón de todos los pueblos, hasta el color celeste que no tiene escritura propia en la heráldica se avienen con la idea dominante en este emblema.

Las fajas celestes y blancas son el símbolo de la soberanía de los reyes españoles sobre los dominios, no de España, sino de la corona, que se extendían a Flandes a Nápoles, a las Indias; y de esa banda real hicieron nuestros padres divisa y escarapela, el 25 de Mayo, para mostrar que del pecho de un Rey cautivo, tomábamos nuestra propia Soberanía como pueblo, que no dependió del Consejo de Castilla, ni de ahí en adelante, del disuelto Consejo de Indias.

El General Belgrano fue el primero en hacer flotar a los vientos la Banda Real, para coronarnos con nuestras propias manos, Soberanos de esta tierra, e inscribirnos en el gran libro de las naciones que llenan un destino en la historia de nuestra raza. Por este acto elevamos una estatua en el centro de la plaza de la Revolución de Mayo al General porta-estandarte de la República Argentina.

Y si la barbarie indígena, o las pasiones perversas intentaron alguna vez desviarnos de aquel blanco que los colores y el escudo de nuestra Bandera señalaban a todas las Generaciones que vinieran en pos, reconociéndose argentinas a su sombra, los bárbaros, los tiranos y los traidores inventaron pabellones nuevos, oscureciendo lo celeste para que las sombras infernales reinasen y enrojeciendo sus cuarteles para que la violencia y la sangre fuesen la ley de la tierra. En Caseros esta era la Bandera que enarbolaba el Tirano contra el proscrito pabellón que volvía para aplastar la sierpe, con sus hijos dispersos por toda la América. En Caseros por la unión de los partidos, reaparecieron estas dos manos entrelazadas, como siempre lo estarán en defensa de la Patria. Al día siguiente de Caseros vuestras madres y hermanas, ¡Oh pueblo de Buenos Aires! tiñeron de celeste telas, para vitorear a los libertadores; porque, sea dicho para recuerdo del odio de los tiranos a nuestra Bandera, en 1852, no había en una gran ciudad civilizada, emporio de un gran comercio, una vara de tela celeste para improvisar un pabellón; y una generación entera existía, que no conoció los colores de la Bandera de su Patria. Ese pendón negro con sus gorros sangrientos es por fortuna nuestra, el que en los Inválidos de París, recuerda la ruptura de la cadena con que Rosas intentó amarrar la libre navegación de los ríos.

La bandera blanca y celeste, ¡Dios sea loado! No ha sido atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra!  (…)

Una nación está destinada a prevalecer, cuando obedece en su propio seno a las inmutables leyes del desenvolvimiento humano.

Sin el espíritu de conquista, Roma vive en nosotros con sus códigos, como Grecia con sus artes plásticas, su lengua y sus instituciones republicanas, completadas por el sistema representativo. Acaso es Providencial que debamos existencia y nombre a Colon y a Américo Vespucio; y si Garibaldi ha de tener su parte en la reconstrucción de la Italia romanizada, su lugar en la historia lo conquistara, mezclando aquí su sangre a la nuestra, para endurecer los cimientos de nuestra constitución, libre, republicana, representativa.

Hagamos fervientes votos, porque, si a la consumación de los siglos, el Supremo Hacedor, llamase a las naciones de la tierra para pedirles cuenta del uso que hicieron de los dones que les deparó, y del libre albedrío y la inteligencia con que, dotó a sus criaturas, nuestra Bandera, blanca y celeste, pueda ser todavía discernida entre el polvo de los pueblos en marcha, acaudillando cien millones de argentinos, hijos de nuestros hijos hasta la última generación, y deponiéndola sin mancha ante el solio del Altísimo, puedan mostrar todos los que la siguieron que en civilización, moral y cultura intelectual, aspiraron sus padres a evidenciar, que en efecto fue creado el hombre a imagen y semejanza de Dios”.

Como era de esperar, los críticos de Sarmiento enumeraron una serie de defectos en este discurso. Fue por eso que Eduardo Wilde defendió la pieza oratoria en un Bosquejo crítico (La República, 28.9.1873). El sanjuanino lo aplaudió diciendo: “Mi amigo: Me ha puesto celoso con su artículo crítico que rivaliza con el discurso” .

Y sí, la pieza de Wilde era tan brillante como la pronunciada por el presidente. Comenzaba diciendo que si alguien leyera el discurso sin saber de quién era, diría “lo ha dicho un joven, lo ha escrito un joven, lo ha pensado un joven que vive en medio de las bulliciosas pasiones propias de la edad y que por rareza tiene un juicio más maduro que el que le corresponde”. Y agregaba: 

“Una bella pieza de arte alcanza su máximum cuando imita a la perfección la naturaleza; nada sino lo verdadero es bello y nada es verdadero sino la naturaleza entera o contemplada en sus detalles.
Pero la misma naturaleza es defectuosa; el brillante más rico algún punto tendrá que brille menos; en la cara más hermosa algún rasgo ha de haber que no armonice; el arco iris más variado alguna faja menos viva, más confusa ostentará al perderse en el horizonte, y la misma gota de agua recogida en la punta de un alfiler, o una lágrima si se quiere suspendida en la pestaña de la mujer más amada, bien vista la gota de agua o la lágrima, no será tan pura, ni tan limpia, ni tan esférica como parece.
Es verdadero tener defectos, es bello tenerlos y no hay belleza que no los tenga (…).
Dada tal cabeza, no podía salir de ella sino tal obra de arte, nueva, original, vigorosa, atrevida, pendenciera, medio sublime, rica en literatura, descuidada, poética, sencillísima, política, trascendental, amenazante, desgreñada, que llora y ríe y se hace tierna, revolviendo en un torbellino encantador un montón de ideas de todo género, que tiene cada una su valor, que parece que no han sido hechas para estar juntas pero que el espectador no encuentra mal que se acompañen.
Todo esto que ni nosotros mismos entendemos sale del discurso de Sarmiento.
Una pieza oratoria tiene su mérito cuando por lo menos hay en ella una idea capital bien desenvuelta (…).
Pues bien, el discurso del Presidente tiene una idea en cada párrafo (…).
Se habrá dicho en el mundo próximamente cuatrocientos millones de discursos a la bandera de las diferentes naciones que pueblan el globo, pero nosotros no hemos leído hasta ahora una alocución más nueva y más original que la que Sarmiento ha dirigido a la bandera argentina”.

Más adelante, transcribe algunos de los párrafos de Sarmiento , y dice que las ideas del sanjuanino “han sido nuevas desde que tuvo veinte años y continuarán siéndolo hasta que tenga noventa, si ha de vivir hasta entonces”, pero que él no tiene ningún mérito por esto, y explica porqué: 
“La novedad está en su naturaleza y es una modalidad de su inteligencia, es una aptitud orgánica inconsciente y sin preparación, que tiene su asiento en las disposiciones textiles de su cerebro.
Por eso en él la novedad con su forma especial y su originalidad incalculable, es una novedad fácil, espontánea, imprevisora, diremos y que se cuida poco de las reglas que, al fin y al cabo, no son hechas sino para espíritus de poco aliento.
Si nos fuera permitido expresar nuestra idea por medio de una comparación, nosotros diríamos que las formas literarias que asumen las ideas del señor Sarmiento y la esencia misma de estas ideas, estarían perfectamente representadas por una hermosa mujer, joven y audaz, que desprecia la moda y es capaz, en último trance, de salirse en cueros a la calle.
Los escrupulosos y timoratos, si así lo hiciera, comenzarían por asustarse al ver tamaña audacia (…) Pero pasando el tiempo y apagándose poco a poco las alarmas del pudor asustadizo más que reflexivo, la gente de decidido buen gusto recordaría con placer aquella época en que una joven hermosa, con grandes ojos negros, cara atrevida, fresca como una rosa y despreocupada e inteligente como pocas, solía salirse en cueros a la calle y lo bella que solía estar cuando le daba por vestirse con todos los encantos de la moda, pues todos le venían bien…”.